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- Ganado vacuno a lo largo de la carretera Transamazónica, en el este de la Amazonia de Brasil, donde extensas tierras fueron deforestadas para la ganadería. La construcción cercana de la central hidroeléctrica de Belo Monte, en el río Xingu, estimuló la expansión de la actividad al atraer miles de nuevos pobladores en las ciudades vecinas y pavimentar parte de la carretera. Crédito: Mario Osava/IPS
- En muchas estaciones de servicio en Brasil hay surtidores de etanol, además de gasolina. Pero el desarrollo del biocombustible a partir de la caña de azúcar enfrenta, entre otros obstáculos, los intereses del sector del petróleo interno, sobre todo desde el descubrimiento de las grandes reservas en la plataforma marítima bajo la capa de sal, conocidas como presal. Crédito: Mario Osava/IPS
Alimentación y agricultura, América Latina y el Caribe, Análisis, Cambio climático, Conflictos armados, Crimen y justicia,Destacados, Globalización, Las elegidas de la redacción, Mundo, Últimas Noticias
Opciones fatales, la humanidad enredada en sus propias trampas
- La violencia urbana y el cambio climático desnudaron como verdugos a algunos instrumentos que las sociedades modernas adoptaron como palancas de su bienestar: las armas ligeras, las cárceles, la gasolina y la ganadería vacuna.
El caso extremo es el de Estados Unidos, donde la opción por las armas de fuego como instrumento de defensa está inmolando los estudiantes, por homicidio a unos centenares y a millones por el miedo.
Los tiroteos en las escuelas estadounidenses, ya epidémicas, suman más de uno por semana lo que va del año. Se destacan por su visibilidad mediática, la conmoción provocada y la patológica idolatría de las armas que se cultiva en el país.
A esa elección fatal (del uso de las armas de fuego para defensa personal y seguridad pública), la historia humana agregó otras, como el uso del petróleo en la propulsión vehicular en lugar de la electricidad más eficiente, la carne vacuna como fuente de proteína y la cárcel como sistema de castigo de delitos graves.
Pero en cantidad de muertos las campeonas son otras, las calles y hogares brasileños y latinoamericanos.
La violencia armada cuesta 526.000 vidas al año en todo el mundo y mucho más heridos, según la Red Internacional de Acción contra las Armas Ligeras.
América Latina concentra un tercio de esos homicidios, aun teniendo solo ocho por ciento de la población mundial, según el brasileño y no gubernamental Instituto Igarapé, dedicado a estudiar asuntos de seguridad pública y justicia.
Brasil, con 2,7 por ciento de la población mundial, responde por 12 por ciento de los asesinatos, de los cuales 72,9 por ciento cometidos con armas de fuego.
El cáncer y las enfermedades cardíacas o pulmonares matan mucho más, decenas de millones al año en el mundo, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), pero las balas diezman principalmente vidas jóvenes, saludables, con muchas décadas de futuro perdidas.
Esa tragedia universal se armó en la medida que la humanidad adoptó para la defensa personal y la seguridad pública a las armas de fuego que se desarrollaron para la guerra y la caza, probadas en el exterminio de poblaciones nativas en las colonizaciones europeas. El efecto fue al revés, una población indefensa.
A esa elección fatal, la historia humana agregó otras, como el uso del petróleo en la propulsión vehicular en lugar de la electricidad más eficiente, la carne vacuna como fuente de proteína y la cárcel como sistema de castigo de delitos graves.
Son cosas que ya existían y se conocían desde mucho antes, pero que se hicieron dominantes en los últimos siglos, con la colonización europea de otros continentes, la explosión demográfica y la urbanización.
Las trampas solo se evidenciaron en las últimas décadas, con la emergencia del cambio climático y de la violencia urbana.
La gasolina no fue la primera alternativa para los automóviles, inicialmente impulsados a vapor, como los trenes, y electricidad, en fines del siglo XIX. El derivado de petróleo solo se impuso dos décadas después, por facilidades de abastecimiento.
Se ignoró la ineficiencia de los motores a combustión interna, que aprovecha solo un tercio de la energía generada, y se toleró la contaminación hasta que la trampa se vistió de suicidio humano por el cambio climático.
La vuelta al vehículo eléctrico, en condiciones muy distintas, parece una solución, pero se trata de un proceso lento, que exige sustituir una inmensa estructura de producción y servicios, alimentando temores de que sea demasiado tarde.
Si se duda de las ventajas de la electricidad, basta imaginarse transportarse en un ascensor impulsado por un motor a gasolina o diesel. La necesidad de eficiencia energética en tiempos de crisis ambiental y climática condena las fuentes fósiles.
En Brasil, la resistencia al cambio cuenta con un factor adicional.
El sector petrolero se amplió desde 2006 con los yacimientos descubiertos en el lecho marino, bajo la capa de sal (presal) del océano Atlántico,mientras que habría que sacrificar la industria del etanol, derivado de la caña de azúcar, cultivo que ocupa nueve millones de hectáreas y genera un millón de empleos en el país.
El cambio climático también alzó la bandera amarilla para la ganadería vacuna, que acapara 80 por ciento de las tierras agrícolas del mundo, según la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), al sumar el área que produce su alimentación, además de los pastizales.
Es la actividad que más promueve la deforestación en muchos lugares, como la Amazonia brasileña, y está en franca expansión, fomentada por el aumento del consumo en China y otros países asiáticos. La carne de res suele enriquecer la dieta de los pueblos de ingresos en ascenso.
No hay aquí alternativas, como las hay en energía. Al revés, es la carne vacuna la que va sustituyendo otros alimentos más sostenibles, como otras variedades cárnicas y el pescado.
Ello pese a su baja conversión alimenticia, el indicador que mide el engorde del animal por el alimento que recibe durante un periodo, dado que consume siete kilogramos para producir uno, cuatro veces más que el pollo.
En Brasil la ganadería responde por más de 80 por ciento de la deforestación, según el informe de la FAO sobre el Estado de los Bosques del Mundo 2016. Se estima que la actividad ya degradó 60 millones de hectáreas, una extensión similar a la que hace del país el tercer productor mundial de granos.
La contaminación del aire provoca siete millones de muertos anuales en el mundo y afecta a 90 por ciento de la población, según la OMS. El cambio climático no tiene efectos mensurables en muertos, pero sus posibles eventos extremos ocasionan crecientes víctimas fatales en todas las regiones.
Petróleo y ganadería se incluyen entre los principales factores de esa destrucción masiva de vidas. Pero son causas indirectas. Las armas suenan más amenazadoras aun matando menos.
La crisis de seguridad pública en muchos países señala una omisión tecnológica. Es raro, como mínimo, que esa área crítica de la vida social no tenga instrumentos propios para su ejercicio y se siga recurriendo en los conflictos a las armas bélicas que al final diseminan inseguridad.
No se desarrolló una tecnología de armas no letales, efectivamente defensivas y eficientes, que permitan inmovilizar o volver inofensivo al oponente. Se hizo algo, con gases y choques eléctricos, sin despertar confianza. Poco para el siglo XXI.
Cualquiera que haya disparado una pistola sabe lo difícil que es dar en el objetivo si no es a quemarropa. En los tiroteos callejeros, frecuentes en Río de Janeiro entre policía y narcotraficantes, se disparan centenares o miles de veces, casi siempre sin herir a nadie.
Las “balas perdidas”, eso sí, ya provocaron muchas víctimas, confirmando como disfuncional el arma de fuego personal, que se perfeccionó en pistolas y fusiles de repetición, las metralletas, pero sigue básicamente el mismo conjunto de cañón, mecanismo detonador, pólvora y proyectil de cinco décadas atrás.
Paralelamente la humanidad eligió adoptar las mazmorras medievales como forma única de castigo para el crimen, con escasas excepciones.
Es un contrasentido encarcelar alguien que cometió un delito ambiental, capturando pájaros o talando árboles protegidos, y políticos corruptos de la misma forma que asesinos contumaces y narcotraficantes.
La era de la diversidad no llegó al sistema penal y judicial. La furia encarceladora multiplicó por ocho los presos en Brasil entre 1990 y 2016 cuando alcanzaron 726.712 (0,35 por ciento de la población nacional, de 207 millones entonces).
Aun así es un tercio del total estadounidense.
Pero en Brasil las cárceles encubaron las organizaciones criminales del narcotráfico, cuya jefatura tiene en su interior sus bases, y son centro de muchos crímenes conducidos por teléfonos celulares cuya entrada las autoridades no logran impedir.
Edición: Estrella Gutiérrez
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