Eritreos, crónica de una diáspora salvaje
Desde el endurecimiento de la dictadura de Eritrea en 2008, unos 50.000 jóvenes han huido del país rumbo a Europa o a Israel. Alrededor de 10.000 han desaparecido por el camino.
Una brutal red de tráfico de personas rapta a los refugiados en la península del Sinaí, donde son encerrados y torturados. Grupos beduinos exigen rescates astronómicos a las familias.
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"Abrieron la puerta. Pude ver a 10 personas encadenadas, de pie, mirando a la pared. En el suelo había un chico que apenas podía levantarse. Tenía la espalda en carne viva. Recuerdo aquel olor a sangre, a excrementos… Aquel olor a muerte”. Fue en marzo de 2013 cuando encerraron a Germay Berhane en un centro de torturas al norte del desierto del Sinaí. Durante tres meses estuvo en manos de Abu Omar, uno de los tres verdugos más temidos de la península. Martirizado cada día, sin cesar.
Germay Berhane es un joven delgado y risueño. Ahora se oculta en El Cairo, en el barrio de Fesal. Hace falta mucho valor para contar su historia. Muy pocos refugiados eritreos en la capital egipcia aceptan hablar. Las heridas están demasiado recientes. El miedo pervive. “Nada ha cambiado desde que me fui”, susurra. Se refiere al éxodo masivo de eritreos, a la angustiosa huida por el desierto, al secuestro, al encierro en centros de tortura y al chantaje a los padres de las víctimas, a los que se exige rescates exorbitantes.
Germay nació hace 23 años en un suburbio en la periferia de Asmara, la capital de Eritrea, uno de los países más pobres y represivos del mundo. Desde su independencia en 1993, el presidente, Issayas Afeworki, ha convertido el país en una cárcel a cielo abierto, sin otra obsesión que reclutar tropas para iniciar una nueva guerra contra Etiopía. Ha impuesto el servicio militar indefinido, que en realidad es lo más parecido a un campo de trabajos forzados. Así que, con su título de bachillerato a cuestas, Germay se alistó en la Marina y aprendió a obedecer sin discutir. Un día de enero de 2013 desaparecieron unos documentos administrativos en el cuartel. La sospecha recayó sobre su unidad. Y se temió lo peor. “Cogí mi fusil AK y me dirigí directamente a la frontera”.
Recuerdo aquel olor a sangre, aquel olor a muerte”
Germay Berhane. Preso en un centro de torturas al norte del desierto del Sinaí.
Un auténtico éxodo. Al igual que Germay, entre 3.000 y 4.000 personas huyen cada mes de Eritrea en dirección a Sudán. Jóvenes, en su mayoría. “Es un auténtico éxodo. El país se está quedando sin población”, asegura Sheila B. Keetharuth, relatora especial de Naciones Unidas para Eritrea. Los eritreos representan un tercio de los inmigrantes clandestinos que llegan a Italia. Sin embargo, entre el número de los que salen de Eritrea y los que llegan a Europa, a Etiopía, a Sudán, a Yibuti, a Libia o a Egipto hay una diferencia inexplicada durante mucho tiempo. Ahora se sabe que es el resultado de un monstruoso tráfico de personas. Un estudio publicado en Bélgica (The Human Trafficking Cycle, Sinai and Beyond, de Mirjam van Reisen, Meron Estefanos y Conny Rijken; editorial Wolf Publishers, 2013) revela que 50.000 eritreos han cruzado el Sinaí a lo largo de los últimos cinco años. De ellos, más de 10.000 permanecen desaparecidos. Entre la frontera eritrea y la primera ciudad sudanesa, Kasala, un tercio de los refugiados son secuestrados por traficantes que los trasladan, a cambio de dinero, al desierto del Sinaí, donde los esperan los torturadores.
A principios de 2013, Germay se encuentra en el campo derefugiados de Kasala. Planea llegar hasta Jartum, la capital, donde vive uno de sus primos. Pero los tratantes merodean a las afueras del campo. Dos agentes de policía sudaneses, cómplices de la red, lo secuestran y lo venden a la tribu de beduinos rashaida, nómadas del Nilo que viven desde siempre del contrabando. Lo que sigue es un sistema perfectamente organizado. Traslado a un punto de encuentro en el desierto, donde esperan otros 10 cautivos, descalzos y encadenados. Entre ellos, Halefom, de 17 años, y su hermana Wahid, de 16. A continuación, travesía del mar Rojo en la sentina de un barco, sin agua ni alimentos. El tratante que tira a alguno por la borda, para divertirse. Y luego el Sinaí, el inicio del viaje a la barbarie.
En la cárcel de Abu Omar había sangre por todas partes, desde el suelo hasta el techo. Las paredes estaban infestadas de moscas y cucarachas. Los gusanos se arrastraban por el suelo de tierra entre restos de carne”. A Germay le encadenan de cara a la pared y le prohíben moverse y hablar. Abu Omar aparece enseguida, acompañado de tres hombres. “Vuestras vidas valen 50.000 dólares a partir de este momento. Y sé muy bien cómo cobrarlos”. Llueven los golpes con barras de hierro. La piel se desgarra. Algunos se desmayan. “Nos despertaban dándonos patadas en la cabeza”. Quemaduras con hierro candente o fósforo que extraen de las balas; plástico fundido vertido sobre la espalda o en el ano; golpes constantes en los genitales. “Lo que más les gustaba era colgarnos por los brazos como a los corderos y quemarnos con un soplete”. Un día, uno de los guardianes desata a Wahid y la arrastra hasta un rincón de la mazmorra donde seis hombres la violan mientras su hermano Halefom solloza contra la pared. Un veterano cautivo les da a entender que el silencio es la mejor defensa. Mirar al suelo. No gritar. No irritar a los verdugos.
“Papá, estoy en el Sinaí”. Las sesiones de tortura discurren con un teléfono móvil encendido. Al otro lado de la línea, el padre, la madre o una hermana escuchan rotos de dolor. “Yo grité: ‘¡Papá, estoy en el Sinaí!’. Mi padre se desmayó. Aún sigue hospitalizado. Su corazón no pudo resistirlo…”. Germay ya no sonríe. Llora.
“Lo peor era lo que nos obligaban a hacer”. Cuando los verdugos se cansan de pegar a los prisioneros, les ordenan que se torturen entre sí, que se maten unos a otros. “Un día me pidieron que degollara a Wahid. Me negué. Entonces me rompieron los dedos de las dos manos, uno por uno”. Los rehenes que no pueden pagar son rematados con barras de hierro y arrojados a fosas comunes atestadas de esqueletos. Germay interrumpe un instante su relato y enciende un cigarrillo. “Rezaba a Dios para que me permitiera morir cuanto antes”.
Devuelta por Israel a Egipto en 1975, después de la guerra de Yom Kipur, la península del Sinaí, una zona tampón oficialmente desmilitarizada, nunca se ha desarrollado. Los beduinos, ciudadanos de segunda clase, no tienen derecho a un carné de identidad. La mayoría nunca ha salido de este triángulo ardiente, pero han hecho del desierto su reino. Un reino en guerra. Desde julio de 2013, el Ejército egipcio intenta erradicar a los grupos yihadistas, sublevados después de la destitución del presidente islamista Mohamed Morsi. Los militares egipcios aseguran haber “estabilizado la zona” a base de bombardeos, pero los contraataques terroristas son mortíferos. Más de 500 soldados y policías han muerto en el Sinaí desde que comenzaron las operaciones, que dificultan el trabajo de los traficantes de seres humanos y los torturadores: algunos se encuentran en “paro técnico”.
Centros de tortura en Libia y Yemen
Uno de ellos accede a hablar. Vive en un modesto piso en el barrio de Al Arish, al norte del Sinaí. Se hace llamar Abu Abdulá. “Perdí mi empleo en el turismo después de los atentados de 2005 y entonces me puse a trabajar en esto”, se justifica el hombre, cuyo turbante blanco bien calado apenas deja ver sus ojos. “Al principio, los africanos pagaban solo mil dólares y yo los trasladaba a Israel sin problemas”. A partir de 2008, con el endurecimiento de la represión en Eritrea, el número de refugiados se multiplica por diez. Cerca de 80.000 se asientan en Israel, que acabó por construir en 2012 un muro a lo largo de toda su frontera sur. A partir de ese momento, las redes de trata de personas conducen a los inmigrantes hasta Libia o Yemen, donde se han descubierto recientemente centros de detención y tortura. “Los eritreos empezaron a llegar en 2008. Sabíamos que estaban desesperados. Así empezó el trabajo”.
Una pequeña aclaración sobre el vocabulario. Aquí la tortura y el secuestro se llaman “trabajo”. La prisión es mazkhan, una casita de campo. Los emigrantes son “los africanos”, pese a que son casi todos eritreos. La abundancia de víctimas y el deterioro de las condiciones de vida en el Sinaí parecen haber desencadenado el tráfico de seres humanos.
Se trata de un auténtico éxodo. El país se está quedando sin población”
Sheila B. Keetharuth. Informadora especial de la ONU para Eritrea.
Nadie reconoce, sin embargo, haber torturado personalmente. “Yo solo les decía a mis hombres que los asustaran”, asegura el hombre del turbante blanco. ¿Cómo? “Les daban palizas, los quemaban y les aplicaban descargas eléctricas”. Pero ¿por qué tanta brutalidad? ¿Porque son negros? ¿Porque son cristianos? ¿O tal vez porque quieren pasar a Israel, el enemigo ancestral? “Si torturas a uno delante de los demás, pagan antes. Yo lo único que quiero es recuperar mi dinero”.
–¿De cuánto estamos hablando?
–De 700.000 dólares en seis años de trabajo. Yo sacaba una media de 5.000 dólares por africano. Pero como gané ese dinero haciendo maldades, se ha evaporado. Está escrito en el Corán. ¡Pero, sabe, aquí no hay nada para nosotros, no hay trabajo, no hay infraestructuras, nada!
En la habitación de al lado, un primo suyo, con la pierna destrozada en un bombardeo egipcio, gime de dolor. Se respira un ambiente extraño en Al Arish. Algunos dan las órdenes, otros las cumplen. Todos saben lo que pasa. Suena el toque de queda. Hora de marcharse.
–¿De cuánto estamos hablando?
–De 700.000 dólares en seis años de trabajo. Yo sacaba una media de 5.000 dólares por africano. Pero como gané ese dinero haciendo maldades, se ha evaporado. Está escrito en el Corán. ¡Pero, sabe, aquí no hay nada para nosotros, no hay trabajo, no hay infraestructuras, nada!
En la habitación de al lado, un primo suyo, con la pierna destrozada en un bombardeo egipcio, gime de dolor. Se respira un ambiente extraño en Al Arish. Algunos dan las órdenes, otros las cumplen. Todos saben lo que pasa. Suena el toque de queda. Hora de marcharse.
En Eritrea, los familiares de Germay se han movilizado. En el verano de 2013 envían 25.000 dólares, la mitad del rescate exigido. Sus secuestradores se ponen nerviosos. “Es demasiado poco. El tiempo se ha acabado”. Germay se desmaya. Al despertar, el milagro. “Cuando abrí los ojos estaba dentro de un barracón, tumbado sobre una manta. En la pared había un letrero en lengua tigriña que decía: ‘Hermanos, vuestro calvario ha terminado”. Germay acababa de ser liberado por el jeque Mohamed, uno de los pocos beduinos del Sinaí que se oponen al tráfico de emigrantes.
Es casi medianoche en la pequeña localidad de Al Mahdia, al noreste del Sinaí. Bajo un cobertizo apenas iluminado, 13 hombres armados con flamantes subfusiles Uzi beben té a sorbitos. Protegen a su jefe. El jeque Mohamed Hassan Awwad, de unos 30 años, luce una barba copiosa, al estilo de los religiosos islámicos, y ofrece té en una sala anexa, cubierta de alfombras. En el Sinaí, el jeque es toda una celebridad. Cada viernes, durante la oración, agita el Corán y exclama: “¡El islam está en contra de la tortura! ¡Dejad de secuestrar a los africanos!”.
El jeque ha rescatado a más de 500 emigrantes. Muestra el barracón de hormigón donde cobija a los liberados. Sobre el suelo pedregoso hay mantas y cajas de galletas vacías. “Soy religioso. Mi deber es ayudarlos”, explica el jeque, mostrando cierto cansancio de su papel de salvador y de la crueldad de los torturadores. Estos actúan en un perímetro de 12 kilómetros alrededor de la ciudad de Al Mahdia. ¿Los conoce? El jeque sonríe y suspira. Un beduino nunca delata a sus vecinos. “Los que torturan han perdido su fe en Dios”. A lo lejos se oye el estruendo de un bombardeo.
En ese preciso instante, Alganesh Fessaha aterriza en El Cairo. De voz grave y mirada severa, esta italiana de origen eritreo preside la ONG Gandhi. Una furgoneta la espera en el aeropuerto. Suena su móvil. “No, jeque, aún no me han llamado”, contesta en árabe.
El jeque beduino salafista y la activista obstinada. Desde hace seis años, este curioso dúo se reúne regularmente para organizar la liberación de emigrantes secuestrados. Esta vez Alganesh está especialmente preocupada. “Entre los rehenes hay un niño, Merih, de apenas 13 años. Su familia es muy pobre y no tiene dinero para el rescate. Los torturadores le están dejando morir de hambre”. El chico, poniendo en peligro su vida, ha conseguido un móvil y ha llamado a Alganesh. “En la prisión solo hay dos vigilantes y al lado hay una mezquita. Tiene que estar necesariamente cerca de Al Mahdia”.
“Voy a buscarlos”
Tres de la madrugada. Alganesh cruza los retenes del Ejército egipcio entre el canal de Suez y Al Arish, pero aún está lejos de Al Mahdia, feudo del jeque Mohamed, apenas a tres kilómetros de la frontera con Gaza. Al otro lado del teléfono, el jeque se impacienta. “Mala suerte, Alga, pero yo ya me voy a buscarlos”. Sus pick-ups se dirigen hacia las dunas. Tres mazkhan, tres prisiones, se perfilan en el desierto, a la luz de la luna. El jeque y sus hombres se aproximan a una de ellas, derriban la puerta y salen con 16 cautivos, esqueletos tambaleantes, aún encadenados unos a otros. Los conducen hasta un escondite en medio de un olivar, a cien metros de la casa del jeque Mohamed. Están demacrados, con la mirada pérdida, pálidos de horror. “Tranquilos, mis niños, todo ha terminado”, les susurra Alganesh, que acaba de reunirse con ellos.
De repente, el jeque entra en el barracón llevando del brazo a los vigilantes y torturadores, dos beduinos de 19 y 20 años. “Son todo vuestros, ¡castigadlos!”. Los 16 rescatados se esconden bajo las mantas. A pesar de sus 28 kilos, solo Merih se levanta y replica: “Jeque, los hemos perdonado”. Después se vuelve hacia Alganesh con una sonrisa. “¿Ves mis huesos? Un día los músculos los cubrirán y te defenderé toda mi vida”. Alganesh, la activista curtida, se emociona.
Durante dos días presta auxilio a los jóvenes. No hay heridas leves. Hombros dislocados, manos deshechas, heridas abiertas en el pecho; ni un centímetro de piel que no haya sido cortado, quemado, arrancado. “¿Cómo puede permitirse esta salvajada en pleno siglo XXI?”, se pregunta. Alganesh fotografía rostros y heridas. Ya ha informado a la oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (ACNUR) y ha pedido 16 salvoconductos, indispensables “sésamos” para franquear los controles en la ruta hacia El Cairo. Sin ellos, podrían ser detenidos por entrada ilegal en Egipto. La activista anota en un cuaderno cada nombre, cada historia. “Un día, exigiremos justicia por este crimen de lesa humanidad”.
Alganesh Fessaha quiere demostrar al mundo que este tráfico deleznable existe y que se está extendiendo por todo el Cuerno de África. Hasta ahora, ella y el jeque Mohamed han liberado a 750 emigrantes de los centros de tortura. Y para otros 3.400, encerrados en las cárceles egipcias, Alganesh ha hecho una buena jugada: les ha conseguido papeles en la Embajada de Etiopía en El Cairo. De ese modo, y con la ayuda económica de varias instituciones italianas, los eritreos-etíopes han podido regresar a Adis Abeba y los campos de acogida.
Un día me pidieron que degollara a Wahid. Me negué y me rompieron los huesos de la mano, uno a uno”
Germay Berhane. Preso en un centro de torturas al norte del desierto del Sinaí.
El mecanismo de la trata
“Nada hacía imaginar que el tráfico de seres humanos pudiera acabar en una matanza”, afirma Alganesh mientras recoge sus trenzas en un pañuelo. Todo ha cambiado desde que empezó a recorrer, hace 10 años, el delta del Nilo. Hasta 2008, el tráfico de personas hacia Israel era regular –500 inmigrantes al mes– y las tarifas bajas, entre 600 y 1.000 dólares (unos 525 y 875 euros) por trayecto. Sin torturas. En esa época, somalíes, afganos e incluso chinos seguían la misma ruta. Alganesh sitúa el origen de los secuestros en las carreteras fronterizas entre Eritrea y Sudán, e incluso a las puertas de los grandes campos de refugiados de ACNUR de Kasala y Al Shagarab, en Sudán. Con la complicidad de la policía sudanesa, los refugiados son revendidos en cada etapa del viaje, como si fueran ganado, y su valor va aumentando en función de los sobornos que se pagan. Un policía sudanés cobra 100 dólares y un guarda fronterizo egipcio puede llegar a pedir hasta 300 dólares. “Cuando un refugiado eritreo llega al Sinaí, ya vale 10.000 dólares”, calcula Alganesh.
A finales de 2010 surgió una nueva red de trata de personas en Etiopía, el único país que acogía a los eritreos hasta entonces. “En el mismo campo de refugiados de May Ayni, muy cerca de la frontera eritrea, a los niños de 13 y 14 años les prometían un trabajo en Sudán. Los recogían en un autobús y veinticuatro horas después ya estaban en manos de los traficantes sudaneses. ¡Pero eran eritreos los que organizaban el traslado!”, se lamenta Alganesh.
En 2011 la sospecha se confirma. El cerebro del tráfico ilegal no es otro que el general Teklai Kifle Manjus, jefe de la zona militar del oeste de Eritrea y hombre de confianza del dictador Issayas Afeworki.En un duro informe, el Consejo de Seguridad de la ONU señala a Manjus como responsable y concluye que “el éxodo masivo de solicitantes de asilo que cruzan la frontera oeste de Eritrea no se ha podido realizar en ningún caso sin la ayuda de las autoridades gubernamentales”. Alganesh está convencida de que “todas las redes clandestinas, desde el Sinaí hasta Libia, están dirigidas por eritreos”. Este tráfico de personas financia una dictadura acorralada.
Siguiendo la pista del rescate
Cada mañana, Meron Estefanos conecta el micrófono sobre la mesa de la cocina, en su pequeño apartamento de Estocolmo. Esta eritrea nacionalizada sueca, madre de dos hijos, tiene desde hace seis años un espacio en Radio Erena Libre. Un referente para la diáspora eritrea.
Un día de diciembre de 2009, recibe por primera vez una llamada de socorro de un deportado en el Sinaí. “Sus captores habían dejado el teléfono conectado y le estaban torturando en directo”, recuerda Meron. Desde entonces, las llamadas se suceden día y noche. Ella consuela a los rehenes e intenta en vano frenar a los verdugos. “Pero es difícil negociar con un beduino torturador”, afirma Meron con una sonrisa amarga.
“En Eritrea, ninguna familia puede pagar el rescate, que suele sobrepasar los 23.000 euros”, prosigue. Tienen que vender la casa, el ganado, las joyas, si las hay. Se quedan en la calle. Pedir ayuda a los exiliados es indispensable. “Cuando se reúne el dinero, la familia lo envía a través de Western Union a Israel, donde los cómplices de los secuestradores lo recogen. Además han surgido intermediarios en Europa que se quedan con una parte del importe que después envían al Sinaí”.
Sistema bien rodado
Meron se enfrenta a un dilema cruel: ¿el pago de rescates fomenta los secuestros? Muy a su pesar, Meron ha optado por recolectar fondos para salvar a la mayor cantidad posible de rehenes. Durante dos años, graba llamadas y testimonios. Junto a dos holandesas, expertas en Derecho Migratorio, confecciona una lista con los nombres de antiguos rehenes y acude a varias instituciones internacionales. En 2011, Frontex, la agencia encargada de vigilar las fronteras europeas, hace sonar la alarma: ese año la Unión Europea ha recibido 64.291 inmigrantes, frente a los 4.406 de 2010. Entre ellos, un número creciente de eritreos. Y eso a pesar de que la UE envía cada año a Eritrea entre 100 y 150 millones de euros para ayuda al desarrollo, un gesto que los opositores al régimen de Issayas Afeworki califican de “cheque en blanco” a la dictadura. A finales de 2011, la UE decreta el fin de las ayudas y pide un informe sobre ese tráfico desconocido. Pero en los dos grandes campos de refugiados de Sudán, Al Shagarab y Kassala, donde viven más de 80.000 eritreos, las desapariciones se multiplican.
Para las investigadoras de la UE, de las que Meron ya forma parte, la misión es tremendamente delicada. Hay que reunir pruebas de la magnitud de este fenómeno sin que Sudán, Egipto o Israel se ofendan. El año 2012 será clave. El tráfico de personas hacia el Sinaí está en pleno auge y las torturas alcanzan niveles de barbarie. Los eritreos llegan en masa a Israel.
A veces, al cruzar la frontera, algunos de los supervivientes son arrestados y recluidos en centros de detención. El mayor de ellos es Saharonim, el “Guantánamo israelí”. Situado a tres kilómetros de la frontera egipcia, en el desierto del Néguev, acoge a inmigrantes eritreos que permanecen allí desde unos pocos meses hasta tres años. Ninguno ha sido reconocido como refugiado.
Meron viaja seis veces al año a Tel Aviv, donde sobreviven los refugiados que habían conseguido evitar al Tsahal, el Ejército de Israel. Allí busca a quienes solo ha conocido gritando de dolor al otro lado del teléfono. Un día, después de una reunión en el barrio de Petektiva, un chico se le acerca. “¡Meron, soy yo, Filmon!”. Al ver los manguitos que ocultan sus manos, Meron se acuerda. Los torturadores de Filmon le colgaron durante tanto tiempo del techo que las manos se le necrosaron. Solo le quedan dos dedos en forma de pinza, reconstruidos de la mejor manera posible por los cirujanos israelíes. Filmon se desenvuelve con la ayuda de Daniel, un compañero de exilio que se ha convertido en su alma gemela.
De vuelta a Suecia, Meron consigue algo increíble. A finales de 2012, en la enésima llamada desde el Sinaí, un torturador le da el nombre de un intermediario establecido en Estocolmo, encargado de recibir el dinero. “Era la oportunidad que estaba esperando”, cuenta. Envía la información a dos diarios suecos y a la policía, que pone a Meron bajo escucha. En la primera llamada que recibe, advierte a su interlocutor de que el dinero que le va a entregar financia el tráfico de seres humanos. “Colgó enseguida”. El segundo contacto reacciona de la misma forma. El tercero, un joven palestino, le suelta: “¡Me importan un rábano esos miserables eritreos!”. Meses después, ese hombre y uno de sus cómplices son detenidos en Suecia cuando recogen el dinero.
“Se creían por encima de la ley”
Durante el juicio, que se celebra en Estocolmo en junio de 2013, los dos acusados muestran la misma arrogancia. “Me llamaron perra, zorra, de todo. Se creían por encima de la ley”. Los dos intermediarios se declaran no culpables. “Dijeron que no sabían a qué se destinaba el dinero, y como no había pruebas suficientes, solo los condenaron a cuatro meses de cárcel”, se lamenta Meron. Pero, por primera vez, Europol pudo abrir una investigación sobre la financiación de las redes de tráfico de personas en el Sinaí. Para entonces, los centros de tortura se habían extendido a Libia, Sudán y Yemen.
Cada vez más eritreos llegados a las costas italianas cuentan que han sobrevivido al Sinaí. El 3 de octubre de 2013, 366 inmigrantes murieron en un naufragio en Lampedusa. Tras las autopsias y los interrogatorios a los supervivientes, la policía de Palermo descubre que 130 eritreos que iban a bordo de la barcaza habían sido secuestrados y torturados en Libia y Sudán. Lampedusa revela al mundo el horror del “método Sinaí” y su expansión a otros países. Peor aún. Algunos torturadores consiguen colarse entre los refugiados acogidos por las democracias occidentales. Con ayuda de los rescatados, Meron ha decidido buscarlos por todos los rincones de Europa.
Un superviviente del cautiverio en la península del Sinaí muestra las secuelas en su cuerpo. / D. DELOGET / C. ALLEGRA
Nuestra shoah
En su pequeña cocina, Meron recibe a Robel Kelete, que acaba de entrar clandestinamente en Suecia. Robel tiene 24 años y lleva cinco en el exilio. Después de ocho meses de torturas en el Sinaí, sus captores lo dejaron por muerto en una fosa repleta de cadáveres. Despertó en el hospital de la cárcel egipcia de Al Arish y le deportaron a Etiopía. Entonces toma una decisión asombrosa: intentar de nuevo llegar a Europa, con sus cicatrices como talismán. “Se las enseñaba al traficante y le decía: ‘Lo siento, tío, ya he pagado”, cuenta con el aplomo de quien “ya murió una vez”. Robel atraviesa Sudán y Libia, se embarca en una patera y sobrevive de milagro a un naufragio en la costa siciliana. Cruza Europa y llega a Suecia, el único país de Europa que da prioridad a los refugiados eritreos. Y allí, en pleno Estocolmo, sucede algo increíble. “Iba a visitar a una amiga. Y de pronto le vi. Caminaba tranquilamente por la calle. Era…, era el hombre que me había vendido”. Meron está ahora recopilando todas las pruebas para acusarle. “El tráfico de personas es la shoah de los eritreos”, dice Meron. “Un día los verdugos tendrán que responder ante el Tribunal Penal de La Haya”.
Noviembre de 2013. Meron ha conseguido por fin una invitación para que Daniel y Filmon declaren en el Parlamento Europeo. Ante un hemiciclo abarrotado, ella explica con detalle el tráfico de seres humanos en el Cuerno de África. Expone los métodos de tortura. Y subraya que los traficantes han obtenido por lo menos 600 millones de dólares en rescates. Los eurodiputados están horrorizados. A continuación, Daniel sube al estrado e interviene a cara descubierta. Filmon escucha en silencio, oculto por una cortina de la que solo asoman sus manos destrozadas. Al final, toma la palabra. “Nos han perseguido en nuestro propio país. Nos han violado y torturado en el Sinaí. Nos han detenido en Israel. Algunos de nuestros compatriotas han muerto en Lampedusa. ¿Qué pecado hemos cometido para merecer esto? ¡Miren mis manos! Lo único que queremos es que se nos oiga para que el desierto y el mar dejen de ser nuestra tumba”.
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