La facilidad con la que se recurre al término
crisis en los discursos contemporáneos no es tanto una prueba de rigor en el “diagnóstico de nuestra situación” como de resignación ante “una forma difusa de hablar”. El historiador alemán Reinhart Koselleck, fallecido en 2006, no relaciona esta sugerente observación con el momento que atraviesa la construcción europea, sino que la sitúa en el contexto más amplio del uso y el abuso de una nómina de conceptos como progreso, decadencia, enemigo o revolución, que han influido en la percepción de los fenómenos políticos y sociales a lo largo de los siglos, y que han determinado, por ello, la manera de abordarlos desde los instrumentos que ofrece el poder. En el libro póstumo
Historias de conceptos (Trotta), Koselleck identifica hasta tres sentidos distintos de
crisis, los tres fruto de las grandes transformaciones ideológicas que ha ido experimentando Europa desde la Edad Media y los tres vigentes en la actualidad.
En su etimología griega,
crisis aludía, según Koselleck, a una “resolución definitiva, irrevocable”, e “implicaba alternativas extremas que ya no permitían ninguna revisión: triunfo o fracaso, justicia o injusticia, vida o muerte, en definitiva, la salvación o la condena”. Al incorporarse a las lenguas vernáculas europeas, el término va perdiendo esta univocidad originaria y, siempre según Koselleck, “se registra una creciente y gradual expansión” de su significado. Una primera acepción, un primer sentido que habría adquirido el término
crisis erigiría a la historia en tribunal de última instancia que dicta la “resolución definitiva, irrevocable” del devenir humano. A esta primera acepción, a este primer sentido se añadiría un segundo en el que
crisis haría referencia a la acumulación de conflictos que, “resquebrajando el sistema, se unen para dar lugar a un nuevo contexto” y provocan “la superación del umbral de una época”. La última acepción, el tercer y último sentido que identifica Koselleck, aludiría al acabamiento de todo, al Apocalipsis. “Es un puro concepto de futuro”, escribe, “y apunta a una resolución final”.
El trágico fracaso de las grandes utopías concebidas en el siglo XIX y llevadas a la práctica en el XX parecía haber desacreditado el primer sentido del término
crisis apuntado por Koselleck. Apelar hoy a la historia como tribunal de última instancia evoca de inmediato la coartada en la que coincidieron los totalitarismos de distinto signo para justificar sus atrocidades, y tiñe de sospecha los propósitos de cualquier gobernante que remita el juicio sobre sus acciones al momento en el que estas agoten sus resultados. La sospecha se reveló fundada en algunos acontecimientos de la última década como la guerra de Irak, donde el programa de democratizar el mundo mediante las armas fue orgullosamente enarbolado para justificar una agresión militar y su inevitable cortejo de muerte y destrucción. Puesto que se trataba de una guerra, es decir, de la más grave, de la más trascendental decisión que puede adoptar el poder político, invitaba implícitamente a extraer la equívoca conclusión de que el primer sentido del término
crisis apuntado por Koselleck solo estaría presente en circunstancias donde lo que está en juego es la legitimidad o la ilegitimidad del recurso a la fuerza.
“Política de austeridad” es un eufemismo, el acta de defunción de la solidaridad como valor inspirador de la Unión
Como están demostrando las políticas europeas para hacer frente a la más difícil coyuntura económica desde 1929, la tragedia excepcional de ayer estaría ocultando el drama cotidiano de hoy. Los Gobiernos de la Unión parecen haber perdido de vista que, aun no tratándose del recurso a la fuerza, aun no tratándose de la situación extrema de una guerra, están gestionando la economía desde el primer sentido del término
crisis apuntado por Koselleck; esto es, están remitiendo el juicio sobre sus acciones al momento en el que estas agoten sus resultados. Cada recorte del gasto público que arroja a la exclusión y la miseria a millones de ciudadanos europeos; cada gesto de indiferencia de los Gobiernos y las instituciones comunes hacia la angustia y el sufrimiento provocado por la bancarrota de países como Grecia, Irlanda y Portugal, a los que podían seguir otros como España o Italia; cada decisión adoptada bajo el paraguas de la denominada “política de austeridad” —en realidad, un eufemismo apenas velado para designar el acta de defunción de la solidaridad como valor inspirador de la Unión—, exige erigir a la historia en tribunal de última instancia para juzgar lo que se está haciendo.
Quién sabe lo que dirá la historia de la “política de austeridad”, si es que la historia fuese una criatura capaz de tomar la palabra por sí misma y no a través de sus ventrílocuos nunca inocentes. Lo que sí se sabe, lo que sí está ya demostrado, es que remitir el juicio sobre la “política de austeridad” al tribunal de última instancia de la historia, remitirlo a la prosperidad que se supone que habrá de producir en un futuro más próximo o más lejano, está permitiendo a los Gobiernos desentenderse de la suerte de quienes desean lo mismo que cualquier ser humano en cualquier lugar del mundo, y se encuentran con que de un día para otro no pueden garantizar a sus hijos ni siquiera el alimento y el techo bajo el que viven. Las políticas que se apliquen podrán ser unas u otras, como también serán unos u otros sus efectos económicos, tanto inmediatos como diferidos, y por eso es preciso que los Gobiernos actúen con equidad y discernimiento. Pero que el poder político, que los Gobiernos se desentiendan de la suerte de los ciudadanos afectados por esas políticas, que deje de tenerlos presentes salvo en la retórica necesaria para no hundirse en las encuestas y en las citas electorales, abre un abismo moral donde la desesperación cebará el nihilismo que solo aspira a destruir lo que existe sin importar lo que haya de venir después.
Los europeos que votaron contra la Constitución se sintieron estafados cuando sus líderes siguieron adelante pese al rechazo
Mientras duró el tiempo de bonanza, la Unión Europea adoptó la mayor parte de sus decisiones instalándose en el segundo sentido del término
crisis. No sin cierta frivolidad, solía repetirse desde los Gobiernos y las instituciones comunes que el proyecto de la Europa unida siempre había avanzado a golpe de crisis; en palabras de Koselleck, mediante la acumulación de conflictos que, “resquebrajando el sistema, se unen para dar lugar a un nuevo contexto” y provocan “la superación del umbral de una época”. La ventaja de que la Unión Europea adoptara la mayor parte de las decisiones instalándose en este segundo sentido del término crisis es que concedía simultánea carta de naturaleza al optimismo y al progreso. Era, en efecto, una ventaja porque sin la concurrencia de ambas premisas, sin optimismo y sin confianza en el progreso, habría resultado difícil, cuando no imposible, que los antiguos enemigos en el conflicto más devastador de todos los tiempos, la Segunda Guerra Mundial, aceptasen comprometerse en un ambicioso proyecto de integración. Pero era también un inconveniente, un formidable aunque subrepticio inconveniente, puesto que inducía en los Gobiernos y las instituciones comunes la idea de que las dificultades, de que las crisis surgidas en el proceso de la construcción europea, estaban abocadas a un desenlace siempre feliz. O una vez más en palabras de Koselleck, estaban inexorablemente abocadas al alumbramiento de “un nuevo contexto”, a la constante “superación del umbral de una época”.
El optimismo y la confianza en el progreso que derivaba de la adopción por parte de los Gobiernos y las instituciones comunes del segundo sentido del término
crisis apuntado por Koselleck explica la burocratización del proyecto europeo que ha denunciado, entre otros, Hans Magnus Enzensberger. En
El gentil monstruo de Bruselas o Europa bajo tutela (Anagrama), Enzensberger reproduce, o finge literariamente reproducir, las preguntas y las críticas que dirige a un funcionario de la Comisión. De no tomar en consideración el optimismo y la confianza en el progreso en que se inspiran las respuestas, parecerían el soliloquio circular de un enajenado para quien el rumbo prefijado de la Unión Europea hacia su completa realización no exige
decidir ante los obstáculos que sobrevengan, sino tan solo
gestionar. La quiebra de Lehman Brothers y el inicio de los ataques especulativos contra el euro han puesto de manifiesto que, para que el proyecto de la Europa unida no fracase, para que alcance un desenlace feliz, es preciso decidir además de gestionar. Pero han puesto de manifiesto otra cosa, quizá más relevante: el optimismo y la confianza en el progreso desactivaron durante mucho tiempo las alarmas que debían haber saltado ante algunos obstáculos sobrevenidos en el proceso de construcción de la Europa unida.
La acepción de ‘crisis’ que está apareciendo no es la que augura un nuevo contexto sino la de Apocalipsis
Tal vez el obstáculo más grave, el obstáculo que no fue preámbulo de “un nuevo contexto” ni de la “superación del umbral de una época”, según el segundo sentido del término crisis apuntado por Koselleck, fue el rechazo de la Constitución europea en los referendos populares celebrados en Francia y en Holanda. Desechar el farragoso texto elaborado por la comisión que presidió Giscard d’Estaing no habría dejado una huella tan profunda si, en lugar de improvisar los pasos siguientes por vías de hecho, el Consejo Europeo hubiese adoptado como principal preocupación reconducir el proceso de construcción de la Europa unida a los procedimientos pactados, tanto entre los Estados miembro como entre estos y sus ciudadanos. Los europeos a los que se había solicitado el voto en los referendos sobre la Constitución se sintieron víctimas de una estafa por parte de sus líderes, que decidieron seguir adelante a pesar del rechazo expresado en las urnas y, además, jactándose de haber encontrado un camino, plasmado finalmente en el Tratado de Lisboa, que sorteaba el refrendo popular y prescindía de él.
El Tratado de Lisboa fue la criatura surgida de un precedente, convalidado al iniciarse los ataques especulativos contra el euro, por el que la voluntad de los líderes europeos comenzó a prevalecer sobre los procedimientos pactados. Hoy ese precedente está convirtiendo a la Unión, y más en concreto a la eurozona, en un espacio regido por lo que Jürgen Habermas considera en
La constitución de Europa (Trotta) simples acuerdos internacionales al estilo clásico, que “poco tienen que ver con la formación de una voluntad política común de la Unión Europea”. Para hacer frente a los ataques especulativos contra el euro, la Alemania de Merkel y la Francia de Sarkozy, aunque no así la de Hollande, se erigieron en dueños absolutos de la situación y han venido imponiendo unilateralmente su criterio al resto de los miembros de la Unión. Entre las múltiples consecuencias que ha acarreado esta suplantación de los procedimientos pactados por la imposición del criterio de los líderes europeos, de algunos líderes europeos, hay una que remite a la reflexión de Koselleck en
Historias de conceptos. La acepción, el sentido del término crisis que está haciendo acto de aparición en Europa, y también en el ánimo de los europeos, no es ya el que erigía a la historia en tribunal de última instancia ni tampoco el que auguraba el alumbramiento de “un nuevo contexto” y la “superación del umbral de una época”. Es la tercera acepción, el tercer sentido del término crisis, que Koselleck caracterizaba como acabamiento de todo, como Apocalipsis, el que está ganando un inquietante terreno.
Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social. Reinhart Koselleck. Traducción de Luis Fernández Torres. Trotta. Madrid, 2012. 320 páginas. 22 euros.
La constitución de Europa. Jürgen Habermas. Traducción de Javier Aguirre Román, Eduardo Mendieta, María Herrera, Francesc Jesús Hernández i Dobon, Benno Herzog y José María Carabante Muntada. Trotta. Madrid, 2012. 128 páginas. 15 euros.
El fin del optimismo | Cultura | EL PAÍS
el dispreciau dice: La Guerra Fría dejó temibles lecciones, la mayoría de ellas no aprendidas, ni siquiera asumidas, no obstante ello, Europa entendió la necesidad de "unirse" y lo hizo como supo, como pudo, como entendió que debía hacerlo, pero, las evidencias indican que las segundas intenciones han deformado la esencia de la iniciativa. A estas alturas de un mundo atrapado en sutilezas y con políticos de "cuarta", nada es esperable, sin embargo en su momento, otro paisaje era esperable... lamentablemente no se dió. A pesar de la caída del Muro de Berlín, otros muros nacieron manipulados por criterios corporativos insoportables, que se reiteran de manera oportunista intentando justificar lo injustificable. Esta vez, han producido tanto daño social que éste (daño) se torna irreparable. Justificando las deudas de países a los que se les ha inducido zozobra, se han fabricado circunstancias que diezman sociedades y no resuelven problema alguna, ya que según las matemáticas, 2+2= debería ser 4, aunque no siempre, según quien manipule el crédito, quien maneje la deuda, qué sobres pasen bajo las mesas, qué intereses se muevan por los laterales, y nuevos y espantosos etcéteras de una economía colonialista por excelencia, que no ha aprendido a vivir de sus capacidades, sino robando a los otros más débiles. Eso que le sirvió a los reinos y sus perversidades, hoy aparece como una receta "nula" donde aquel 2 + 2 dará cualquier resultado perjudicial para las gentes. La primera lección no aprendida de la Guerra Fría es que las manipulaciones políticas ya no tienen espacio luego de la caída del muro de Berlín... pero la segunda, y tal vez la más importante, es que la saturación de las variables matemáticas da una inversión geométrica de los resultados, por lo tanto, si lo que se pretende es dañar a la economía de un país débil, la resultante dará daños mayores en todas direcciones que harán de la gente (sociedad, pueblo, grupo, tribu) una bomba de tiempo que dará vuelta cualquier resultante de los empecinamientos. Los banqueros judíos de la segunda guerra mundial no aprendieron lección alguna, apenas si manipularon la realidad para adecuarla a sus intereses... y los resultados están a la vista... Europa está a punto de estallar en mil pedazos, del mismo modo que Estados Unidos de Norteamérica recibirá un tsunami inesperado que lo arrasará implacablemente... sin embargo, peor aún, el Reino Unido de Gran Bretaña, padecerá más que los dos anteriores y ello ocasionará un daño de magnitud al resto del mundo que contiene colonias disfrazadas de repúblicas. Traducido, la receta no da para más... el mercado que alimentó a las corporaciones no existe más, e irá consumiéndose más rápido o más despacio sin regresar jamás... y al mismo ritmo crecerán los pobres, los marginados y los indigentes sociales consecuentes a recetas estúpidas gestionadas por idiotas con cara de feliz de cumpleaños e intenso poder político viciado de nulidad... de hecho, España es un buen ejemplo de lo que no se debe (debería) hacer... esto es, si tienes un Gobierno socialista, la sociedad debe exigir una economía al tono, ya que de no ser así, el regreso a criterios conservadores derivará en resultados pavorosos, tal se los puede apreciar... el socialismo no suele entender las lecturas de la realidad, pero el resto de los paisajes políticos ni siquiera guardan capacidades para comprender las consecuencias sociales de sus decisiones e imposiciones. Europa está envuelta en un desconcierto espantoso... nada distinto a lo que ocurre en el resto del mundo humano... y mientras el empecinamiento domine las visiones, el abismo se hará cada vez más profundo... no para los países, sí para las personas que nada hicieron para merecer semejante daño. Mayo 27, 2012.-