El pastor que camina entre fusiles y narcos
La iglesia evangélica adoctrina en los peores barrios de Río, donde nadie más llega
El pastor André Assis llega con su Biblia al corazón del narco de Río. ALAN LIMA
Río de Janeiro
Hay lugares dejados de la mano de Dios adonde sí llegan sus pastores. Es viernes de madrugada en Costa Barros, uno de los complejos de favelas más peligrosos de Río de Janeiro. El pastor André Assis, de 45 años, aparca su destartalado Fiat en un patio entre cuatro edificios con vistas a un río de aguas fecales. Sale del coche acompañado de tres de sus hermanos, todos vestidos con traje y los zapatos llenos de polvo. Caminan por un callejón del que, en apariencia, es un barrio muerto, sucio y oscuro, hasta que llegan a una cancha de baloncesto donde se prepara el baile de esta noche. El funk —la omnipresente música de las favelas— suena a todo volumen. Algunas adolescentes esperan en los bares cercanos ensayando posturas sexis ante la cámara de sus teléfonos móviles.
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Hace 10 años que Assis se mueve en el submundo del crimen de Río donde, cada 80 minutos, una persona muere asesinada. El pastor, con su Biblia, conquista territorios a los que el Estado brasileño solo llega con policías en carros blindados. El propósito de estas visitas es siempre el mismo: arrancar jóvenes del narcotráfico y del consumo de drogas, una cruzada personal que comenzó en las prisiones hace una década. Las almas que pretende salvar tienen apenas dos salidas: cárcel o muerte.
Un hombre grande con una pistola en la cintura y un joven en chanclas con un fusil les cortan el paso. El pastor da las buenas noches y les invita a la oración. El hombre de la pistola asiente y mira para otro lado, el joven suelta el arma, cierra los ojos y Assis le pone la mano en la cabeza. Rezan juntos un par de minutos mientras los ayudantes del pastor reparten panfletillos con oraciones. Luego se despiden sin ceremonia y el chico vuelve a agarrar el fusil. El ritual se repite en el corazón del narcotráfico de esta favela, donde el aumento de armas de guerra la hacen cada día más inaccesible. Nadie aquí cuestiona o se incomoda con la presencia de Assis. Representa, a su modo, la única autoridad, además de la de sus jefes, que estos jóvenes armados respetan. Y temen.
La labor del pastor es una muestra más de la penetración de las Iglesias evangélicas en Brasil, donde el catolicismo pierde influencia desde que dejó de pisar la calle refugiándose en sus sacristías. En los últimos 40 años, los evangélicos pasaron de ser el 5,2% de la población al 22,2% consolidando su propio grupo parlamentar capaz de influir en la agenda del Congreso y lanzar candidatos. El alcalde de Río, Marcelo Crivella, es un antiguo obispo de una de estas Iglesias.
En muchas favelas de la ciudad, que se desangran con el recrudecimiento de la violencia y la grave crisis económica, el gas, el agua y la conexión a Internet son distribuidos por los traficantes previo pago de tasas abusivas. Aquí no llega el correo, ni los técnicos de la compañía de la luz, tampoco hay guarderías suficientes, ni bibliotecas, mucho menos alcantarillado. Hay, sin embargo, cada vez más templos evangélicos. “La Iglesia ha pasado a ser un show, pero Jesús estaba en medio de los pecadores, de las prostitutas, de los bandidos. Y creo que esa es mi misión”, dice Assis.
La travesía del pastor es ingrata. La fe de sus fieles compite con armas, mujeres, drogas y poder, pero antes o después algunos de esos traficantes acaban acordándose de él. Jackson, un joven de 23 años con orejas de soplillo, buscó al pastor cuando sus propios colegas traficantes le condenaron a muerte tras la desaparición de un buen puñado de dinero. Él no había sido, pero donde impera la ley del tráfico, la justicia se imparte con balas arbitrariamente. Jackson, que fumó su primer porro a los ocho años y era uno de los guardaespaldas del jefe de su favela, ahora lleva traje de chaqueta y una Biblia en la mano y sigue los pasos del pastor, tratando de evangelizar personas, tomándose a sí mismo como ejemplo.
Un año después de huir de su sentencia de muerte, Jackson aún vive en el centro de recuperación donde Assis lleva a quien decide seguirle. El Instituto Reviviendo con Cristo es una construcción humilde, con una cocina comunitaria y habitaciones donde apenas cabe una cama. En ellas duermen hasta 55 hombres que cambiaron las drogas y el crimen por la oración. Los tiros se oyen al otro lado del muro, pero nadie se inmuta con los disparos, mucho menos el pastor. Es parte de la rutina de Antares, una favela paupérrima, desde la que, tras coger una camioneta, dos autobuses y el metro, uno llegaría, tres horas después, a la playa de Ipanema.
Los alumnos, como Assis llama a sus pupilos, hacen ayunos de purificación y, arrodillados, rezan todos juntos en voz alta. Para ganar unas monedas fabrican desinfectante concentrado que venden en las calles al mismo tiempo que pregonan el Evangelio. Antes de comer forman una fila militar, alzan las manos y agradecen a Dios a gritos. El ritual pone los pelos de punta. “Creé este lugar porque me di cuenta de que mi trabajo estaba incompleto. Una vez, en una de las situaciones más chocantes de mi vida, un traficante me llamó. Lloraba y suplicaba que lo sacase de allí. No pude ayudar, no tenía dónde llevarlo”, cuenta el pastor.
Luiz, de 28 años, se acerca para contar su historia. Hasta hace dos semanas el demonio se manifestaba a través de su cuerpo, advierte. “Cuando le tocabas gruñía como un animal y ponía los ojos en blanco”, ilustra el pastor. Luiz ahora tiene la mirada perdida. Con 13 años sobrevivió a un accidente de tráfico en el que perdió a su madre y sus hermanos. Su padre, apenas un recuerdo fugaz, solo apareció para buscar los papeles que le sirviesen para tramitar una indemnización. “No durmió conmigo ni una noche”, recuerda con rabia.
El muchacho era una presa fácil para el narcotráfico. En aquella época, además, lo único que hacía era esnifar cocaína. Mató gente, entre ellos a un violador, amenazó y maltrató a sus mujeres.
Perdido en su adicción, Luiz llegó a liderar un punto de venta de drogas en su favela, un puesto de relativo respeto dentro del crimen. Ganaba, asegura, 6.500 reales (1.700 euros) por semana, 20 veces más de lo que ganaría hoy como pintor. Hace un año la policía entró en la favela donde traficaba y le disparó seis tiros que tiene repartidos por todo el cuerpo. Una bala le rasgó el cuello, otra le dejó un hueco en la cabeza. Perdió un 10% de masa encefálica. Tras recuperarse buscó al pastor. “Ya hice mucho mal a los otros. Vi muchas madres llorando por mi culpa. Antes no me importaba Dios, pero ahora estoy fortaleciéndome”, asegura.
El traficante cumple años
De Costa Barros, el pastor conduce media hora hasta el enorme complejo de Maré, otro territorio gobernado por el narcotráfico. Esta noche se celebra el cumpleaños de uno de los jefes. Son las dos de la mañana y parece que nadie duerme. En mitad de la calzada dos señoras venden caldo de carne en ollas de aluminio, los feriantes preparan el mercadillo del día siguiente, los bares están llenos y algunas familias, con abuelas y bebés, toman el fresco en las puertas de sus casuchas de ladrillo. En todas las esquinas hay grupos de adolescentes vendiendo cocaína, marihuana y una droga compuesta a base de cloretilo y éter lista para aspirar. Los coches atraviesan la calle con las bocas de los fusiles asomando por las ventanillas y motos con chicos armados para una guerra aceleran al pasar.
Es una noche pésima para que un pastor haga su trabajo de apaciguar almas. Pero Assis sigue, camina y entra, como cada noche. La fiesta, en una cancha deportiva escondida tras un callejón, está regada de whisky Chivas 12 años mezclado con Red Bull. Nadie parece tener ganas de oír la palabra de Dios. Ninguno de los 20 hombres, armados con fusiles y collares de oro, se acerca a ver al pastor. Las mujeres, escotadas, con vestidos muy ceñidos, están demasiado ocupadas alimentando sus redes sociales.
Un hombre en la treintena destaca por el par de kilos de oro en collares que cuelgan sobre su camiseta de Calvin Klein, todos con imágenes de la Virgen y Jesús. Es un traficante en paradero desconocido para la policía. Lleva, como todos, un arma en la cintura y, como muchos de ellos, reza todos los días. ¿Cómo es posible creer en Dios y al mismo tiempo ser miembro de la mayor facción criminal de Río de Janeiro? “¿Se cree que yo no quiero salir de esta vida? ¿Que no me gustaría poder ir al centro comercial con mi mujer? Si pudiese volver 17 años atrás haría todo diferente. Hoy no puedo dejar la favela. No soy un hombre feliz, pero dejar esta vida es complicado”, se justifica. Añade que hay palabras del pastor que le tocan. “Realmente llegan al corazón, pero otra cosa es entregarse a ellas”, corta. “Cuando consiga estabilizar a mi familia podré pensar en salir. Ahora no”.
El traficante relata que fue “criado en el Evangelio”, pero que mató a su primera mujer por el “ansia del mal”. De cualquier manera, dice, no da un paso sin consultar a Dios. “El otro día me robaron 100.000 reales y yo estaba convencido de quién había sido. Estaba nervioso y le pedí a Dios que me dijese si era realmente quien yo pensaba. Prometí que si me ayudaba no le mataría”, cuenta. Al día siguiente se despertó con la imagen del traidor en la cabeza, el mismo de quien desconfiaba, y corrió a ajustar cuentas con él. “El tío empezó a temblar y confesó. Se lo había gastado todo, ni siquiera podía devolverme una parte. Pero cumplí. Le di un guantazo y le dejé ir”.
La fiesta en las calles de Maré no termina. El homenajeado desfila eufórico en pleno espectáculo de fuegos artificiales. Rodeado de sus soldados apunta su fusil hacia el cielo. Todo el mundo calla. Las familias que miran desde la puerta de su casa buscan discretamente el refugio de la pared. Tras cinco ráfagas de tiros estruendosos, suelta un grito triunfal. El pastor decide marcharse. Son las cuatro de la mañana.
—Pastor, ¿no se frustra?
—No soy un iluso, pero sé que cada una de estas visitas servirá para algo. Me siento como aquel colibrí en un incendio que hace miles de viajes cargando apenas unas gotas de agua en el pico. El resto de animales del bosque se burla de él, pero el colibrí sabe que está haciendo su parte.
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