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Trump está aquí para quedarse y cambiar el mundo
En su año y medio de gobierno, Trump no perdió ni una de sus batallas. Ha cambiado el discurso político en todo el mundo, ha establecido nuevos estándares de la ética en la política, ha dado un nuevo significado a la democracia y su base electoral no ha disminuido en absoluto.
Sus críticos son los medios de comunicación (que una gran mayoría de los estadounidenses ven con desagrado), la élite (que es odiada) y los profesionales (que se considera que se benefician a expensas del segmento inferior de la clase media).
En la actualidad, es marcada la brecha que existe con el mundo rural, con las zonas desindustrializadas de Estados Unidos, con los mineros con sus minas cerradas, etc. Además, los estadounidenses blancos se sienten cada vez más amenazados por los inmigrantes, las minorías, las corporaciones y las industrias, que han venido usando a los gobiernos en su beneficio. En cada elección, su número se reduce un dos por ciento.
No olvidemos que a Trump lo eligió el voto de la mayoría de mujeres blancas, en un país que es la piedra angular del feminismo.
Reconozco que esto podría generar algunas reacciones airadas. En Estados Unidos se encuentran las mejores universidades del mundo, los investigadores más brillantes, como lo demuestra el número de premios Nobel obtenidos, muy buenas orquestas, bibliotecas, museos, una sociedad civil vibrante, etc. Pero la triste realidad es que esas élites ya no son más que 20 por ciento de la población, en el mejor de los casos.
Y en cuanto a los asuntos internacionales, sin dudas está por debajo de 10 por ciento. Las noticias por televisión son la única fuente de información sobre asuntos internacionales en casi 80 por ciento de los casos. Los periódicos generalmente son solo locales, con excepción de unos pocos (The Wall Street Journal, The New York Times, Washington Post, Los Angeles Times, en total menos de 10), y suman como lectores a 35 por ciento de la población.
Solo hay que viajar al interior de Estados Unidos para descubrir dos hechos sorprendentes: es muy raro encontrar a alguien que sepa mínimamente de geografía e historia y todos están convencidos de que Estados Unidos ha estado ayudando a todo el mundo y que nadie lo agradece.
Una investigación de The New York Times determinó que los estadounidenses están convencidos de que su país ha asignado al menos 15 por ciento de su presupuesto a acciones de asistencia y filantropía. En los hechos, en las últimas décadas este monto ha estado por debajo de 0,75 por ciento.
Mientras tanto, cuenta con numerosos institutos de estudios internacionales del más alto nivel, brillantes analistas y un gran número de organizaciones no gubernamentales internacionales, pero solo 34 por ciento de los miembros del Senado y 38 por ciento de la Cámara de Representantes tienen pasaporte.
El país está dividido en dos mundos. Algo similar ocurre en todos los países. Por supuesto, en África o en Asia, esta división entre la élite y la población de clase baja es aún más extrema. Pero Estados Unidos es un país próspero, donde durante más de dos siglos se realizaron esfuerzos por la educación y la integración, en un país al que también se ha llamado “el crisol” y donde la gente está convencida de que son la mejor democracia del mundo, si no la única.
Por lo tanto, Trump tiene un electorado fácil y cautivo compuesto por firmes creyentes. Y no podremos entender por qué es así a menos que repasemos la historia de la política estadounidense, que de hecho es paralela a la historia política de Europa.
Entonces, lo siento, pero tendremos que entrar en un largo análisis, y esto es algo que falta en la actualidad en los medios de comunicación, en el que podemos dividir la reciente política estadounidense, de un modo aproximado, en tres ciclos históricos.
En el primero (1945-1981), desde el final de la segunda guerra, la clase política estaba convencida de que la prioridad era evitar una nueva guerra mundial. Para ello, se debían construir instituciones para la paz y la cooperación y las personas debían contentarse con su estado y su destino.
A nivel internacional, estaba el multilateralismo como una forma de negociar con participación y consenso y la cooperación internacional como un modo de ayudar a los países pobres a desarrollarse y reducir las desigualdades. Internamente, esto se hizo dando prioridad al trabajo sobre el capital.
Surgieron sindicatos fuertes y, en 1979, los ingresos del trabajo representaban 70 por ciento del ingreso total. Esa misma tendencia se vio en Europa, que tuvo una historia política paralela.
El segundo ciclo va de 1981 a 2009, cuando comenzó la presidencia de Barack Obama (2009-2017). El republicano Ronald Reagan (1981-1989), en nombre del mundo corporativo, comenzó la ola neoliberal. Empezó por cerrar el sindicato de los controladores de tráfico aéreo y siguió con el desmantelamiento de gran parte de la red social y de bienestar construida en las cuatro décadas precedentes, eliminando regulaciones, permitiendo la libre circulación de capitales, creando el libre comercio irrestricto, etc.
Eso condujo a la deslocalización de las fábricas, la declinación de los sindicatos y su capacidad de negociación y una reducción muy dolorosa de la participación de la fuerza laboral en la riqueza. Pasó de 70 por ciento en 1979 a 63 por ciento en 2014 y desde entonces sigue bajando.
Desigualdades sin precedentes se han tornado normales y son aceptadas. Hoy, en Live Nation Entertainment, una empresa de venta de boletos, un empleado que gana el salario medio de 24.000 dólares necesitaría 2.893 años para ganar los 70,6 millones de dólares que el año pasado ganó su presidente y director ejecutivo, Michael Rapino.
Reagan tenía su contraparte en Europa, la primera ministra británica Margaret Thatcher (1979-1990), quien desarmó sindicatos, ridiculizó el concepto de comunidad y bienes y objetivos comunes (no hay sociedad, solo hay individuos), seguida parcialmente por el canciller Gerard Schröeder (1998-2005) en Alemania.
La globalización se transformó en la nueva e indiscutible visión política, lejos de las rígidas ideologías que crearon el comunismo y el fascismo y que fueron responsables de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). El mercado beneficiaría a todos, resolvería todos los problemas. Los gobiernos debían mantenerse alejados y permitir que el mercado hiciera todo el trabajo.
A Reagan le siguió Bush padre, George H.W. Bush (1989-1993), quien de alguna manera moderó las políticas de Reagan. Si bien él inició la guerra con Iraq, no invadió todo el país. Y le sucedió un presidente demócrata, Bill Clinton (1993-2001), que no cuestionó toda la globalización neoliberal, sino que intentó manejarla, demostrando que la izquierda (en términos estadounidenses) podía ser incluso más eficiente que la derecha.
Para dar solo un ejemplo, fue Clinton quien completó la desregulación del sistema bancario, derogando la Ley Glass-Steagall, que establecía una separación entre las cajas de ahorros y los bancos de inversión. Esto hizo que miles de millones de dólares pasaran del ahorro a las inversiones, o la especulación.
Como resultado, actualmente los bancos consideran que la actividad de los clientes es menos lucrativa que las inversiones y las finanzas se han convertido en un sector totalmente separado de la producción de bienes y servicios.
En un día, hay 40 veces más transacciones financieras que productos de la industria y los servicios y las finanzas es el único sector de la actividad humana que no tiene ningún órgano de control internacional; los mercados son más importantes, en muchos casos, que el voto de los ciudadanos, por cuanto ellos deciden la viabilidad de un gobierno.
Además, se ha convertido en un sector sin ninguna ética. Desde la crisis financiera de 2008, los bancos han pagado la agónica cantidad de 321.000 millones de dólares en sanciones por actividades ilegales.
La convicción de Clinton de que la izquierda podía tener éxito también tuvo su contraparte en Europa, como Thatcher con Reagan. Fue el británico Tony Blair (1997-2007), quien fue capaz de construir un diseño teórico para explicar la sumisión de la izquierda a la globalización neoliberal. Se llamaba la Tercera Vía y, en los hechos, era una posición centrista que trató de conciliar la economía de centro derecha con las políticas sociales de centro izquierda.
Pero quedó claro que la globalización neoliberal estaba de hecho beneficiando solo a unos pocos y que el capital sin regulaciones se estaba convirtiendo en una amenaza. Las injusticias sociales iban en aumento y legiones de personas en las zonas rurales sentían que las ciudades se estaban apropiando de todos los ingresos, pensaban que la élite las ignoraba y los trabajadores desempleados, la clase media empobrecida, ya no sentían las viejas lealtades en la izquierda, que ahora era considerada como representativa de la élite y los profesionales.
En Estados Unidos, el Partido Demócrata, que ahora estaba también en la visión neoliberal con Clinton, comenzó a cambiar su agenda de la economía a los derechos humanos, defendiendo a las minorías, los afroamericanos, los inmigrantes y abogando por su inclusión en el sistema. La pelea ya no era entre las corporaciones y los sindicatos.
Y Obama fue el resultado de esa pelea, y él fue el campeón de los derechos humanos también como herramientas en los asuntos internacionales. De hecho, aunque tuvo una agenda brillante sobre los derechos humanos, hizo muy poco en el frente social y económico, más allá de la ley nacional sobre la salud.
Pero su alianza con las minorías y los blancos progresistas era su bagaje personal, que no pudo pasar a una figura emblemática del establishment como Hillary Clinton.
Esto condujo a una nueva situación en la política estadounidense. Los que quedaron fuera vieron la defensa de su identidad (y su pasado) como la nueva pelea, ahora que la división tradicional entre izquierda y derecha había menguado. La identidad religiosa, la identidad nacional, la lucha contra el sistema y los que son diferentes se convirtió en acción política.
Se debe señalar que el mismo proceso ha tenido lugar en Europa, en una situación cultural y social totalmente diferente. Los que quedaron fuera abandonaron el sistema político tradicional, para votar por aquellos que estaban en contra del sistema y prometían cambios radicales para restaurar las glorias del pasado.
Su mensaje era necesariamente nacionalista, porque denunciaban que todos los sistemas internacionales solo respaldaban a las élites, que eran los beneficiarios. También era necesario encontrar un chivo expiatorio, como los judíos en los años treinta. Los inmigrantes eran perfectos, porque traían miedo, pérdida de la identidad tradicional, una amenaza en un período de gran desempleo.
El nuevo mensaje político de los recién llegados era para elevar a los que quedaron fuera, a los que sentían miedo, a los que habían perdido toda confianza en la clase política, y prometía devolverles su soberanía, rechazar a los intrusos y sacar del poder a las viejas élites, los profesionales de la política, para conseguir personas reales.
Desde el final de la crisis global surgida en 2008 (que generó una situación social y económica aún más deteriorada), esos partidos, llamados populistas, comenzaron a crecer y ahora casi dominan el panorama político.
En Estados Unidos, los republicanos del Tea Party, legisladores radicales de derecha, pudieron cambiar el Partido Republicano desplazando a los conservadores llamados compasivos, porque tenían una preocupación social.
En Europa, los medios se sorprendieron al ver a los trabajadores votar por Marine Le Pen en Francia. Pero la izquierda había perdido toda legitimidad como representante de los grupos de menores ingresos; el cambio tecnológico hizo desaparecer las identidades sociales, como los trabajadores.
Y en tiempos de crisis, no había capacidad de redistribución. La izquierda está en medio de una crisis de identidad, de la cual no saldrá pronto.
Volvamos ahora a nuestros tiempos. En noviembre de 2016, para el asombro universal (y el suyo propio), Trump fue electo presidente. Y solo cuatro meses después, en marzo de 2017, el Brexit fue un rudo despertar para Europa.
Los resentidos y los temerosos acudieron a las urnas para sacar a Gran Bretaña de Europa. El hecho de que la campaña estuvo plagada de falsedades, algo reconocido por los ganadores después del referéndum, fue irrelevante. ¿Quién estuvo en contra del Brexit? El sistema financiero, las corporaciones internacionales, las grandes ciudades como Londres, los profesores universitarios… en otras palabras, el sistema. Más que suficiente.
Hemos agrupado deliberadamente a Estados Unidos y la Unión Europea (UE) para mostrar que la globalización tuvo un impacto global. Y Estados Unidos, que fue creador y garante del sistema internacional, comenzó a retirarse de él con Reagan, cuando sintió que se estaba convirtiendo en una camisa de fuerza.
Ahí comenzó el declive de la Organización de las Naciones Unidas (ONU): por iniciativa estadounidense, se quitó el comercio de la ONU y se creó la Organización Mundial del Comercio (OMC). La globalización tiene dos motores, el comercio y las finanzas, y ambos están fuera de la ONU, que se ha convertido en una institución para la salud, la educación, la infancia, la mujer y otros sectores no productivos, de acuerdo con el mercado.
No es coincidencia que ahora Trump esté luchando contra la globalización que Estados Unidos inventó, y uno de sus principales enemigos es la OMC.
Una antigua máxima es que las personas tienen el gobierno que merecen. Pero también debemos ser conscientes de que son empujadas por una nueva alianza: la alianza de la derecha alternativa.
Ella tiene el mismo objetivo en todos los países: “destruyamos lo que existe”. Esta red la alimentan al mismo tiempo Rusia y Estados Unidos. Los ideólogos de la derecha alternativa, como Steve Bannon, se dirigen al público europeo para fomentar el fin de la UE, con el claro apoyo de la Casa Blanca.
Los populistas en el poder, como Viktor Orbán en Hungría o Matteo Salvini en Italia (así como los que no están en el poder, como Le Pen), consideran todos a Trump y Putin como sus puntos de referencia. Salvini cerró su campaña electoral con la frase “Bien hecho, Putin, bien hecho, Trump”.
Estas alianzas son nuevas y se tornarán muy peligrosas.
Y ahora pasemos a Trump. Con todas las consideraciones anteriores, ahora puede entenderse por qué se lo debería considerar un síntoma y no una causa. Pero su personalidad juega un papel significativo. Tengamos en cuenta que no ha perdido ninguna batalla importante desde que asumió el poder. Ha podido asumir el control total del Partido Republicano, que ahora es, de hecho, el Partido de Trump.
En las primarias para las elecciones de noviembre de 2017 – en las que se cambiaron todos los escaños de la Cámara y la mitad del Senado-, Trump intervino para apoyar a los candidatos que le gustaban, y sus oponentes perdieron en todos los casos.
En Carolina del Sur, Katie Arrington, una legisladora conservadora del estado, le ganó a un oponente mucho más fuerte, Mark Sanford, después de un tuit de Trump. Ella declaró en su discurso de aceptación: Nuestro partido es el partido Trump.
El presidente sabe perfectamente lo que piensan sus votantes y siempre actúa de manera de fortalecer su apoyo, más allá de lo que haga. Se conoce su sexismo, ¿y ahora está involucrado en un escándalo con una estrella porno? Traslada la embajada en Israel a Jerusalén y ahora cuenta con el apoyo de los evangélicos, un grupo protestante muy numeroso y puritano, que son una fuente importante de votos. (Curiosamente, Guatemala y Paraguay, que decidieron trasladar sus embajadas a Jerusalén, también son países dirigidos por evangélicos.)
Según una encuesta de Pew de 2004, los evangélicos representaban 26,3 por ciento de la población, mientras que los católicos sumaban 22 por ciento y los protestantes tradicionales, 16 por ciento. Los evangélicos creen que las Escrituras deben seguirse literalmente y Jerusalén es la capital de Israel.
Trump se ha negado a dar a conocer sus ingresos e impuestos, y no se ha separado de sus compañías de manera formal. En Estados Unidos, esto generalmente es suficiente para presentar la renuncia.
Ha sacado de su gabinete a todos los representantes de las finanzas y la industria que puso a su llegada (para ser aceptado por el establishment), y los que puso en su lugar son todos halcones de derecha, muy eficientes, y ninguno de ellos es un tonto, desde John Bolton hasta Michael Pompeo.
Ha logrado poner como directora de la CIA (la Agencia Central de Inteligencia) a una mujer, Gina Hastel, notoria torturadora, con los votos de los demócratas. Se retiró de un tratado muy estructurado con Irán (y otros cuatro países principales), para llegar a un acuerdo totalmente incierto con Corea del Norte, lo que genera problemas con Japón, aliado estadounidense por definición.
Ha decidido ponerse del lado de Israel y Arabia Saudita contra Irán, porque esta medida cuenta con el apoyo de un gran sector de Estados Unidos.
Una de las principales razones por las que no se entienden sus medidas es porque (además del narcicismo) lo que lo mueve no son los valores, sino el dinero. Se ha peleado con todos los aliados históricos de Estados Unidos y ahora está planteando una guerra arancelaria con ellos, al mismo tiempo que comienza otra con China, simplemente por dinero.
Pero, aunque es errático, no es impredecible. Todo lo que ha hecho fue anunciado durante su campaña electoral. Y no cree que deba rendirle cuentas a nadie. Ha creado una relación directa con sus electores, pasando por alto a los medios.
Según el programa Fact Checker del Washington Post, desde que asumió el cargo ha dicho 3.000 mentiras. A nadie le importa. Muy pocos son capaces de juzgarlo.
Cuando un presidente de Estados Unidos anuncia que se retira del tratado con Irán “porque son el principal financiador del Estado Islámico y Al Qaeda” y no hay ninguna reacción pública, esa es una buena medida de la total ignorancia del pueblo estadounidense.
Los estadounidenses no tienen idea de que el islam está dividido en sunitas y chiitas, ni que los terroristas son sunitas y se basan en una interpretación extrema del islam, el wahabismo o salafismo. Los iraníes, que no son árabes, son chiitas, y son considerados apóstatas por los extremistas sunitas, y han perdido miles de hombres en la lucha contra el Estado Islámico.
Esta ignorancia le ayuda a Trump a tener a los votantes republicanos, bajo cualquier condición. Pasó de un 37 por ciento de aprobación al actual 44 por ciento; en el mismo momento de su presidencia, Obama bajó de 46 por ciento a 44 por ciento. En el Partido Republicano, su aprobación es de 82 por ciento.
Trump sabe perfectamente lo que sus votantes sienten y piensan. Esto alimenta su narcicismo. Después de la reunión con el norcoreano Kim Jong-un, en la conferencia de prensa, dijo: “No pienso que los presidentes anteriores hubieran tenido la misma capacidad”.
No tolera ninguna crítica o desacuerdo, como bien sabe su equipo. Como resultado, está rodeado de personas que dicen a todo que sí, más que cualquier presidente anterior. Su asistente para el comercio, Peter Navarro, declaró que debería haber un lugar especial en el infierno para los líderes extranjeros que no están de acuerdo con Trump, refiriéndose al primer ministro Justin Trudeau de Canadá.
Al comienzo de su presidencia, los rasgos de su personalidad fueron descritos por 1.500 psiquiatras estadounidenses como patológicos. La guerra de aranceles que acaba de iniciar con sus aliados más China, según la gran mayoría de los economistas, producirá una baja del crecimiento en todo el mundo.
Pero en Estados Unidos nadie reacciona. Todo esto es irrelevante para sus votantes. Ahora tiene una tasa de fidelidad de 92 por ciento, la más alta desde que Estados Unidos existe.
Al considerar todo lo que ha hecho en menos de dos años en contra del orden existente, nos hace pensar que el peligro real es que gobierne un segundo mandato y se vaya recién en 2024.
Para entonces, los cambios en la ética y el estilo serán realmente irreversibles. Hay muchos candidatos en varios países que lo consideran un ejemplo político. Sin dudas, podrá cambiar el mundo en el que hemos crecido y que, con muchas fallas, ha sido capaz de traer el crecimiento y la paz.
Es verdad que el sistema político tradicional necesita una actualización radical y que no parece poder hacerlo. Tenemos que volver a la división histórica e inevitable entre los que quieren cambio y justicia y los que no lo quieren.
Si bien es difícil prever cómo un mundo basado en el nacionalismo y la xenofobia podrá vivir sin conflictos, ahora con la fuerte suba del costo de los armamentos en todo el mundo, y con muchos otros problemas mundiales, desde el cambio climático hasta la ausencia de políticas para la migración, mientras que la deuda mundial se ha convertido en 10 años en 225 por ciento del producto interno bruto (PIB), lo que sí sabemos es que el mundo que salió de la Segunda Guerra Mundial, basado en la idea de paz y desarrollo, el mundo que está en nuestras constituciones, ese mundo desaparecerá.
Y la democracia puede ser una herramienta perfecta para legitimar a un dictador. Es lo que está sucediendo en Rusia, Turquía, Hungría, Polonia: un autócrata gana las elecciones. Luego comienza a hacer cambios en la constitución, para tener más poder. Un tercer paso es ubicar a todos sus compinches en las instituciones, reducir la independencia de la justicia, controlar los medios de comunicación, y así sucesivamente. El cuarto paso es actuar en nombre de la mayoría, contra las minorías.
Esto no es nuevo en la historia. Rudolf Hitler y Benito Mussolini al principio fueron elegidos. Son muchos los “hombres de la providencia” que cierran filas…
Periodista italo-argentino, Roberto Savio fue cofundador y director general de Inter Press Service (IPS), de la que ahora es presidente emérito. En los últimos años también fundó Other News, un servicio que proporciona “información que los mercados eliminan”.
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