sábado, 8 de noviembre de 2014

BATWA... o CUANDO NADIE ESTÁ A TU ALTURA ▼ Un pueblo sin nombre propio | Planeta Futuro | EL PAÍS

Un pueblo sin nombre propio | Planeta Futuro | EL PAÍS



Un pueblo sin nombre propio

Los batwa mantienen una batalla continua para ser reconocidos como grupo étnico en Ruanda



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Niña jugando con un neumático alrededor de la aldea Cyaruzinge, en Ruanda. / VANESSA ESCUER
Son bajitos. Y los niños son casi tan ligeros como una bolsa llena de plumas. Los batwa, también conocidos como twa o pigmeos, son la tribu olvidada del conflicto ruandés.
Ruanda es un país pequeño de África Central, que arrastra la huella de una de las peores barbaries de la Historia. Su población se divide en tres etnias: los hutu, los tutsi y los batwa. Estos últimos son una minoría. Son indígenas cuyo origen está en los bosques alrededor de los lagos del Gran Valle del Rift. Cuenta la leyenda que abandonaron los montes para cantarle a Mwami, el rey durante los años cincuenta; la última década de la monarquía tutsi, iniciada en el siglo XVII. La realidad, en cambio, indica que fueron desalojados para poder crear los grandes parques nacionales que hoy atraen a gran cantidad de turistas que pagan cientos de dólares para ver a los gorilas.
Ahora viven como ocupantes ilegales en la tierra de otros, siempre con miedo a que les trasladen y sin acceso a la selva. Viven en situación de pobreza. Mendigan o trabajan para otros por sueldos muy precarios. Se han convertido en un pueblo sin nombre propio. Se han quedado bajo el estigma de la catalogación gubernamental de “población históricamente marginada”. En la práctica, eso es lo que son, aunque las autoridades hayan hecho algún tímido intento, sin éxito, de instaurar programas de asistencia, educación y sanidad.
Los Batwa, también conocidos como Twa o Pigmeos, son la tribu olvidada del conflicto ruandés

“Queremos ser llamadosbanyarwanda, como todos los demás”, afirman los habitantes de Cyaruzinge, un pequeño pueblo ruandés a las afueras de Kigali, la capital. Banyarwanda significa “los que vienen de Ruanda”, y es el grupo que debería incluir a todas las etnias como una sola. Sin distinción de lengua, cultura, historia o territorio. Durante el genocidio de 1994, más de 800.000 tutsis murieron a golpe de machete por los hutus en 100 días. El 30% de los batwa también fueron asesinados, más del doble de la media nacional. Desde entonces, todas las referencias públicas a la etnicidad son tabú. Han sido borradas de los documentos oficiales y nadie se atreve a verbalizar las tribus por miedo al gobierno. Así pues, los batwa viven en la invisibilidad. Ellos representan solamente el 0,4% mientras que el resto de etnias, hutus y tutsis, comprenden el 85% y el 14%, respectivamente, de la población total del país, según la Oficina de Alto Comisionado para los Derechos Humanos.
Como minoría, quedaron fuera de todo: de su territorio original, de su registro nacional, del sistema. Las divergencias entre las etnias fueron constantes durante todo el siglo XX. El genocidio puso fin a la violencia y ahora, Ruanda es un lugar de paz. A pesar de todo, la desavenencia entre las tribus existe, aunque todos recuerdan la matanza como algo que no puede repetirse.

Discriminación social

“A otra gente no les gusta nuestra comunidad. Dicen que estamos muy sucios. Pero a mí me gusta nuestro clan. Me gustan los batwa”, cuenta orgullosa Josephina, una joven de 18 años que vive en la aldea de Cyaruzinge. “Cuando alguien tiene un problema, yo estoy ahí. Toda la familia está ahí. Nos ayudamos entre todos”, abunda.

De fondo, se escucha el mugido fuerte de una vaca. Eso indica la llegada de Karl Weyrauch al poblado, un estadounidense que fundó la ONG Pygmy Survival Alliance hace seis años. “Cada año compramos una vaca y la regalamos al pueblo. Deben matarla y repartir la carne entre las 51 familias de la comunidad. Es prácticamente la única vez al año que comen carne”, cuenta Karl.
“Nuestros niños estaban muy enfermos, siempre sufriendo enfermedades. No tenemos vacas porque somos muy pobres. Además, no hay suficiente pasto para alimentarlas y mueren”, cuenta Josephina. “Karl nos trae una vaca cada año y los niños pueden beber leche”, añade.
La discriminación es el pan de cada día para ellos. Debido a su baja condición social, tienen acceso limitado a la educación y una tasa de analfabetismo del 77%, según la Organización Internacional del Trabajo. En consecuencia, son marginados en el mercado laboral, en el cuidado de la salud, en los medios de comunicación y tienen poco acceso a la representación gubernamental.
Les conocen como la comunidad de los alfareros, ya que muchos se dedican a la elaboración y venta de piezas de cerámica. Pero la pérdida de acceso a la arcilla a causa de la privatización de la tierra, y la creciente disponibilidad de productos de plástico, hicieron que ya no fuera un medio de subsistencia viable para ellos.
“Antes vivían en casas tradicionales de barro y bosta. Ahora, el Gobierno de Ruanda no lo permite más, todas las casas deben ser de material. Quieren romper la imagen de suciedad y de falta de civismo en el país”, explica Karl.

Fueron desalojados para poder crear los grandes parques nacionales que hoy atraen a gran cantidad de turistas
Los pueblos de los pigmeos de Ruanda se ubican a pocos kilómetros de Kigali. A pesar de la proximidad, la diferencia es desmesurada. Mientras la capital goza de calles impecables sin un solo papel en el suelo, los batwa viven entre el barro y la nada. La capital es ordenada y pulcra, tiene buenas carreteras y espacios de ocio para todos los gustos: casinos, cines, restaurantes y grandes centros comerciales con altos precios. Las zonas batwa no disponen ni siquiera de electricidad.
Los pigmeos sufren una batalla continua como grupo minoritario y desfavorecido a raíz de la legislación introducida en 2003, que impide su reconocimiento como grupo étnico diferenciado. Esta falta de identificación ahoga la capacidad de las organizaciones y los medios para examinar y atender las necesidades de esta tribu.

Carne y zapatos

Mujeres, hombres y niños se cobijan bajo la sombra de un árbol mientras los representantes del clan van cortando los pedazos de carne de la vaca para repartir. Llevan horas con la tarea y la gente se impacienta. Se aprovecha hasta el rabo, pero todos quieren elegir su trozo y no es lo mismo llevarse el morro que el lomo. Así que empiezan los gritos y las peleas, y los más pequeños corretean descalzos alrededor de los desechos.
“Cuando llegamos aquí y empezamos a trabajar con ellos, nadie tenía calzado. Lo primero que hice fue gastar cien dólares en el mercado del pueblo para comprarles zapatos. Eran todos de color azul y cuando empezaron a usarlos se veían todos los pies de ese color”, cuenta Karl sonriente.
“Los zapatos son muy importantes. No puedes llegar descalzo hasta la ciudad. Los zapatos te protegen los pies y además hacen que las personas te vean muy elegante”, dice Josephina mientras camina coqueta.
La baja condición de los pueblos pigmeos y la falta de representación les hace muy difícil su aceptación e integración social. Muchas comunidades agrícolas y ganaderas en la región les consideran “inferiores” y muchas veces los tratan como “intocables”.
Desde Pygmy Survival Alliance apuestan por proporcionarles acceso a la salud y la educación para garantizar cierto bienestar a las familias.
Josephina es la mejor alumna de la escuela del municipio. Se defiende bien en inglés y es exigente y responsable. “Yo animo a mis compañeros a estudiar. No tenemos tierra ni buenas casas. Nuestro trabajo es estudiar”, afirma. Es joven e inteligente y conserva esa inocencia que le dibuja una sonrisa única en el rostro. Pícara y atrevida, pide escaquearse de la escuela durante un par de días. El motivo: asistir a la boda de su amigo Jean Marie, el coordinador local de la ONG, para leerle un poema como regalo.
“Fundé la ONG porque vi que realmente los batwa tenían problemas graves. Pensé que sería difícil, pero cuando vi que todos me decían que estaban vivos y felices, me dije ‘¡con esta gente se puede trabajar!”, recuerda Karl satisfecho. “Mi familia no tiene enfado. Cada día, en cada momento, son muy felices”, dice Josephina. No hace falta que lo diga, se advierte solo con cruzar el umbral de la puerta de su casa. La risa es el sonido que rebota en cada una de las paredes.

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