domingo, 22 de noviembre de 2009
"Los pensamientos que mecen la cuna de un pueblo son la profecía de su destino"
EL IMAGINARIO FUNDACIONAL
Pensamientos que prefiguran el destino argentino
Domingo 22 de Noviembre de 2009 | En este texto inédito, el destacado pensador tucumano, de cuya muerte se cumplió un año el miércoles de esta semana, rastrea las distintas ideas y tradiciones que confluyeron en nuestra provincia, en 1816, para fundar una nación. Por Víctor Massuh *
"Los pensamientos que mecen la cuna de un pueblo son la profecía de su destino".
Nicolás Avellaneda
Según la bella expresión de Avellaneda, podría pensarse que la "cuna" de nuestro pueblo fue la minúscula aldea de Tucumán que acogió al Congreso de la Independencia en 1816. Pero ¿cuáles fueron esos "pensamientos", luego convertidos en la "profecía de un destino"? Ya me referiré a ellos, pero adelanto, para comenzar, que nacieron en un tiempo tormentoso: el del romanticismo napoleónico, que entremezclaba la guerra con el surgimiento de nuevos Estados, el peligro extremo con la creación también extrema, el culto a una gloria histórica (sustituto de la inmortalidad religiosa) a la que se accede por las vías de una muerte heroica. ’’Donde está el peligro crece también lo que salva" (Hölderlin) era el credo de la época. Ese credo atravesó el Atlántico e impregnó el aire de nuestras montañas y quebradas norteñas: allí estaban concentradas, casi tocándose, las fuerzas patriotas y las realistas. En esa hora temeraria en que también se codeaban el peligro y la salvación se decidió el nacimiento de la patria. La embriaguez romántica envolvió la aldea provinciana y se vio, de pronto, a modestos congresales (clérigos, funcionarios, comerciantes) hablar con una impostación de historia universal. Así nacimos: con sueños de grandeza y apostando todo en el tapete verde de Tucumán y de las quebradas de Salta y Jujuy, seguros de salvarnos sólo en estado de supremo riesgo.
Utopía del Nuevo Mundo
Siguiendo el lenguaje de Avellaneda, yo diría que el primer "pensamiento" ante la cuna de nuestra Independencia creció orientado hacia el Alto Perú, hacia la América septentrional. Fue la obsesión de Belgrano, de Güemes, de San Martín, que; desde Mendoza urgía impaciente ("¿hasta cuándo esperaremos?") el gran acontecimiento. Se requería la Declaración de la Independencia como entrada a una hazaña mayor: la liberación del magno espacio sudamericano. En la casona tucumana de 1816 nació la Patria Grande. El Congreso de Tucumán nombró a Juan Martín de Pueyrredón director supremo de las Provincias Unidas de América del Sud. Esta desmesura estaba marcando, desde los inicios, la apertura argentina al resto del subcontinente. Actitud entroncada, simbólicamente, con la utopía del Nuevo Mundo que cobró forma en los lejanos días del descubrimiento.
Ese "pensamiento" americano enlaza con otro que también está presente en 1816: se trata de la tradición precolombina y la presencia del indio. El Congreso de Tucumán contó con representantes del Alto Perú y acordó que la Declaración de la Independencia se redactase también en quichua y aimara. Y hasta se consideró la posibilidad de hacer del Cuzco la capital de las Provincias Unidas.
Lo cierto es que en nuestro comienzo como nación estuvo el indio con suerte diversa y silenciosa presencia. Tanto en el Norte como en el Sur y el Litoral, fue el mensajero de una religiosidad telúrica, una estética del espacio cósmico, una idea cíclica del tiempo y una sabiduría mítica que hacía del hombre un hermano de todo lo viviente. La pátina arcaica de esta rica cultura en muchas provincias aún colorea la piel, los alimentos, la música, la literatura, el arte y el pensamiento.
El tercer "pensamiento" que surge de la Independencia puede resultar paradójico, pero complacería a don Miguel de Unamuno: en 1816 enfrentamos a España para ser españoles. Es decir, se enfrentó a una España infiel a sí misma, prisionera de una burocracia autoritaria, una monarquía insensible que imponía un monopolio absurdo y una religión de poder.
La Independencia, en cambio, preservó la lengua mediante su apertura a los ritmos del paisaje y a las contaminaciones del exterior, y revitalizó la religión con clérigos fieles al llamado de la tierra: fueron los que llenaron la casona tucumana el 9 de julio y juraron contra los reyes de la Península. No hubo rechazo de la evangelización ni de las Leyes de Indias: una y otras habían configurado un nuevo contrato con el suelo americano y lo llevaron a las puertas de la autonomía. Incluso la rebeldía cerril de los caudillos, que se desató después, acoge rasgos de nobleza y locura pertenecientes a la tradición del quijotismo. Esa España de la sacrosanta desmesura también formó parte de la "profecía" de nuestro destino.
El cuarto "pensamiento" que acunó nuestros comienzos de 1816 surge de la ruptura entre el padre español y el hijo americano, que quiere, además, devenir europeo. Esto último significaba entrar en la modernidad; abrir un paso franco a la Ilustración, que definía la autonomía de la razón frente a la fe; acceder a un orden republicano. Pero, sobre todo, satisfacer la tentación fáustica de crear de la nada un país haciendo tabla rasa de su pasado. Moreno, San Martín, Güemes, Pueyrredón, Rivadavia y luego la generación del 37, con Echeverría y Alberdi, más Sarmiento, que no se detiene.
"País abierto y plural"
La condición futurista y abierta de la identidad criolla, "profecía" prefigurada en 1816, generó un quinto "pensamiento’’, que cristalizó en el aporte inmigratorio masivo desplegado sobre nuestro suelo desde la segunda mitad del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX. Con la noble visión de un país "abierto al mundo", la Argentina inmigrante radicalizó la dimensión de un futuro inédito: más que continuar una tradición, aspiró a crearla. Soñó entonces con comienzos de toda índole, con iniciar una estirpe, con fundar y refundar a cada momento, con asumir en plenitud la libertad creadora. Esa experiencia de la inmigración fomentó un saludable pluralismo. En virtud del mestizaje de nacionalidades, religiones, etnias y lenguas diversas, el argentino aprendió a sentirse un ciudadano plural. Ese rasgo nos predispuso al cosmopolitismo, a una sensibilidad planetaria. Habría que contar con esta idea de ’’país abierto y plural" como una profecía válida de nuestro destino.
Esos cinco "pensamientos" que acunaron la Independencia cobraron cuerpo a lo largo de nuestra historia y hoy forman parte de una identidad argentina. Sus contenidos se excluyeron con violencia (aún hoy), pero también hay pruebas de que se complementaron (aún hoy) en una fisonomía nueva que muchos argentinos asumen con orgullo.
Se puede vivir la historia argentina como una sucesión de rupturas sin remedio, como una galería de héroes desmitificados, como la larga preparación del drama que hoy nos afecta. Pero también podemos vivirla como una notable aventura en procura de la integración original e inédita de los cinco grandes legados culturales que se asentaron en nuestro suelo: el precolombino, el americano, el español, el criollo y el inmigratorio. Esa convergencia rica y prodigiosa vendría a ser la conversión en "destino", de los cinco "pensamientos" que ya oscuramente animaban a aquellos humildes congresales de una aldea perdida en el norte argentino, allá por 1816. Ellos sí hablaron un lenguaje -no importa si impostado o grandilocuente- de genuina historia universal.
© LA GACETA [Tucumán]
* Este texto forma parte de un libro inédito de Víctor Massuh que será publicado en 2010 por el Archivo Filosófico Argentino de la Academia Nacional de Ciencias.
PERFIL
Víctor Massuh nació en Tucumán, en 1924. Egresó de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán, de la que fue el primer doctor en Filosofía. Realizó estudios de posgrado en las universidades de Tübingen (Alemania) y Chicago (EE.UU.). Fue decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Córdoba, profesor de Filosofía de la Religión en la Universidad de Buenos Aires e investigador del Conicet. En 1949 publicó sus primeros trabajos en LA GACETA Literaria y siguió ligada a ella a lo largo de seis décadas. En su carrera como diplomático, ocupó la presidencia de la Unesco y se desempeñó como embajador en Bélgica. Entre sus libros se destacan Nihilismo y experiencia extrema (1975), Nietzsche y el fin de la religión (1969), La libertad y la violencia (1968), La flecha del tiempo (1990), Agonías de la razón (1994) y Cara y contracara (1999). Murió el 18 de noviembre de 2008, en Buenos Aires.
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el dispreciau dice: "la imperiosa necesidad de retornar a las fuentes, a los valores genuinos, a las tradiciones auténticas... que nos permitan construir una República cierta y no vernos sometidos a un destino incierto. Noviembre 22, 2009.-
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