“La casa se estremecía con cada bomba”
3.000 vecinos de Alepo este que nunca abandonaron sus hogares han vivido cuatro años bajo el control insurrecto para retornar al del Ejército sirio.
Alepo
“No teníamos ni dinero ni adonde ir. Decidimos que moriríamos aquí antes que convertirnos en vagabundos”. Lo cuenta Amar Miro, un sirio de 51 años que, como el hijo soltero, decidió permanecer en su ciudad, Alepo, para cuidar a su madre, de 70. La familia Miro es parte de los 3.000 vecinos que nunca abandonaron la mitad oriental de Alepo, último reducto insurrecto, evacuado tres semanas atrás. Estas gentes sencillas y de magra economía se consideran un accidente geográfico del conflicto. Desde las ventanas de sus casas han visto llegar a los rebeldes en 2012, convivido con ellos durante cuatro años, hasta que las tropas regulares retomaron el control.
Una pareja de ancianos regresa a la ciudad vieja de Alepo después de los combates para ver cómo ha quedado su barrio. NATALIA SANCHA EL PAÍS
De las poco más de 100.000 personas que quedaron cercadas desde el pasado mes de julio en este puñado de barrios, 70.000 buscaron refugio en las zonas bajo control del Gobierno de Damasco. Otras 30.000, 7.000 combatientes armados y sus familias, fueron evacuadas gracias a un acuerdo a Idlib, última capital de provincia en manos insurrectas. Previamente, otras 250.000 habían sido desplazadas de sus casas con la entrada de los insurgentes. Los relatos de la vida en la Alepo oriental difieren entre barrios, según el grupo armado que reinó en sus calles.
Desde que entraran los insurrectos, cuatro generaciones de la familia Miro, diez personas en total, han permanecido en su hogar en el barrio de Kallaseh. “Los del Ejército Libre Sirio eran hijos del barrio conocidos por todos”, dice Amar Miro. Un tal Khaled Sandi se presentó como el nuevo emir de la zona. Lo primero que hizo fue ejecutar uno por uno a los varones, aquellos otros hijos del barrio que trabajaban para el Gobierno. Peinaron las casas en busca de soldados y funcionarios.
Con los frentes estancos durante dos años, esta familia prosiguió su vida conviviendo con los armados. Podían moverse e incluso cruzar a la zona bajo control del Ejército regular para visitar a familiares. Ahmed Miro, de 10 años y sobrino de Amar, acudía a la escuela del barrio, donde estudió el Corán, la ley islámica y matemáticas. Pero desde 2014, los combates repuntaron esporádicamente saturando de lápidas los cementerios. “Pasamos hasta dos meses sin salir del sótano. La casa se estremecía como un flan con cada bomba”, solloza Fathie, la abuela de Ahmed. La septuagenaria añora la vida de preguerra, consciente de que los años que le quedan nunca serán como los de antes.
Con los frentes estancos durante dos años, esta familia prosiguió su vida conviviendo con los armados. Podían moverse e incluso cruzar a la zona bajo control del Ejército regular para visitar a familiares. Ahmed Miro, de 10 años y sobrino de Amar, acudía a la escuela del barrio, donde estudió el Corán, la ley islámica y matemáticas. Pero desde 2014, los combates repuntaron esporádicamente saturando de lápidas los cementerios. “Pasamos hasta dos meses sin salir del sótano. La casa se estremecía como un flan con cada bomba”, solloza Fathie, la abuela de Ahmed. La septuagenaria añora la vida de preguerra, consciente de que los años que le quedan nunca serán como los de antes.
“Cuando las cosas se ponen feas es cuando descubres a la gente de verdad”, repiten los vecinos de Kallaseh. Los letrados, los médicos y los ingenieros de la guerra huyeron de los combates como todos aquellos de Alepo este que pudieron costearse convertirse en desplazados. Tan solo les quedaron un puñado de jóvenes médicos que nunca llegaron a graduarse.
En julio, el asedio de las tropas sirias sobre los barrios insurrectos se intensificódeteriorando las condiciones de vida. “Ya no había comida. Los armados nos daban un puñado de lentejas y pan duro cada dos meses de la ayuda que llegaba de fuera. Pero ellos tenían, vaya si tenían... Cuando se fueron descubrimos un almacén a rebosar en sus barracas”, interviene el cuñado de Miro. También comenzaron las rivalidades entre grupos armados “por cosas banales”, que en ocasiones derivaban en tiroteos.
Vecinos del barrio de Kallaseh, en Alepo oriental, regresan a ver cómo han quedado sus hogares tras los combates y cerco de cuatro años NATALIA SANCHA EL PAÍS
Peor suerte vivió el barrio de Al Sukkari, más al sur, que en el reparto de territorios quedó progresivamente bajo control de los ajanib (extranjeros, en árabe). Libios, saudíes y kuwaitíes llegados de los países del Cáucaso ampliaron las filas de los grupos yihadistas imponiendo estrictas normas a unas gentes con las que nunca antes convivieron. Muchos padres decidieron recluir a sus hijas mayores de 13 años en casa, para que ningún combatiente local o foráneo se encaprichara y tuvieran que entregarla de propia voluntad o por la fuerza. “A mi hija mayor se la llevó hace un año Al Nusra [antigua filial de Al Qaeda en Siria rebautizada como Fatá al Sham]”, cuenta una vecina, Faten. Desde entonces, al igual que muchas otras madres, no ha vuelto a saber nada de su hija.
Cargada con una bolsa de plástico y con vestido y velo llenos de polvo, Marwa y su cuñada regresan de ver por primera vez en cuatro años su casa, también en Al Sukkari. Ambas tienen un hijo en el Ejército, y ambas se congratulan de la victoria de las tropas sirias. Una sensación agridulce tras constatar que pasarán muchos meses hasta que puedan regresar. “La planta de arriba ha desaparecido junto con varias paredes. Nos han robado todo los terroristas, todo, hasta los marcos de las ventanas”, dice antes de proseguir camino al piso de alquiler donde se hacinan 20 familiares.
Edificios desaparecidos
En la humilde morada del barrio de Kallaseh nació Amar Miro hace 51 años, y allí creyó que moriría en diciembre cuando el Ejército lanzó la ofensiva final contra los rebeldes. La lluvia de bombas y morteros se intensificó, y aun así los Miro se negaron a subirse a los autobuses que evacuaban a los civiles. “Nos acostumbramos a vivir con la muerte y nos resignamos a la voluntad de Dios”, dice. Tardaron dos días en asomar la cabeza desde las escaleras que llevan al sótano, cuando una unidad del Ejército sirio inspeccionó su casa. Les dieron algo de comida y madera para calentarse y por primera vez en mucho tiempo se aventuraron entre las callejas del barrio. Edificios enteros habían desaparecido.
En las callejas colindantes a la Mezquita Omeya de Alepo se libraron los útimos enfrentamientos entre insurgentes y soldados regulares sirios. NATALIA SANCHA EL PAÍS
Con las piernas cruzadas sobre la alfombra, la vieja Fathie se sacude el frío junto a una estufa donde arden astillas de madera. En las calles, los niños hacen la señal de la victoria con la mano al paso de los soldados. En el sótano que les sirvió de refugio los Miro han dejado una cama y varias provisiones, “por si acaso”. A pesar del anuncio del fin de la guerra en Alepo capital y que las pintadas “El Asad o nadie” han reemplazado a las de los insurrectos, los alepinos saben que la guerra no ha terminado. A pocos kilómetros al sur se avecinan nuevas batallas donde combatientes armados y yihadistas aún controlan el 85% de la provincia.
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