Plomo y trabajo
El cóctel de pobreza recalcitrante y violencia avasalladora y el imán de una economía en busca de mano de obra barata fomentan la migración centroamericana a Estados Unidos
Uno de los albergues en la frontera entre México y EE UU. M. TAMA GETTY
¿Por qué vienen? ¿Por qué se van? Son dos preguntas que brillan por su ausencia en el discurso político-mediático sobre migración. En Estados Unidos, donde las cifras de inmigración llevan casi una década en descenso, reflejo inverso de la creciente fobia al inmigrante y las políticas que lo criminalizan, median dos polos que empujan cada año, por un lado, a centenares de miles de personas de los países vecinos del Sur a abandonar a sus familias, sus iglesias, sus campos de fútbol, sus enchiladas, sus tertulias; y las atraen, por otro a un destino que les grita que no las quiere mientras les susurra que las necesita: el cóctel de pobreza recalcitrante y violencia avasalladora; y el imán de una economía adicta a la mano de obra barata y fácilmente explotable. Tanto monta, monta tanto.
Algunos no pueden siquiera escapar de la primera para llegar a alimentar la segunda. Es el caso de Benjamin, el joven protagonista (identificado por seudónimo) de un monumental reportaje de Danielle Mackey en The Interceptque escarba las cloacas del inframundo salvadoreño en busca de un resquicio de humanidad. Mackey siguió durante cuatro años los pasos de cuatro jóvenes salvadoreños que intentaban salir de las ‘maras’, las bandas violentas que medran a costa de un país convertido en campo de batalla. Entre los personajes de la crónica de Mackey los hay que se escapan sin pedir permiso y quienes se jubilan con el precario beneplácito de la pandilla. Ninguno alcanza los veintidós años.
El de Mackey es un retrato compasivo que se esfuerza en entender qué lleva a tantos jóvenes a engrosar las filas de las bandas. “Barrios como el suyo eran lugares violentos en los que nadie ganaba lo suficiente para sobrevivir y el sistema de justicia estaba ausente excepto para castigarles”, cuenta la periodista estadounidense, afincada en El Salvador desde hace una década. “Chavales como él eran o bien ignorados o bien tratados como si la criminalidad les corriera por las venas. No así si militaba en El Barrio 18. La banda, con su hermandad y sus reglas estrictas, prometía protección y estabilidad”.
Quizá lo más demoledor de su relato de redención frustrada es —precisamente— la ausencia estructural de vías para la reinserción de los expandilleros. La sociedad los ve, con sus tatuajes de guerra y sus almas heridas, como andrajos intocables. El Estado no sólo no hace nada para reincorporarlos a la vida civil, sino que a menudo los tortura o utiliza como piezas que cobrarse en su guerra ciega contra la violencia. Las pandillas rivales no dudan en matarlos si se cruzan con ellos. No se les permite estudiar y se les niega sistemáticamente el trabajo. “Se estima que hay 60.000 pandilleros en El Salvador”, cuenta Mackey. “¿Cuál es la solución a este problema si no pueden retirarse”? La única salida para la mayoría son las iglesias cristianas evangélicas, que ofrecen el relativo sentido de camaradería y protección que les otorgaban las maras, además de un camino asceta que les aleja de las drogas y el alcohol asociados a las vidas que intentan dejar atrás.
Entreverado en el reportaje de Mackey hay un detallado estudio de los orígenes y la progresiva naturalización de la violencia en El Salvador, que empapa la vida de los pandilleros mucho antes que las pandillas y tiene un denominador común: la acción decisiva de los Estados Unidos en su patio trasero. Fueron Reagan primero y Bush padre, después, quienes instigaron, azuzaron y financiaron la guerra civil que destrozó al país en los ochenta y primeros noventa, con el objetivo de extirpar cualquier asomo de ‘contagio’ sandinista, a golpe de escuadrones de la muerte, asesinatos de sacerdotes y torturas sistematizadas. Fueron los refugiados de aquella guerra los que, abandonados a su suerte en Los Ángeles, terminaron por formar pandillas como El Barrio 18 o la MS-13, para luego ser deportados por el gobierno Clinton. Y es a base de dólares y adiestramiento de agentes federales de Washington como se engrasa la maquinaria de la “mano dura” que pretende acabar con la violencia de las maras con violencia de Estado y deja de paso sin salida a expandilleros como los del reportaje de Mackey.
Perseguido por los demonios de un pasado sin exorcizar y enredado en viejas ramas. Así avanza El Salvador por el ya no tan joven siglo XXI. Precisamente el 12 de diciembre se cumplía el 37º aniversario de la masacre de El Mozote, uno de los episodios más tétricos de la guerra civil. En la web en inglés del canal de noticias Al Jazeera, Anna-Cat Brigida viaja al pueblo del nordeste salvadoreño para examinar las heridas de entonces y los sucesivos intentos de restañarlas. Allí encuentra familiares de las casi mil víctimas —en su mayoría mujeres y niños, muchos de ellos violados antes de morir— masacradas por el ejército, decidido a “cortar la vía de abastecimiento” de las guerrillas de izquierdas.
El Salvador quiso cerrar aquel episodio con una ley de amnistía que prohibía juzgar los crímenes de la guerra. Aquella ley se aprobó apenas cinco días después de que las Naciones Unidas publicaran los hallazgos de una Comisión de la Verdad que arrojaba luz sobre lo sucedido en El Mozote y otros muchos pueblos salvadoreños. En 2016, se entreabrió para las víctimas una puerta a la justicia, al anular el Tribunal Supremo la ley de amnistía de 1993. Como cuenta uno de los supervivientes, que vio cómo asesinaban a catorce familiares, incluidos su mujer, su hijo de diez años y su hija de 14, “intentaron cubrir el sol con sus dedos, pero fuimos testigos. Algunos decimos la verdad y otros mienten. Pero Dios lo ve todo”.
Puede que haya algo más que justicia divina para El Mazote. 37 años después de la matanza, tras un parón dictado por el juez para practicar numerosas exhumaciones, se espera que se reanude el juicio contra 18 militares presuntamente responsables de la misma, miembros del Batallón Atlácatl. El batallón había recibido adiestramiento por parte de tropas estadounidenses. Según una investigación de The New Yorker publicada en 1993, la embajada estadounidense supo de la masacre en diciembre de 1982, apenas un mes después de producirse. Estados Unidos aún no ha reconocido su papel en los crímenes de El Mozote.
El dinero y las tropas estadounidenses siguen volando camino de El Salvador. Esta vez, no lo hacen para luchar contra el comunismo, sino contra las pandillas.
“Los Estados Unidos han aumentado su presencia en el país en los últimos dos años”, cuenta en un detallado reportaje del New York Times, “dedicando cientos de millones de dólares y docenas de personal de policía y militar a la lucha contra las bandas violentas que llevan a tantos salvadoreños a huir a la frontera estadounidense”. Se trata de un despliegue ambicioso. “Asesores estadounidenses están entrenando a oficiales de policía que arrestan a pandilleros. Las cárceles en las que los meten se construyen con dólares estadounidenses. En una base estadounidense en El Salvador, se enseña a detectives a investigar crímenes… Se equipa y se entrena a la unidad de élite anti bandas de la policía salvadoreña”.
Pero el diario estadounidense concede que las vicisitudes de los cientos de millones de dólares y centenares de tropas destinados al país tiene a menudo consecuencias no deseadas: víctimas colaterales a manos del ejército y la policía, civiles sospechosos de soplones aniquilados por las maras y —macabro empecinamiento histórico— un cada vez más amplio historial de ejecuciones extrajudiciales y torturas. La proliferación de violaciones de derechos humanos llevó al desmantelamiento hace unos meses de una unidad adiestrada por personal estadounidense. Pero el personal de dicha unidad se recicló en otra, llamada Los Jaguares, entrenada por Fuerzas Especiales de Combate del ejército estadounidense. Aunque las autoridades militares estadounidenses se esfuerzan en dejar claro que su papel es únicamente “de asesoría”, fuentes del gobierno salvadoreño confirman a The New York Times que “los Jaguares se desmoronarían sin el apoyo estadounidense”.
Mientras, en primera línea de fuego, la violencia cruzada no deja de engordar las filas de las maras. “Los jóvenes entran en las pandillas porque las autoridades mataron a sus padres, a su hermano, a su tío”, cuenta un expandillero que ejerce ahora de pastor evangélico en Distrito Italia, uno de los barrios con mayor presencia de las bandas. La propuesta del Tío Sam contra el plomo es más plomo.
Al otro lado de la correa de transmisión de los flujos migratorios esperan trescientos veinticinco millones de estómagos que alimentar. El escritor Michael Greenberg disecciona en una crónica cargada de poesía para The New York Review of Books la economía del Valle de San Joaquín, al Norte de California, donde una legión de trabajadores latinos, en su mayoría indígenas del Sur de México, se desloman recogiendo pasas, uvas, pistachos, almendras, tomates, ciruelas, ajos y coles a temperaturas que superan los cuarenta y cinco grados. Lo hacen “bajo una constante nube de polvo, contaminación, pesticidas y humo”, provenientes del tráfico de la cercana San Francisco, los millones de kilos de productos químicos que se lanzan sobre las tierras y los incendios del Norte que se quedan atrapados en el valle.
“Medido en producción anual”, cuenta Greenberg, “el valle de San Joaquín es una de las extensiones de tierra cultivable más rentables del país, y está controlado por grandes productores que dominan a una fuerza de trabajo de trabajadores migrantes (…) consiguiendo para California unos beneficios de 47.000 millones de dólares anuales, que redundan en unos pocos cientos de familias, de las cuales unas pocas tienen hasta 8.000 o 16.000 hectáreas de tierra (…) Las plantaciones en la zona occidental del valle son tan grandes que los gerentes controlan la ubicación de sus trabajadores sobrevolándolos en avión”.
La recogida de fruta y verdura, cuenta Greenberg, es trabajo de una generación. “Los trabajadores con los que hablé ni querían ni permitirían que sus hijos siguieran sus pasos. El calor y la dureza física del trabajo, combinada con el poder feudal de los terratenientes, hacen preferible trabajar en un hotel con aire acondicionado o una planta de empaquetado, donde uno puede pasar el día erguido y libre de pesticidas por los mismos sueldos bajos”. Los obreros encorvados, cubiertos por varias capas de ropa para guarecerse de los pesticidas cancerígenos, cobran 73 céntimos por cada cubo de veinte litros que consiguen llenar de tomates. Los más rápidos y fornidos se granjean 75 u 85 dólares al día. La temporada del tomate dura cuatro meses, de junio a octubre, y cuando esta termina toca migrar al Este del valle para recoger ciruelas. “Con suerte, unas manos diligentes pueden encontrar trabajo ocho o nueve meses al año, ganando entre veinte y veintitrés mil dólares antes de impuestos. En 2010, los trabajadores simpapeles pagaron unos 12.000 millones de dólares en impuestos de la seguridad social, dinero que se acumula para la jubilación de los ciudadanos estadounidenses, y que ellos casi seguro nunca recibirán”.
Para sostener este sistema, apostilla Greenberg, hace falta un suministro constante de trabajadores mexicanos empobrecidos y amedrentados por la policía migratoria, dispuestos a partirse la espalda en infiernos como el Valle de San Joaquín.
Por encima del cadáver de AMLO. Andrés Manuel López Obrador (AMLO, un presidente/movimiento, con siglas) se ha propuesto hacer saltar por los aires ese esquema. El nuevo presidente mexicano, que tomó posesión del cargo el 1 de diciembre, pretende atacar tanto el vector centrífugo de la emigración desde el Sur como el centrípeto de la inmigración hacia el Norte. Cuenta la agenciaReuters que su recién estrenado gobierno ha puesto a su ministerio fiscal a trabajar para cortar las vías de financiamiento y lavado de dinero de carteles como el de Jalisco. Santiago Nieto, el nuevo director de la recién creada Oficina de Inteligencia Financiera mexicana, ha puesto en marcha un proceso contra tres empresas y siete personas vinculadas contra dicho cartel. La medida contrasta, señala la agencia británica, con la tibieza de la fiscalía general del Estado bajo el gobierno de su predecesor, Enrique Peña Nieto, a la hora de investigar el lavado de dinero del narcotráfico.
“No os fallaré”. Fue la frase más repetida de AMLO en su ceremonia de investidura a principios de mes, señala en la revista estadounidense especializada en Latinoamérica NACLA la analista Laura Carlsen. Más allá de atacar en la raíz la fuente de la violencia de un México que se desangra, AMLO no escurrió el bulto de las expectativas de cambio radical que ha levantado su aplastante victoria. “Todo va a cambiar”, repetían los asistentes al ungimiento del nuevo Presidente. “Necesitamos trabajos para todos”, declaraba una votante de AMLO. “Con trabajo, todo lo demás funciona”. Carlsen señala que AMLO ha logrado un imposible en el anquilosado sistema político mexicano: crear un sentido de identificación con el pueblo mexicano y disipar la extendida alienación hacia la política. Lo ha hecho en torno a cuatro ejes: la imagen humilde de un líder que escucha, dispuesto a hacer actos en ciudades y barrios empobrecidos a los que ningún candidato se había acercado; el ofrecimiento de un gobierno que no solo represente, sino que incluya al pueblo, en especial a los sectores más excluidos como los campesinos, los trabajadores y los indígenas; la lucha sin cuartel contra la corrupción; y el rechazo sin paliativos del neoliberalismo y las privatizaciones, además del fracking o los cultivos transgénicos.
En el semanario Mexicano El Horizontal, la lingüista Violeta Vázquez Rojas Maldonado habla de un país “roto y lastimado” tras décadas de saqueos y violencia pero también insuflado de “una gran esperanza” con la llegada del nuevo gobierno.
Pero Carlsen avisa a navegantes. “Siguen quedando asuntos sin resolver sobre qué significarán todas esas declaraciones en la práctica. AMLO debe aún hacer frente al NAFTA (tratado de libre comercio entre EEUU, Canadá y México), mientras los Parlamentos estadounidense, mexicano y canadiense se disponen a ratificar un acuerdo que básicamente sostiene el sistema económico que él repudia. Su gobierno está muy al tanto del poder de los mercados financieros e inversores, que castigaron a México por elegir a un presidente de izquierda comprometido a aliviar la pobreza y causaron una bajada temporal del peso y la bolsa. Su equipo deberá desfilar sobre una delgada línea en política macroeconómica”.
Igual de delgada será la línea geopolítica con el vecino del Norte. Así lo pronostica Jon Lee Anderson, el mítico reportero de The New Yorker y autor de la mejor biografía del Che Guevara. Anderson resalta la importancia de ruptura de tendencia histórica que supone el ascenso al poder de AMLO en pleno reforzamiento de las derechas en América Latina, y lo sitúa como némesis del ultraconservador Jair Bolsonaro, bien alineado con Estados Unidos. Mientras el asesor internacional de Trump John Bolton apunta a Bolsonaro como un aliado que “piensa parecido”, recuerda Anderson, “López Obrador escribió un libro titulado ‘Oye, Trump’, en el que promete defender firmemente los derechos de los trabajadores migrantes de su país en Estados Unidos”.
Anderson se detiene asimismo en la decisión de AMLO de invitar a su investidura al líder venezolano Nicolás Maduro, archienemigo de Estados Unidos en la región. “La presencia de Maduro,” señala, “tuvo menos que ver con la amistad entre los dos líderes que con el deseo de López Obrador de señalar que México vuelve a ser una nación libre y soberana. (Bajo la presión de Estados Unidos en lo relativo al muro fronterizo y el Nafta, el gobierno de Peña Nieto se había plegado a las exigencias de Estados Unidos en muchos asuntos, incluida la hostilidad hacia Venezuela, contraviniendo así la tradición mexicana del no alineamiento)”. Anderson señala como muestra que AMLO desconcertó a algunos de sus aliados de izquierda al celebrar la presencia en la ceremonia del vicepresidente estadounidense Mike Pence y su mujer, Karen, además de Ivanka Trump, de cuyo padre destacó que hasta el momento le había tratado “con respeto”.
Pero Anderson pronostica el principio de las hostilidades a no mucho tardar. En concreto, se fija en la cuestión de cómo lidiará México con los miles de centroamericanos que han viajado a su frontera Norte para buscar asilo en Estados Unidos. Trump, apunta Anderson, ha dejado claro que quiere que México opere como una especie de sala de espera de los migrantes, y siga desplegando a su policía en la frontera Sur para evitar que continúen en su viaje. López Obrador, por su parte, “emite sonidos diplomáticos al tiempo que repite que le gustaría ver un programa intensificado de inversión estadounidense en las economías de las regiones pobres del Sur de México y Centroamérica, para que la gente de allí pueda encontrar los medios para asegurar su subsistencia y quedarse donde están”.
Menos plomo; más trabajo. La vía AMLO.
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