jueves, 10 de junio de 2010
MALAS COSTUMBRES
Opinión
Costumbres argentinas
Beatriz Sarlo
Para LA NACION
Noticias de Opinión: Jueves 10 de junio de 2010 | Publicado en edición impresa
La corrupción no le importa a nadie, me dice un amigo. Los miles de minutos emitidos y de centímetros impresos destinados al tema se justificarían por lo menos en una de las dos razones siguientes: la corrupción es una noticia que la gente sigue con interés, o esas incesantes noticias finalmente llegan a interesar a lectores y televidentes.
Pero si mi amigo tiene razón, se gasta pólvora en chimangos, no sólo porque escasean los jueces y fiscales que se atrevan con la corrupción, sino también porque a muchos argentinos les resulta más o menos indiferente, aunque no lo digan de modo explícito porque sería un cinismo que pocos están dispuestos a practicar abiertamente.
La democracia aparece como un régimen que brinda oportunidades para delinquir desde el gobierno y no asegura el castigo de quienes las aprovechan. Pero las dictaduras también han demostrado ser regímenes corruptos. Los regímenes excepcionales, como el de Fujimori, en Perú, no exhibieron menos, sino más corrupción que otros, y democracias surgidas de revoluciones populares o campesinas fueron rápidamente colonizadas por un Estado que practicó la corrupción de modo piramidal y con un orden que todos los subordinados debían respetar.
Por cierto, no es ninguna garantía de menor corrupción que los gobiernos sean ocupados por elites que ya poseen fortunas cuando llegan al Estado; tampoco es una garantía que sean hombres venidos desde abajo, en largas luchas, los que arriben finalmente al poder.
Lo que acabo de describir sería un sistema universal e inevitable contra el que, como está en la naturaleza de las cosas, no se podría hacer nada. Sin embargo, hay países donde la corrupción está mal vista por la clase política en su conjunto. No es necesario ir muy lejos: Uruguay y Chile ofrecen ejemplos cercanos. Recuerdo, hace algunos años, leer en los diarios chilenos el escándalo provocado por un legislador que se había quedado con una suma que en la Argentina sería considerada de libre uso (un "vuelto", diríamos con desvergonzada sinceridad). La opinión pública condenó duramente a algunos parlamentarios británicos por gastos que aquí serían livianamente considerados parte de sus prerrogativas, y hace pocos días un ministro del nuevo gobierno debió renunciar porque había usado una asignación de alquileres para pasársela a su pareja, como si fuera un inquilino.
Es escéptica y superficial una sociedad que no les hace pagar las consecuencias de sus actos a políticos que han sido denunciados como corruptos. Se apasiona con el chimento, lo consume como si se tratara de noticias aparecidas en revistas de celebrities , a las cuales tampoco les hace pagar con su prestigio el descubrimiento de que poseen autos importados de modo flagrantemente irregular. Las celebrities , entre sus atractivos fatales, tienen el de ser transgresoras. Pero a las celebrities se las ama y a los políticos, no. Hay una disposición a creer cualquier cosa de cualquiera, y por lo tanto a pronunciar la peor de las frases de la antipolítica: "todos son corruptos".
Verdaderos problemas de la política quedan neutralizados por la indiferencia. Nadie se vuelve menos alerta ante la corrupción por falta de datos, porque los datos abundan. La cuestión pasa por la experiencia del castigo: los corruptos sin castigo son un ejemplo tan persuasivo como el de quienes no pagan sus impuestos y quedan alojados en nichos donde finalmente los pasa a recoger el camión sanitario de alguna moratoria.
En los países donde las transgresiones son duramente sancionadas, la corrupción o la evasión impositiva, tanto como sanciones morales, hacen correr el riesgo de sanciones penales. Esos crímenes no son tratados como un caso de conducta revoltosa en el último año del secundario.
Cuando la sanción penal es dura, la moral tiene un mejor terreno para implantar su discurso: se sabe que no hay que delinquir porque está mal, pero también porque existe la pena apropiada al delito. Fuera de ese régimen de delitos y penas, la ética pública se vacía de fuerza performativa.
Pero más importante que esto quizá sea el hecho de que es complicado convertir la corrupción en algo políticamente significativo. Quien estuvo cerca de lograrlo fue Carlos Alvarez. En 2000, renunció a la vicepresidencia de la República cuando estalló el escándalo de la compra de senadores. Ese acto "politizó la corrupción", es decir que la mostró no sólo como una falta moral sino también como el arma más destructiva utilizada sobre el Congreso. El camino que luego siguió Alvarez no insistió en esta línea, pero su renuncia tuvo un valor pedagógico, aunque de efecto breve.
Politizar la corrupción es sustraerla del terreno donde hoy se la muestra: el de una anomalía que se olvida para ser reemplazada por otra y, así sucesivamente, el corrupto de mañana desaloja al corrupto de ayer, confirmando el prejuicio antipolítico expresado por la frase obtusa "todos son corruptos".
El caso del majestuoso enriquecimiento del matrimonio Kirchner, que fue tan rápidamente considerado inimputable por un magistrado servicial, debiera ser explicado mejor no sólo en los detalles de una inversión inmobiliaria afortunada.
La democracia amplía las oportunidades para mucha gente que en otros regímenes no estaría en el gobierno. Esto es óptimo. Pero también amplía cuantitativamente el universo de personas que serán sometidas a todas las oportunidades que se tienen en el poder o cerca de él.
Esta desigualdad entre representantes y representados es peligrosa siempre, porque el representante sabe antes que el representado de dónde puede sacarse una tajada. Por otra parte, el representante tiene más posibilidades que el representado de inventar un discurso que justifique sus acciones. El más habitual hoy es el de los costos de la política. Los partidos necesitan financistas privados a los que se retribuye con contratos del Estado. Y esto ha sucedido no sólo en la Argentina.
De alguna manera se difunde la idea de que sólo alguien muy rico puede pagarse una campaña electoral y, entonces, la competencia queda entrampada entre el millonario y el corrupto (cuando no entre la fusión de esas dos figuras en el mismo hombre). Kirchner necesita enriquecerse porque su futuro político pasa por tener los medios para seguir en el escenario aun cuando pierda las elecciones.
Por otra parte, el ciudadano puede pensar sin malicia consciente que muchos no dejarían escapar una oportunidad tan generosa como la que se les ofreció a los Kirchner para expandir su capital. Hacer negocios lícitos y no lícitos con el Estado es una tradición argentina. Al continuarla, Kirchner cumple un sueño y adhiere a una costumbre. El crecimiento de una fortuna más allá de tasas que resulten verosímiles implica haber saltado sobre la oportunidad; desprevenidamente, podría creerse que con esto no se le roba a nadie, como si cualquier delito de corrupción se redujera a la figura del robo.
Las zonas grises abundan y son aquellas en las que es más difícil establecer un juicio si no se tiene muy claro cuál es la separación entre lo público y lo privado.
La depredación de lo público no es una actividad que sólo sea practicada por los políticos. Los delitos ecológicos, para poner un ejemplo, no son robos sino depredaciones tan evidentes como que se usa un curso de agua público para envenenarlo con basura industrial privada.
La otra corrupción, directamente política, es la que sucede con el manejo discrecional de los fondos públicos. Cuando algunas organizaciones sociales reclaman que los subsidios no sean manejados por los intendentes hacen centro en una estrategia de poder que confunde las lealtades electorales con los medios para conseguirlas.
Dejando de lado la posibilidad de que esos intendentes realicen actos de corrupción que los favorezcan directamente, lo que hacen es utilizar fondos que no les pertenecen, administrándolos en su favor o en el del gran caudillo que los adjudica. El carácter intrínsecamente corrupto de esta maniobra tiene tanto que ver con el uso político de fondos sociales como con las ocasiones de enriquecimiento personal de los jefes municipales que son responsables del desvío. Volver sobre estos casos es politizar la corrupción, porque estas maniobras realizadas con fondos públicos afectan derechos de ciudadanía.
Es obvio que, sin perder el eje de una moralización de la política, lo que parece necesario es una ininterrumpida politización de los discursos sobre la corrupción.
Esto quiere decir: extraerla de la esfera moral y definirla siempre como cuestión política, ya que la hace posible el ejercicio del poder; explicarla siempre en términos políticos, incluso cuando parece responder a extravíos personales; distanciarse del cualquierismo que afirma que todos fueron, son y serán así; señalar los usos privados de lo público como transgresiones que destruyen la vida política y social y el funcionamiento mismo de la economía; impugnar la idea de que es posible ejercer el poder de manera corrupta y, al mismo tiempo, eficaz, democrática y popular. Imposibilitar la ecuación que, en su momento, benefició a Menem: son corruptos pero gobiernan. Simplemente, si son corruptos no deberían gobernar y si gobiernan no deben ser corruptos.
© LA NACION
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el dispreciau dice: NADA justifica la corrupción, la que curiosamente está bien enquistada en los estamentos políticos de las potencias mundiales, que luego se auto-declaran como paladines de la justicia (un ejemplo clarito está en el Golfo de México y otro en el caso Malvinas). Los argentinos, carentes si los hay, hemos comprado la conducta como buena y nos hemos apropiado de ella, agregándole el valor del desprecio... El poder político y la clase política toda se caracteriza por su capacidad de sustentar actos de corrupción, aclarando siempre que se trata de negocios y no de "negociados" o bien de contribuciones a la "causa" que nadie sabe bien dónde comienza y dónde concluye, porque cada vez que se ejecuta, alguien se queda sin nada y por ende se excluye del sistema. Es evidente que el primer gobierno que tome distancia de esta conducta, aparecerá como el primero en la historia argentina en agregar valor cierto ya que, destacados como Arturo Frondizi o Arturo Illia han pasado a la historia como "tontos" y no por su capacidad de estadistas, jamás reconocida siquiera por sus pares. El país quedó anclado en las conductas de Perón y las asume como "apropiadas"... lo que impide que se tome distancia de ellas porque en esencia ningún político quiere alejarse del modelo "peroniano", que es entendido (error) como el mejor de los mejores, omitiendo siempre considerar todos los grises que se ocultan y otros tantos que se le perdonan. Esta inconducta es aprobada socialmente porque no hay ejemplos en contrario que bajen desde el poder, ya que el propio poder político atropella permanentemente la consciencia pública demostrando que la impunidad está de fiesta. Obsérvese que, políticos de vieja escuela, a los que no se puede tocar porque dominan nichos de justicia genuina y otros tantos de la paralela, salen al ruedo a declamarse defensores de la democracia, cuando a decir verdad en sus respectivos "momentos" hicieron todo lo posible para burlar al soberano y apropiarse de sus bienes. Si la sociedad argentina omite o se hace la olvidadiza es debido a que necesita sobrevivir, hecho bien aprendido de las décadas infames de los setenta y los noventa (para no ir más lejos ni venir más cerca). Quizás uno de los peores ejemplos de corrupción e impunidad que registrará la historia argentina se concentrarán en la década del noventa donde dos atentados aberrantes (todos lo son) fueron desdibujados a efectos de ocultar a sus reales mentores... pero ello se suma a las privatizaciones y a la destrucción de los nodos productivos del país a manos de negociados que no revistieron vergüenza alguna y que se llevaron puestos la vida de muchos inocentes desconocidos que estaban por casualidad en el lugar incoveniente en un momento más que inconveniente. Lo que cursamos hoy no parece ser distinto ya que en Argentina el estado de derecho se consume en relación proporcional al crecimiento de la pobreza y a la exclusión social. Lógicamente los impresentables políticos salen a discursear sobre sus transparencias, las cuales se ven opacadas a medida que uno se toma el trabajo de hurgar en sus pasados inmediatos. Lo lamentable de esto, conductas por medio, es que esta fiesta la pagamos todos los dispreciaus como yo, que nos hemos pasado la vida saltando vallas cada vez más altas, sólo para poder justificar nuestra presencia. Como conclusión, esta lamentable clase política y también el mensaje va para el periodismo todo, incluyendo los dueños (pobres si los hay) de los medios en el país, deberían aprender que la sociedad argentina ha sido y es la que paga los platos que ellos rompen, pero además (importante) los ciudadanos desconocidos (esos que no figuran en ninguna estadística y que no reciben ni reconocimiento ni premios) son los que construyen el país cada día, con sus esfuerzos, sus esperanzas, sus voluntades y también con sus carencias, mientras asisten a la depredación de una clase política impresentable. Junio 10, 2010.-
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