Referéndum y cultura de la izquierda
Desautorizar la vía que sigue la actual presidencia de la Generalitat no significa que no tengamos nada que decir. Hay cinco puntos que plasman el pensar de un gran sector político en España
EDUARDO ESTRADA
Cataluña vive hoy en un mar de confusiones. La primera y más patética es haber situado un problema insoluble en el centro del debate público y de la vida oficial catalana y española. Ni Cataluña puede presentarse al mundo como una nación oprimida, ni el sistema político español puede ser definido con la palabra vacía de autoritario o despótico. Lo demuestra de manera suficiente que las fuerzas que utilizan estas expresiones simplificadoras participan de la vida parlamentaria, exponen sus posiciones en el debate público y presentan, si es necesario, una moción de censura al partido que gobierna.
España es, no hace falta decirlo, una democracia perfectible y necesitada de reformas que van más allá de la cosmética. Precisa, ciertamente, de reformas políticas y del régimen autonómico del mismo modo que las necesita en otros muchos terrenos. No es difícil enumerarlas: reformas en el sistema educativo; reformas para asegurar mejores condiciones de vida y un trabajo menos precario a franjas muy amplias de la población; reformas para facilitar el acceso a una vivienda digna; reformas para incrementar recursos y mejorar la gestión del sistema de bienestar y salud pública. En definitiva, España necesita reformas radicales en todo lo que tiende a incrementar la igualdad social, la transparencia y la pulcritud en el uso de los recursos públicos. Si la actual mayoría parlamentaria del Partido Popular y Ciudadanos no es capaz de canalizar las aspiraciones que mencionábamos, el deber de la izquierda es movilizar y hacer política para desplazarlos, promover el debate público, convencer a la ciudadanía, ganar las elecciones y formar Gobierno. Esta y no otra es la vía de la democracia y la vía europea en lo que tiene de mejor y más fecundo. La secesión que se nos propone es la vía de un Brexit casero y de una forma de conflicto que, gane quien gane, no fortalecerá la democracia ni la libertad. Ya tenemos suficientes indicios de esto último en el secreto y la alevosía con los que el Gobierno de la Generalitat actúa en sede parlamentaria y en los medios subvencionados.
Por todo ello, concentrar todas las energías en una propuesta contraria a la Constitución que asegura en última instancia el ejercicio de las libertades es un error lamentable que pagaremos caro. Se puede decir de otro modo: es hacer el juego a los nacionalistas catalanes y, de paso, a los nacionalistas españoles, a los que piensan que la nación —tal como ellos la ven— tiene unos derechos que deben prevalecer por encima del debate público y de la propia democracia. Europa aprendió con un coste enorme el precio del nacionalismo. Los fantasmas del pasado tendrían que advertirnos del peligro de absurdas repeticiones del drama hispánico, que ahora será de manera inevitable una farsa.
Ahora bien, desautorizar la vía que sigue la actual presidencia de la Generalitat, en un abuso clarísimo del propio mandato parlamentario y de la precaria mayoría y ley electoral que lo sostiene, no significa que no tengamos nada que decir sobre el actual momento político que vive el país. Lo sintetizo en los siguientes puntos:
Primero. La izquierda no tiene por enemigos ni a la democracia española ni a la democracia europea. Aspira y aspirará a entenderse con todas las fuerzas que pueden contribuir a mejorar, reformar lo que sea necesario y fomentar el entendimiento colectivo sobre los valores de libertad, igualdad y solidaridad que le son propios. El lenguaje y la construcción de la idea de un enemigo eterno o de la nación —sea la que sea— por encima de todo le son completamente ajenos.
Hay que aprender lo que significó el nacionalismo y los hechos consumados en la Europa de 1930
Segundo. La izquierda catalana está comprometida desde siempre con la defensa de la identidad nacional, la lengua y el respeto a la diferencia de los catalanes y otras sociedades próximas y lejanas. La izquierda socialista tiene que aprender, además, la lección de qué significaron el nacionalismo y las políticas de hechos consumados para la Europa de los años treinta. Sin falsos espejismos políticos, la izquierda catalana se siente sólidamente solidaria y unida, además, a todos los que defienden la lengua y cultura catalanas en Baleares y el País Valenciano, de los que no queremos separarnos con decisiones que les son del todo ajenas.
Tercero. El actual debate sobre la independencia y la tapadera que lo disfraza de un referéndum no garantizan la identificación de los problemas materiales (flujos fiscales, infraestructuras y equipamientos), el desarrollo federal de la autonomía o los problemas simbólicos de una sociedad que sufrió una opresión particular e intensa durante las dos dictaduras españolas del siglo XX. Estos problemas no se resolverán con una votación. Es la labor de un debate público que nos ha sido secuestrado, que necesita de políticas inteligentes y de alianzas y complicidades constantes, lo más amplias posibles. El cambio de los últimos 40 años demuestra que esto es posible. Prometer paraísos para el día siguiente no compromete a nada en particular, más allá de manipular sobradamente las emociones de muchos ciudadanos y ciudadanas que quieren una solución.
Cuarto. Por todo ello, hay que negarse a aceptar que los valores de la izquierda impliquen rendirse a un debate con las cartas marcadas y empapado de nacionalismo, claudicar de un debate público imposible, enfrentarnos con el resto de los españoles e imponer la salida inevitable de la Unión Europea. En ninguna de estas soluciones la izquierda tiene nada que ganar, pone en peligro conquistas consolidadas en el orden político y social y constituye una grave amenaza de futuro.
La actual deriva independentista crea una grave división entre los catalanes
Quinto. Finalmente, queremos advertir de la grave división de los catalanes y catalanas que supone la actual deriva independentista y nacionalista en Cataluña. El paliativo no puede ser un referéndum que, gane quien gane, habrá tenido la responsabilidad de dividir a los catalanes y españoles, de hacernos más tribales y menos civilizadamente deliberativos. Un referéndum que dificultará todavía más aquellas reformas que pueden hacer más libres y solidarios los futuros de los pueblos de España y de Europa, de una comunidad que con las lenguas y hablas de cada cual seguirá inevitablemente unida el día siguiente de una fractura estéril y prescindible.
Cuando los catalanes recordamos el exilio del presidente Lluís Companys, Pompeu Fabra o Pere Bosch Gimpera, no podemos evitar como demócratas recordar a su vez el de Juan Negrín, Manuel Azaña y Antonio Machado.
Josep M. Fradera es catedrático de Historia de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.
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