Se trata de democracia
Quienes normalicen a Vox estarán mostrando la pobre lectura que han hecho de lo que significa nuestra Constitución y el poco valor que le dan a los significados básicos de nuestro sistema
RAQUEL MARÍN
Se puede o no se puede pactar con una fuerza política de extrema derecha apadrinada por Steve Bannon y aplaudida por Le Pen y por líderes del Ku Klux Klan? La entrada de este partido en el Parlamento de Andalucía tras el último proceso electoral ha dado impulso a este debate. Quienes defienden que sí se puede son diferentes líderes del centro derecha o de la derecha española, además de algunos medios de comunicación. Al hacerlo, se basan principalmente en un argumento sencillo. Vox, dicen, defiende la integridad territorial española y, en consecuencia, la Constitución. Son, por tanto, una fuerza constitucionalista con la que se puede pactar en condiciones de normalidad dentro del ámbito institucional.
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No deja de sorprender la utilización recurrente de este razonamiento. En primer lugar, porque al usarlo están reduciendo la Constitución Española a una única cuestión, la territorial. Y sí, nuestra Constitución contempla la integridad territorial de nuestro país, es cierto. Pero define también un Estado social y de derecho que no solo no discrimina por orígenes de raza, religión, ideas políticas o sentimientos identitarios, sino que integra toda esa pluralidad en el mismo ejercicio constituyente. Parte de él. Se inicia en él. Su primer paso es precisamente ese, dar cabida a una sociedad compleja, plural y abierta integrada dentro de una Constitución en la que caben distintas opciones políticas, planteamientos e ideologías. Caben incluso aquellas que puedan llegar a cuestionar los propios contenidos exactos del articulado del texto. La condición, para ser constitucionalista, no es ver grabado en inamovible mármol el título VIII, sino comprender y defender los valores democráticos que impregnan nuestra Constitución y el modelo de sociedad que nace de él.
En segundo lugar, porque si la condición fuera considerar dogma de fe lo que la Constitución dice sobre nuestro modelo territorial, Vox quedaría fuera del adjetivo de fuerza constitucionalista. Nuestra Constitución refuerza la presencia del Estado en el conjunto del territorio a través de un modelo autonómico que descentraliza el poder político y acerca a las autonomías el proceso de toma de decisiones en no pocas competencias descentralizadas. Lo hace a través de Estatutos de Autonomía que forman parte del cuerpo constitucional del Estado. Y sin embargo, Vox cuestiona ese modelo autonómico. Siguiendo el razonamiento de los defensores del constitucionalismo de Vox, esto les dejaría fuera. Pero ni siquiera. La forma democrática de la que la sociedad española se dotó, hace ahora 40 años, lleva dentro de sí la posibilidad de defender todas las opciones políticas —autonomismo, federalismo, confederalismo, recentralización, independencias— siempre que se haga con arreglo a la ley y por vías pacíficas y democráticas. Esa es precisamente su grandeza, la que es evidente que algunos comprenden mal.
La Constitución española se inspira, reconoce y protege nuestra pluralidad y nuestra diversidad
Transcurridas cuatro décadas desde la culminación de nuestro proceso constituyente, no debería ser tan difícil comprender la base de este. La Constitución Española se inspira, reconoce y protege nuestra pluralidad y nuestra diversidad. Hace nacer desde ella el ejercicio soberano que dota a un espacio público compartido de un sistema democrático de inspiración liberal que tiene características muy similares a las de los países de nuestro entorno europeo. Y dentro de él, tanto cabe defender el federalismo como pretender la recentralización de competencias, ser monárquico o ser republicano, tener la piel de color blanco o tenerla de color negro, ser católico o agnóstico, sentirse homosexual o heterosexual, pensarse vasco o español, gallego o andaluz, ser de izquierdas o de derechas, nacionalista catalán o nacionalista español. Ese es el tamaño de ese viejo texto tan criticado y tan incomprendido y que sitúa a nuestra democracia —aunque no lo sepamos— entre los sistemas más avanzados del mundo. Resulta desalentador que lo olviden tan rápido algunos de los que siempre se erigen en examinadores constitucionales de los demás.
Si ser constitucionalista fuera no poder salirse de la literalidad de los articulados de la Constitución, no cabría pluralidad posible de opciones ni habría margen para el sistema mismo de partidos. Por eso ahí reside lo único sagrado del texto; la protección de nuestra pluralidad y de nuestras libertades fundamentales. De ahí parte todo. Si no fuera así, el texto no definiría una democracia. Establecería los perfiles exactos de una dictadura.
A pesar de todo, algunos líderes políticos lo olvidan pronto. Y siguen reservando el adjetivo de constitucionalista para aquellas formaciones que defienden, exclusivamente, la literalidad del texto en lo que a la definición territorial del Estado se refiere.
Y no, no es tan sencillo. El debate nos espera en otro lado, allí donde se discute sobre qué significa nuestra democracia y en qué modelo civilizatorio se enmarca.
Es precisamente ahí donde reside la razón que desaconseja la normalización política de fuerzas cuyos planteamientos destacan por su incompatibilidad plena con nuestra pluralidad, con los derechos humanos y con nuestro modelo civilizatorio.
La condición, para ser constitucionalista, no es ver grabado en inamovible mármol el título VIII
Pongamos algunos ejemplos de las pretensiones políticas que tiene esa fuerza que algunos parece que están dispuestos a normalizar. En primer lugar, promueven el racismo y la xenofobia al vincular la concesión de la carta de ciudadanía a condicionamientos de carácter racial. Y al hacerlo, se sitúan fuera del marco de los derechos humanos y de los valores que inspiran este modelo de sociedad. En segundo lugar, establecen criterios unívocos sobre los sentimientos de pertenencia y niegan las libertades de pensamiento, sentimiento y definición identitaria sin las que no se comprende la base misma de nuestro sistema democrático. Pretenden, además, un monopolio sobre la idea de Dios para negar la libertad religiosa que está en el corazón mismo de nuestra democracia. Desprecian la igualdad —valor inherente a nuestro ejercicio constituyente— cuando de las mujeres se trata, la mitad de la sociedad española, hasta el límite extremo de restar toda importancia al asesinato de estas a manos de sus parejas o exparejas.
Hay muchos más ejemplos, pero tan solo con esos ya se ve clara la naturaleza del fenómeno ante el que estamos. Un fenómeno que pretende elevar a categoría de total la visión particular que tiene sobre cómo debe ser la vida. Un movimiento que, atacando los fundamentos de nuestro modelo civilizatorio, busca sacar del espacio público y expulsar del campo del derecho a millones de ciudadanas y ciudadanos en nuestro país.
La conclusión es a la vez tan sencilla como desoladora. Quienes los normalicen estarán mostrando la pobre lectura que han hecho de lo que significa nuestra Constitución y el poco valor que le dan a los significados básicos de nuestra democracia. Pero, en el fondo, nos estarán dejando ver algo peor; su duda sobre el papel que jugarán en la defensa de nuestros modelos de democracia y de nuestro marco civilizatorio, la más importante batalla política de nuestro tiempo.
Eduardo Madina es director de KREAB Research Unit, unidad de análisis y estudios de la consultora KREAB en su división en España.
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