Guerrero, hambre no solo de justicia
En esta región confluyen los principales males que aquejan a México: el caciquismo, la desigualdad, la pobreza extrema, la corrupción y la impunidad
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La muerte de seis personas y la desaparición de 43 estudiantes de magisterio el pasado 26 de septiembre en la localidad mexicana de Iguala, en el estado meridional de Guerrero, ha generado una ola de indignación nacional e internacional y un clamor por que se resuelva el caso. Pero esa demanda de justicia es una deuda largamente pendiente en esta región donde confluyen, de una forma exponencial, los principales males que han aquejado a México durante décadas.
Un caciquismo exacerbado que va más allá de partidos políticos, una desigualdad social lacerante en la que conviven la pobreza más extrema (particularmente de indígenas mixtecos y nahuas) con lujosos destinos turísticos, la corrupción rampante, la violencia política y la impunidad, la tradición guerrillera y de desafío a la autoridad y la represión brutal como respuesta, la geografía accidentada que hace de la región una de la mayores productoras de marihuana y heroína del país y una ubicación estratégica en la ruta de la cocaína sudamericana hacia Estados Unidos. Son los ingredientes de un peligroso cóctel que sólo necesitaba un detonante con lo sucedido en Iguala para explotarle en las manos al gobierno mexicano.
Mientras que Acapulco, antiguo refugio de rutilantes estrellas de Hollywood, ha sido tradicionalmente el rostro de Guerrero hacia el mundo, no muy lejos de allí, en la región oriental de La Montaña (una de las siete en que se divide el estado), el municipio de Cochoapa el Grande ha sido considerado año tras año por los índices de desarrollo el más pobre todo México, equivalentes a los algunos de los países más atrasados del África subsahariana.
No hace falta alejarse mucho de la cabecera municipal para comprobarlo. A unos 15 kilómetros por un camino de tierra, se encuentra Barranca de la Palma, una pequeña aldea de indígenas mixtecos de apenas 350 habitantes. Las modestas pero nuevas aulas de primaria construidas hace dos años no pueden ocultar la marginación. Junto a ellas, hay otra consistente en unas descascarilladas láminas de latón sostenidas por seis postes de madera. Las inexistentes paredes dejan ver el pizarrón y los pupitres de plástico alineados al frente.
Hace 10 años les construyeron un rudimentario centro de salud: un local con techo también de lámina, cuatro habitaciones y sin equipamiento especializado. Pero nunca ha tenido un doctor que lo atienda. “Los médicos no quieren venir porque están lejos y les pagan menos. Allá en la ciudad ganan más”, explica Fidel Martínez, que tras haber recibido capacitación como auxiliar de salud puede suministrar algunos medicamentos básicos a los vecinos —paracetamol, aspirinas, clorfenamina, jarabe y poco más— y se encarga de cuidar el centro.
Una brigada médica, compuesta por un promotor de salud y una enfermera, recorre las aldeas de la zona una vez cada dos semanas. Para cualquier otra emergencia, sus vecinos deben trasladarse hasta Cochoapa, la cabecera municipal.
Lo sabe bien Aurelia Flores, una anciana que vive con otros siete familiares en una modesta casa de madera, donde se dedica principalmente a tejer un huipil (una colorida blusa indígena) con un típico telar de cintura para reemplazar el que lleva, sucio y raído en la parte de abajo por el uso. Aprendió la técnica de su bisabuela, pero ahora le cuesta un año hacer uno por sus problemas de visión y de salud.
“Me duele mucho la panza, a veces tengo tos y me duelen los huesos”, explica en mixteco. “Voy con las brigadas cuando vienen, pero no me dicen qué tengo. Me dan unas pastillas que no me hacen efecto. Me dicen que es gripe, que me tengo que tapar bien, que a lo mejor es por el frío [gélido en esa zona serrana]. Pero ya tengo un año con este dolor”. Dice, mientras intenta fijar sus ojos acuosos en la tela que trabaja, que no recuerda qué edad tiene. Por su aspecto podría ser nonagenaria. Pero la pobreza envejece mucho, así que es imposible saberlo.
Con sus dos hijos fuera del pueblo, sobrevive únicamente con la ayuda de Oportunidades, un programa de asistencia a la extrema pobreza, que en su caso consiste en algo más de 800 pesos (aproximadamente 40 euros) cada dos meses.
Fidel Martínez muestra el interior del centro de salud y apunta a las paredes rasgadas por grietas que el penúltimo temblor abrió desde el techo hasta el suelo. Han pedido que lo reparen, pero las nuevas aulas, que venían reclamando durante siete años, parecen haber cubierto el cupo de inversiones en este necesitado pueblo durante una buena temporada.
Cuando le hicieron la solicitud al presidente municipal de Cochoapa, Luciano Moreno, elegido en los comicios municipales de 2012, éste les dijo que ya les había construido la escuela y que recibían el programa Oportunidades (otorgado en realidad por el gobierno federal). “Ya les estoy dando, ya no pidan más”, recuerda que les respondió Guadalupe Cuevas, hija de Aurelia.
No obstante, la mujer reconoce que tienen suerte, porque ese fue el candidato más votado en el pueblo. “Si gana uno distinto del que votamos, nos dice que como no le votamos no le vayamos a pedir a él, que vayamos a otro”, señala Cuevas. Lo peor no es eso, afirma, sino que “algunos días no hay qué comer”. “Así me tocó vivir y, ni modo, aunque no coma un día, así tengo que estar”, agrega con estoicismo.
“Algo que ha caracterizado a Guerrero han sido los cacicazgos políticos. Aquí existen grupos familiares que tienen el poder y las instituciones, que más que facilitar una participación ciudadana, son más bien como agencias de control político por parte de los caciques”, explica Abel Barrera, director del centro de derechos humanos Tlachinollan, con sede en Tlapa de Comonfort, en el centro de La Montaña.
La desigualdad y la falta de canales de participación política para quienes la sufrían propició en el estado el surgimiento de guerrillas en las décadas de 1960 y 1970.
En ese entonces el germen de la rebelión contra las cuatro décadas de poder omnímodo del PRI se había extendido por buena parte de México, lo que generó una reacción del régimen consistente en la denominada Guerra Sucia. Pero fue en Guerrero donde la represión fue más salvaje. De las cerca de 800 desapariciones forzadas que se calcula que hubo en esos años en todo el país, unas 650 tuvieron lugar en este estado. Y de ellas, 450 fueron en el municipio de Atoyac de Álvarez, en la región de la Costa Grande, en el oeste de esta región. Ese fue el centro de operaciones del Partido de los Pobres, grupo guerrillero liderado por Lucio Cabañas, un maestro salido de Ayotzinapa.
Estado de sitio, desplazamientos forzosos, detenciones masivas y arbitrarias, cárceles clandestinas, torturas, ejecuciones extrajudiciales y casi medio centenar de personas de los que todavía se desconoce su destino. Los familiares y las organizaciones de derechos humanos denuncian que hubo incluso “vuelos de la muerte” sobre el Pacífico para liberarse de los cadáveres, antes incluso de que esa práctica se aplicase en Argentina.
Lucio Cabañas tiene hoy una estatua en la plaza central de Atoyac, pero los familiares de los desaparecidos todavía reclaman saber qué fue de ellos. En 2009 la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CorteIDH) falló a favor de la familia de Rosendo Radilla, un dirigente social que fue detenido en agosto de 1974 por los militares por componer corridos a la guerrilla y nunca más se supo de él, y ordenó al Estado mexicano su búsqueda y el esclarecimiento tanto de su caso como del resto de desaparecidos.
Sin embargo, la investigación que ha llevado a cabo la Procuraduría General de la República desde entonces ha sido considerada como una farsa por las familias, que critican que en vez de interrogar a los responsables militares de la época o de buscar en los archivos del ejército, se han dedicado a hacer excavaciones en busca del cuerpo de Radilla en lugares indicados vagamente por otros detenidos de la época que salieron vivos.
“Si hubiera voluntad real ordenarían al Ejército que abriera los archivos y que los responsables hablaran. Yo creo que es posible porque ellos saben qué es lo que ocurrió con nuestros familiares desaparecidos”, lamenta Tita Radilla, hija de Rosendo y vicepresidenta de laAsociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Víctimas de Violaciones a los Derechos Humanos en México (Afadem).
Una consecuencia de esta represión fue el empobrecimiento de Atoyac, que “antes de la represión era un pueblo próspero”, gracias a los altos precios internacionales del café y de la copra (aceite de coco), recuerda Tita Radilla. Sin embargo, añade, “mucha gente tuvo que emigrar y las familias se destruyeron porque en la mayoría de los casos se llevaron al que era el jefe de la familia y los hijos ya no pudieron estudiar, crecieron en una situación de miseria”.
El empobrecimiento de la zona ha llegado hasta nuestros días. Guerrero fue azotado en septiembre del año pasado por el huracán Manuel, que a pesar de ser de categoría 1, la más baja, lo dejó devastado. Las rudimentarias infraestructuras, la baja calidad de las casas y la falta de medidas de prevención provocaron 101 muertes en todo en estado, 72 de ellas en Atoyac, a causa de un alud que sepultó parcialmente La Pintada.
Las familias de las víctimas de la Guerra Sucia consideran que la impunidad imperante por esos crímenes impulsó la nueva ola de desapariciones que ha vivido México desde hace una década, en el marco de la violencia de los cárteles del narcotráfico y de la estrategia policial-militar en su contra. Más de 20.000 desaparecidos desde 2006, muchos de ellos a manos del crimen organizado, otros por las propias fuerzas de seguridad y otros, como el caso de Ayotzinapa, por la acción coordinada entre ambos.
“Como no hay ningún enjuiciado y todos estos crímenes siguen en la total impunidad, se siguen cometiendo y esta gente se va enquistando en diferentes organismos de la seguridad pública, del ejército mexicano y sigue desapareciendo gente”, sostiene Julio Mata, secretario ejecutivo de la Afadem.
A esto se ha sumado en los últimos años la infiltración del crimen organizado en unas fuerzas de seguridad de seguridad corruptas. Un fenómeno extendido en todo el país, pero del que Guerrero es nuevamente un paradigma. El terreno estaba fértil para ello, pues las autoridades policiales del sistema caciquil no estaban preparadas para enfrentar esa amenaza.
Como explica Abel Barrera, “las policías estatales o municipales han funcionado más como pistoleros al servicio del ‘patrón’, es decir, del jefe político o del cacique. No tienen un perfil propio para policías, ni una carrera para responder a tareas de seguridad”.
Esta situación ya empujó en 1995 a varias comunidades indígenas guerrerenses a establecer sus propias “policías comunitarias”, fuerzas civiles de ciudadanos elegidos por sus propios vecinos para proporcionarles seguridad, y de su propio sistema de justicia, basado en sus usos y costumbres ancestrales y centrado más en la resocialización que en el castigo.
Hasta hace dos años se habían incorporado a esta red alrededor de un centenar de aldeas. Sin embargo, desde entonces las adhesiones y la aparición de otros sistemas similares de autoprotección se han multiplicado, incluso en localidades no indígenas, por efecto de la irrupción del crimen organizado y su colusión con algunas autoridades locales, como pasó en el caso de Iguala.
La población que inauguró esta avalancha de policías comunitarias fueHuamuxtitlán (situada entre La Montaña y el vecino estado de Puebla), a causa de un hecho que no difiere demasiado de lo sucedido con las estudiantes de Ayotzinapa. El 2 de junio de 2012, en plena campaña electoral municipal, un comando de matones armados que buscaba al candidato opositor al alcalde secuestró en la carretera a 17 personas que pasaban en sus vehículos particulares.
Cuando se supo en el pueblo lo que pasaba, no fueron las autoridades las que acudieron en su rescate, sino sus propios vecinos armados. “En toda la noche, la gente anduvo corriendo por diferentes lugares persiguiendo a los delincuentes”, explica Ángel Vitrago, un maestro jubilado que se hizo cargo de la coordinación de la fuerza de autodefensa. “Cuando llegamos al ayuntamiento, porque estábamos seguros de que allí estaban los delincuentes, lo encontramos completamente abandonado. Y cuando llegamos a la comandancia, hallamos dentro a una niña de 14 años amordazada y esposada a una cama. Nos dijo que habían intentado violarla”.
Las policías comunitarias, a pesar de ir armadas, tuvieron que ser reconocidas oficialmente por la legislación guerrerense como un derecho de los pueblos indígenas. Y han convivido con la fuerzas de seguridad y la justicia oridinarias, pero en los últimos años esa cohabitación se han tensado y varios líderes de las fuerzas de autoprotección han sido detenidos o están siendo buscados por las autoridades.
Claudia Rangel, profesora de Sociología e Historia en la Universidad Autónoma de Guerrero, atribuye esta persecución a la “criminalización de la protesta social” que se da en México. “En lugar de poner atención en el tema de las desapariciones forzadas, el Estado más bien se ha preocupado en perseguir a los movimientos y organizaciones sociales”, critica.
En Guerrero muchos de estos líderes no se enfrentan sólo a la detención, sino incluso al asesinato con móviles políticos, añade, como el caso del líder campesino Arturo Hernández Cardona, quesegún un testigo fue ejecutado a balazos por el propio alcalde de Iguala, José Luis Abarca, ahora acusado de la desaparición de los 43 estudiantes de magisterio y de nexos con el narcotráfico.
También la decisión de matar y hacer desaparecer a los estudiantes de Ayotiznapa, agrega Rangel, fue por pertenecer a este círculo de disidentes que se enfrenta al caciquismo en Guerrero. “Estoy segura de que la decisión que se tomó es porque son una disidencia bastante incómoda para el poder”, asevera.
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