LOS PODERES BIBLIOGRÁFICOS DEL GATO
Sendic y la corrupción
Aldo Mazzucchelli
Los misterios son, creo, de las pocascosas interesantes y valiosas en esta vida. Cuando alguien viene y revela uno de un golpe, lo primero que sentimos es rechazo. Aunque a la larga ese misterio es reemplazado por otros, y nuestra sed de invisible se ve satisfecha. Si alguien preguntase qué es el capitalismo, yo diría que es una pseudo-religión. Es decir, tiene que ser mantenido en base a una institucionalidad vigilante y represora que interpreta el mundo, a la que se une la creencia simultánea de millones de fieles en dogmas que nadie puede comprobar (el valor del dinero, la confianza en que los bancos te lo van a custodiar, la fe en el valor del ahorro, y otra miríada más de operaciones a futuro que nada garantiza). El capitalismo tiene su toro simbólico, imagen de la fuerza individual y la prosperidad, en el centro del distrito financiero de Wall Street, que vendría a ser su Jerusalén ecuménica. También hay que creer que explotar tierra y congéneres es parte de la condición humana, y que la colaboración colectiva no lo es. Disparates malos y estantiguas en las que nadie en su sano juicio individualmente creería, pero que la hegemonía religioso-capitalista de esta era nos fuerza a vivir.
Del mismo modo que el capitalismo es una religión en ese sentido, lo es la izquierda política. Solo que la izquierda política cree en otras cosas. Originalmente estas cosas fueron bastante más virtuosas, comenzando por la fe en la posibilidad de un accionar social colaborativo en el que los valores no fuesen exclusivamente los de cada individuo, sino que el bien común estuviese por encima de ellos. En realidad, con el tiempo estas creencias han cambiado, y hay una que se ha encaramado por encima de todas y, me temo, revelado cuál fue la verdadera esencia de la izquierda como proyecto histórico. Esa creencia es la creencia en la superioridad moral del ciudadano de izquierda respecto a todos los demás ciudadanos.
Hace unos días el vicepresidente uruguayo Raúl Sendic declaró en México que "si (alguien) es corrupto, no es de izquierda". El Vicepresidente acaba de formular así, en un aforismo, lo que ha sido el núcleo más duro de la ideología mítica (y mistificadora) de la izquierda en las últimas décadas. El mensaje básico de la izquierda ha sido ese que da Sendic, que traducido es: "La izquierda tiene el monopolio de la moral. Todo lo inmoral es de derecha". Cualquiera se da cuenta que hacer trabajar semejante dogma a nivel político implica descalificar de entrada a todos los que no se declaren "de izquierda". De ese modo se niega la discusión, se da por sentado lo que habría que demostrar y, de paso, se obstruye imaginariamente a la justicia.
Cuando una cosa se vuelve obvia, aunque convenga mantenerla en secreto siempre hay alguien a quien se le escapa una formulación casi pornográficamente explícita, como en este caso, de eso que debía permanecer oculto. Pues las religiones trabajan con el misterio (se lo quieren apropiar y quizá sea por ello que tienen sus crisis y sus muertes, pues el misterio es patrimonio de la humanidad y no de una parte cualquiera de ella). Sendic ha sido ese al que se le escapó lo que no había que avisar: que la izquierda es, hoy, más que un movimiento político, una empresa pseudo-religiosa. Es decir, un conjunto de fieles que obedecen por amor a un supuesto misterio (un misterio, en mi opinión, bastante poco interesante), y no por consideraciones políticas, racionales o discutibles.
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La afirmación del vicepresidente puede entenderse en dos niveles al menos. En uno, lo que Sendic nos quiere decir es algo concreto, práctico. “Nadie que se incluya en la izquierda política ha cometido jamás un acto de corrupción”. La afirmación es risible. La historia está llena de políticos y funcionarios de izquierda corruptos, ladrones, y asesinos. De modo que podemos descartar que no fue eso lo que Sendic quiso afirmar. Queda la segunda opción, que es que Sendic esté lanzando una suerte de admonición moral. “Ser de izquierda implica comprenderse a sí mismo como comprometido con la incorruptibilidad”, o algo así. Lo curioso de la afirmación es que si la aceptamos, sin darnos cuenta estamos dándole al término izquierda una carga definitoria de tipo místico. Y he aquí el problema. Pues aunque mucha, la mayoría acaso de la gente que se siente de izquierda comprende que ello implica un compromiso con la moral, la verdad es que lo mismo siente la gente que no se autodefine de izquierda. También ellos sienten un compromiso con la moral. Sentir un compromiso con la moral es humano, es de gente bien nacida. Sin embargo, y este es todo el problema, al igualar “izquierda” con “incorruptibilidad” se está sugiriendo —al menos— que quien no se autodefina de izquierda es menos incorruptible. Esto es sectarismo y discriminación, o como quiera llamárselo. Es subirse a la escalera y patearla. Es compensar con dogmas lo que no se puede tener en la práctica. Todo ello es un acto de fe, o mejor dicho un acto de magia.
Raúl Sendic está uniendo en una relación predicativa dos cualidades de órdenes ajenos entre sí, y que no se conectan. No se puede afirmar la moral de una ideología. “Ser de izquierda” es un estado humano ideológico y político, que depende de acciones, de decisiones humanas, evaluables en términos de resultados. Son estas una sucesión muy larga de decisiones políticas determinadas, con costos y beneficios. Si opto por un sistema más estatista o menos, por una medida económica más redistributiva o menos, ¿obtengo los resultados virtuosos que me propuse? Eso es algo práctico, y en tanto tal debe juzgarse. Ese juicio, continuo, y los pensamientos que de él van surgiendo, son precisamente la política. Lo otro, el ser o no corruptible (en último término, ser o no virtuoso) es un problema de un orden individual, ajeno a una definición ideológica u otra, y a la política, como Sócrates —entre tantos, que a él lo pusieron por escrito— demostró hace milenios.
El único modo que tiene Sendic de que alguien vea sensato lo que dice es que crea en un misterio revelado que une una ideología política con una condición del alma, la virtud. Pero la que puede presumir de misterios revelados y de tener la Verdad sobre esas cosas es la fe, y los seres humanos somos libres de tener o no fe. La fe no va por ahí haciéndonos creer que apoya una opción política u otra, sino que juega cartas mucho más locas, mucho más extremas. Uno puede entrar o no en ese juego. Lo que no me parece bien es declarar que no se entra en él, y a continuación empezar a jugarlo solapadamente. También creo que ha sido torpe decirle a todo el mundo lo que sospechábamos, pero ahora sabemos.
Si la izquierda pretende tener la verdad revelada acerca de la incorruptibilidad, la izquierda se revela finalmente como lo que, acaso, en parte siempre ha sido: una especie de religión sin divinidad. Solo que la izquierda no puede jugar en uno de los terrenos en que juegan las religiones en serio, pues no tiene trascendencia para ofrecer salvo una colectiva e histórica. La izquierda en tanto ideología política no es más que un conjunto de creencias circunscriptas estrictamente a los límites de la mortalidad humana en tanto especie. La trascendencia histórica a la que se afilia, aunque respetable, no es intercambiable, ni lo mismo, que la trascendencia individual; esta última tiene que ver con la inmanencia de nuestra conciencia en tanto individual; con el misterio de “lo visible y lo invisible”, es decir, con el misterio de lo que trasciende a la percepción de nuestros sentidos. El nombre de alguien puede trascender a su muerte, cómo no, lo mismo que trascienden las acciones humanas individuales y colectivas, pero esa clase de trascendencia materialista e histórica no va al corazón de la expectativa humana de trascender su propio tiempo mortal en términos de autoconciencia. La movida original de la izquierda fue negarse a la trascendencia de la autoconsciencia, al verla como contradictoria a impulsar un trabajo terreno por la construcción de una conciencia colectiva y común. No creo que haya contradicción alguna entre una cosa y otra. La contradicción pareció clara cuando los clérigos tenían el monopolio del poder y la legitimidad intelectual. Pero hoy que la humanidad se las ha arrancado, no veo cómo justificar que hay que estar en contra de la fe en nombre de la razón.
Claro que se puede creer o no en la trascendencia de la autoconsciencia, y no hay ninguna demostración de ello en ninguno de los dos sentidos. Aunque algunos fieles de la religión cientificista crean que la hay, no la hay. Lo que no creo sea exacto es convertir un tipo de trascendencia en la otra, pues son de orden distinto.
En cuanto a Sendic, es muy simple. Sus sueños de coronación moral de la izquierda no son más que una seguramente bienintencionada ilusión. Ninguna ideología asegura la bondad ni el bien. Las ideologías no existen personalmente, y por tanto, aunque ciertamente influyen decisivamente en las acciones de incontables individuos, no toman decisiones personales por sí mismas. Los corruptos —o quienes deciden por un acto virtuoso individual no convertirse en uno de ellos— son las personas. Yo sé que vamos camino a eliminar el factor personal de la humanidad, entrando (salvo, acaso, elites que lo eviten) en un estado de conciencia colectiva más cercano a la de una experiencia global impersonal, de tipo bio-semiótico y masivo. Mientras tanto, es el pensar lo que nos permite no ser títeres de una ideología o una creencia política; y lo ridículo de la afirmación de Sendic es que sugiere que basta con aceptar una ideología para que esta nos otorgue la virtud, cuando en realidad la virtud, por el momento, debe depender exclusivamente de mis decisiones individuales. Por supuesto todo esto fue, en otros tiempos, casi una obviedad por la que habría que pedir perdón al escribirla, pues la humanidad supo en su tiempo que la esfera de la política, la esfera del pensar desinteresado, la esfera de la ciencia aplicada, y la esfera de la fe, son diferentes —pero quizá uno de los cambios que estamos atravesando sea la confusión deliberada y programática de las cuatro.
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