Defensa de la república inútil
Hay muchas razones no para acabar con la monarquía, pero sí para consultar sus deseos a los ciudadanos, más de cuarenta años después de la muerte del dictador
Empecemos por algo en lo que es fácil ponernos de acuerdo: los españoles tenemos problemas mucho más graves que decidir si debemos abolir la monarquía y (re)instaurar la república. Hace poco, Javier Cercas criticaba en este periódico a Pablo Iglesias por fomentar ese “problema ficticio”. Frente al ¿para qué sirve hoy la monarquía? de Iglesias, Cercas respondía con la pregunta ¿para qué sirve hoy la república? Pongámonos en el peor de los casos: la república no sirve para nada.
Miles de familias se enfrentan a la posibilidad de perder sus casas y acabar en la calle. Miles tienen casa, pero tiritan en ella porque les falta el dinero para pagar la calefacción. Cada día nos llegan noticias de un nuevo caso de corrupción, muchas de ellas acompañadas de sobreseimientos por torpezas judiciales, de prescripciones de delitos, de maniobras para alejar a jueces incómodos, de chanchullos por parte de quienes deberían defender la justicia, de policías que ejercen de esbirros de políticos sin escrúpulos. Partidos con centenares de imputados. Sacerdotes que abusan de niños, y eso no es lo más grave: autoridades eclesiásticas cómplices y protectoras de abusos sexuales cometidos por sacerdotes. Una extrema derecha que quiere arrebatar a hombres y mujeres sus derechos conquistados en luchas de décadas. Índices de paro tremendos, aumento de la precariedad laboral, feminicidios, migrantes ahogándose a pocos metros de nuestras playas. Y, por supuesto, las tensiones por las ansias independentistas en Cataluña.
¿Hace falta continuar desgranando problemas y desgracias que exigen acción urgente y la voluntad política de enfrentarse a ellos? Entonces, ¿de verdad vamos a ponernos a discutir si monarquía o república? ¿No tiene la izquierda nada mejor que hacer? De todas esas cosas mencionadas más arriba es posible que ninguna cambie por tener un presidente electo en lugar de un rey que ha heredado el cargo.
El sentido común es la última arma que blanden quienes prefieren la perpetuación de privilegios
Hace poco oía un argumento similar, y no es la primera vez, pero referido a la exhumación del dictador. Un amigo, escritor mexicano, me lo decía: hay problemas más graves y, a estas alturas, qué más da dónde esté enterrado. Y he oído frases equivalentes sobre la retirada de placas que ensalzan a los golpistas de 1939, de sus estatuas, de sus honores. Cada vez que se pretende revocar alguna herencia del franquismo se nos dice que no es lo fundamental y, para colmo, que nos divide, reabre las heridas del pasado.
Pero la división está ahí; las heridas aún duelen. Sin embargo, en este debate suele ganar el que defiende el statu quo, como si cuestionarlo solo pudiese generar inestabilidad. Es lo que nos dicen a quienes querríamos un referéndum sobre la forma de Estado: reabrir la Constitución puede provocar inestabilidad y enfrentamientos. El fantasma de la inestabilidad ha llevado demasiadas veces en España a tragar lo intragable, también en todo lo relacionado con la monarquía: a ocultar los negocios y las cuentas del rey emérito o, cuando abdicó, a su blindaje exprés acordado por el PSOE y el Partido Popular para evitar que se le pudiese imputar por sus posibles delitos.
Y, sin embargo, el miedo a la inestabilidad no impidió que también el PSOE y el PP impusieran, no sé si con nocturnidad, pero desde luego con alevosía y sin consulta previa, una modificación de la supuestamente intocable constitución para limitar el déficit con el artículo 135.
No es que no pueda haber una sociedad democrática bajo una monarquía parlamentaria, aunque sí creo poco ejemplar que a la cabeza del Estado se encuentre siempre alguien perteneciente por definición a una determinada clase social, con sus intereses, amistades, y connivencias; alguien, además, que llega a ese puesto no por la aprobación de los ciudadanos, sino porque le toca. Pero lo más importante es que además en España se trata de una institución impuesta por una dictadura y refrendada a regañadientes como parte de un paquete en el que no cabía elegir solo alguna de sus partes. Hace poco supimos que Suárez evitó someter la monarquía a referéndum porque pensaba que sería rechazada.
Y aquí estamos hoy, con una monarquía no solo de escasa popularidad —índice sometido a numerosos vaivenes, poco útil para elegir nuestras instituciones—, también de escasa legitimidad.
Una república sí nos devolvería la sensación de vivir bajo un régimen legítimo
Es posible que de haber tenido una monarquía ejemplar, y acuciados por problemas más graves, nos hubiésemos ido olvidando de quién la impuso y de cómo se consolidó. Pero la continua sospecha de negocios turbios en torno al exmonarca y su familia, la falta de interés por buscar responsabilidades también por su sucesor, el penoso espectáculo de quienes han intentado por todos los medios proteger al antiguo Rey y a la institución nos llevan a muchos a plantearnos el porqué de su continuidad.
Puede que el sentido común nos diga que es mejor no realizar grandes transformaciones si no son imprescindibles, pero este es un sentido engañoso que favorece el inmovilismo y la resignación. El sentido común es el más vale lo malo conocido, y por ello seguimos a menudo con lo malo mucho más allá de lo conveniente. El sentido común es la última arma que blanden quienes prefieren la perpetuación de privilegios e injusticias a la difícilmente controlable voluntad de los ciudadanos.
Hay muchas razones no para acabar con la monarquía, pero sí para consultar sus deseos a los ciudadanos, más de cuarenta años después de la muerte del dictador y de las razones que llevaron a aceptar el mal menor que era la monarquía: su discutible legitimidad en el caso de España, su comportamiento poco ejemplar, las amistades peligrosas que han mantenido con representantes de regímenes brutales, la sensación de que partidos y prensa nos han ocultado la verdad sobre los actos de la Casa Real, y también por algo que afecta a todas las monarquías, no solo a la española: porque independientemente de su mejor o peor funcionamiento, de lo respetuosas que sean con la ley, de cuánto interfieran en la política, no dejan de ser instituciones asentadas sobre la distinción de clase, la familia a la que perteneces y el poder heredado e indiscutible, cualidades, en fin, que nada tienen que ver con procesos democráticos.
Así que puede que una república no sirva para nada ni resuelva nuestros problemas más acuciantes, pero sí nos devolvería la sensación de vivir bajo un régimen legítimo, decidido por nosotros, no impuesto por la dictadura que tanto dolor costó a los españoles, no ratificado por el miedo; un régimen digno y sometido a escrutinio público y a un mínimo de transparencia. La dignidad encierra esa paradoja: no sirve para nada y sin embargo es imprescindible para la vida de los individuos y de las sociedades.
José Ovejero es escritor.
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