TRIBUNA
El enemigo está en la Casa Blanca
Trump es un relativista moral y político, hostil a los valores e ideas fundacionales de EE UU
Donald Trump durante una reunión en la sala Roosevelt de la Casa Blanca. WIN MCNAMEE EFE
No valen las malas excusas ni la indulgencia interesada. No sirve esconder la cabeza bajo el ala. Donald Trump no tiene remedio. Por este camino, esto va a terminar mal.
Trump ha ido saltando todos los obstáculos —primarias, elección presidencial, transición, inauguración, primeras tres semanas— sin cambiar ni un ápice o, al contrario, superándose siempre a sí mismo, pero a peor. Las premoniciones más negras no han hecho más que confirmarse, mientras se desmienten los risueños pronósticos sobre los efectos benéficos de la responsabilidad de gobierno.
Tres son los argumentos de los optimistas antropológicos en la proyección de sus deseos de conversión de Trump al pragmatismo, la prudencia y la moderación. El primero es el aprendizaje presidencial, que requiere su tiempo. El segundo, la fuerza de la inercia, especialmente en política exterior, donde los intereses suelen ser permanentes. El tercero, el sistema de controles y equilibrios, y en concreto la división de poderes.
Trump ha demostrado que no sirven en su caso. Su aprendizaje —el de un magnate y showman que llega a sus 70 años sin experiencia política alguna—, si llega a producirse, será tan lento y costoso como para dudar de que el fracaso no llegue antes que el control del oficio. Su ruptura con la política exterior y con el establishment de Washington no puede ser más tajante: se ha enemistado con numerosos aliados, ha erosionado el orden internacional y ha ofrecido una increíble ventaja estratégica a Rusia y China. En cuanto a la división de poderes y a los contrapoderes, no entran en el universo de valores e ideas de un personaje capaz de descalificar a los jueces que no le complacen y de culpabilizar a la entera profesión periodística porque no le baila el agua.
La victoria de Trump, con tres millones de votos populares menos que Hillary Clinton, es un auténtico accidente de la democracia estadounidense, sometida a una prueba de tensión de la que puede salir mal librada. La prohibición de entrada a los ciudadanos de siete países de población musulmana, además de atentar contra los valores fundacionales estadounidenses, es un llamamiento al choque de civilizaciones que ya han agradecido los dirigentes del Estado Islámico y de Al Qaeda. Sus bravuconerías constituyen un peligro para la seguridad de los militares estadounidenses en el mundo y también para sus aliados europeos. Sus apologías de la tortura son un estímulo al terrorismo. Su denuncia de los tratados comerciales es un regalo a Pekín, que ya se dispone a sustituir a Washington en el liderazgo global. Su relativismo político y moral, que le permite parangonar a Merkel con Putin, y los crímenes de la autocracia rusa con los estadounidenses, es una rendición ideológica propia de un presidente antiamericano.
En tres semanas, Trump ha desmentido el eslogan de su campaña: su país es más pequeño, menos influyente y con menos autoridad para dirigir el mundo. Y por descontado, el nuevo presidente no tiene derecho alguno a reivindicarse como líder del mundo libre.
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