El impuesto al Sol y la teoría de los gorrones
Bien está que se desactiven los obstáculos al progreso renovable. Hagámoslo sin crear una capa espesa de 'free riders' (polizontes) que se benefician de infraeestructuras o servicios a los que no contribuyen
Teresa Ribera, ministra de Medio Ambiente, Clima y Energía
Tiempo le faltó a la ministra de Transición Energética, Teresa Ribera, después de su nombramiento para anunciar su intención de suprimir el llamado “impuesto al Sol” que, a pesar de su nombre restrictivo, afecta a todas las energías renovables, aunque la solar termoeléctrica sea más asequible para los consumidores. Bien es verdad que la declaración de la ministra fue genérica, de ese tipo de manifestaciones que responden tanto a la euforia del momento como a la inteligencia de marcar la profundidad del cambio respecto a una administración anterior, en cuyo legado energético se mezclan alocadamente la confusión, el enfrentamiento con Europa y los errores de bulto. Ahora bien, el impuesto al Sol, como otras cuestiones capitales en la estructura energética española, requiere algo más que una declaración de intenciones para marcar territorio; exige mucha reflexión y un montón de detalles. Y, de paso, un esfuerzo didáctico sobre el recibo de la luz.
El llamado impuesto al Sol (en adelante seguiremos aludiendo al Sol, aunque debe quedar claro que los argumentos son aplicables al mercado renovable) es un gravamen o peaje de respaldo que se impone a quienes disponen de plantas solares para suministrarse de energía doméstica o industrial. Pero no se trata de una exacción injustificada, sino la contrapartida al derecho a conectarse con la red general que tiene el consumidor cuando se nubla el Sol. Si el usuario solar quiere tener garantizado el suministro eléctrico cuando el cielo está encapotado, lo lógico es que contribuya al pago de los llamados peajes, es decir, la parte de la tarifa que no depende de la fijación del precio de la electricidad a través de un mercado, sino que financia los costes asociados a las redes de distribución (redes de alta y baja tensión), más los intereses de la deuda tarifaria, más las obligaciones que se pagan a las renovables más el suministro de luz a las islas (Baleares y Canarias).
Si acaso se suprimiera el impuesto, como también propone sin más la Comisión Europea, sería conveniente mencionar cuál es la financiación sustitutiva. Habría que explicar a los consumidores —en el caso de que se mantuviera la estructura actual de tarifas— que el coste de los peajes sería cubierto solo por quienes no tienen placas solares. Los que sí tienen placas, posesión que es signo indirecto de mayor renta, no pagarían, a pesar de que utilizan a discreción la red común. Menos a pagar significa factura individual más alta. Lo cual no dejaría de ser una soleada injusticia.
Cosa distinta es cuál es la carga imputable a la autoproducción solar. Puesto que los peajes están acrecentados de forma artificial (déficit de tarifa, insulares, etcétera), parecería razonable imputar a los consumidores solares solo la parte proporcional de los costes en los que incurren cuando se conectan; serían exactamente los costes de distribución y transporte de la electricidad de que ellos se benefician y que ascienden a unos 7.200 millones anuales. Si se llegara a un acuerdo de esa naturaleza ya no estaríamos ante una derogación de la tasa, sino frente a una reforma con límites razonables.
Bien está que se desactiven los obstáculos al progreso renovable. Hagámoslo sin crear una capa espesa de free riders (polizontes) que se benefician de infraestructuras o servicios ajenos. En España el término aceptado es gorrones.
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