Los niños perdidos de Mosul
Medio millón de menores vive en riesgo extremo en una de las ciudades iraquíes más castigadas por la violencia del Daesh
Una madre lleva a su hijo debajo del brazo mientras recoge las pocas cosas que ha podido traerse al Sewdinan para desplazados internos situado cerca del pueblo Hasan Sham, a unos 35 km de Mosul. JM LÓPEZ
Hassan Sham (Irak)
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“He visto como el Estado Islámico torturaba y decapitaba en las plazas de mi ciudad, Mosul. Nos obligaban a presenciar las ejecuciones porque si no nos castigaban a nosotros. Aún sigo teniendo pesadillas con aquello”, hace una pausa y respira profundamente. Mustafa Mahmood sólo tiene 13 años pero su mirada es la de un adulto. La vida, a base de golpes, le ha obligado a madurar a pasos agigantados hasta dejarle sin infancia. “En el colegio, los yihadistas nos enseñaban a usar armas, a combatir y a rezar. Mi padre prefirió que dejase de ir a la escuela así que estaba todo el día encerrado en casa".
La vida de este chaval es un continuo peregrinar huyendo de las bombas. En 2005, cuando tan sólo tenía dos años, su familia abandonó Mosul con destino a la ciudad siria de Alepo escapando de la guerra que por aquel entonces asolaba Irak. En 2011, tras estallar la revolución en Siria, hicieron las maletas y emprendieron camino de regreso a su ciudad buscando una mayor estabilidad y seguridad. La calma duró poco. En junio de 2014, las hordas del Daesh tomaron la localidad en tan sólo un día. Fue imposible escapar del yugo de su califato. Dos años viviendo según sus normas, pensando en el día en que pudiera huir del mayor horror de todos cuantos ha vivido. ‘No quiero volver nunca más a Mosul. Prefiero vivir en este campo de refugiados a regresar allí”, dice con aplomo y pesar mientras sus labios enmarcan una mueca de resignación.
“Mi sueño es viajar a Europa o a América. Me da igual un sitio u otro. Sólo quiero irme lejos de aquí. Estoy harto de tanta guerra”, se sincera este joven quien trata de esquivar los charcos en el lodazal en que se han convertido las calles del campo de desplazados de Al Khazer, donde vive junto con otros 33,000 civiles, todos huidos desde el inicio de la ofensiva contra el Estado Islámico el pasado 17 de octubre.
“Estoy cansado de ir de un lugar a otro. ¿Por qué no tengo derecho a tener una vida normal?”, se lamenta el muchacho de ojos almendrados protegiéndose la cabeza del intenso frío bajo la capucha de una sudadera. “No le importamos a nadie. A nadie. A veces pienso que no somos personas…”. De momento no se plantean ir a ninguna parte. "No, al menos hasta que encuentre a mi hermana mayor. Sigue en la ciudad. No pudo escapar con nosotros y no sabemos nada de ella", responde triste.
A su lado, como fiel escudero, camina Ahmed, su hermano pequeño. El muchacho, quien va cubierto de barro hasta las rodillas, es apátrida. Carece de nacionalidad legal. Nacido en Siria en 2008, no ha sido reconocido como ciudadano sirio o iraquí. Nadie se ha preocupado por él ni por su futuro. Apenas sabe leer o escribir pero conoce de primera mano los horrores de la guerra. “Todas las noches había explosiones, disparos… he visto gente morir a mi alrededor”.
La pequeña Faustina María también se queja de vivir aquí. “No me gusta. Yo quiero volver a mi casa. Ir a mi colegio. Ver a mis amigos y a mis primos”, comenta la pequeña cuando se le pregunta qué es lo que más desea en el mundo. Esta niña huyó junto a su hermana pequeña, sus padres y sus abuelos de Qaraqosh, la ciudad cristiana más importante de Irak, cuando fue tomada por el Estado Islámico el 8 de agosto de 2014. Su primo y su tío no consiguieron huir a tiempo. “La niña pregunta mucho por su primo… no sabemos cómo decirle que desde hace dos años no sabemos nada de él ni de su tío”, se sincera Majad, su padre. “Era con quien más tiempo pasaba y con quien más jugaba”.
Según la UNAMI (Misión de Asistencia de Naciones Unidas para Irak) un total de 6,788 civiles murieron en Irak en 2016 y 12,388 resultaron gravemente heridas.
6,788 civiles murieron en Irak en 2016
Escudos humanos
Un grupo de niños calientan sus manos en una hoguera. Junto a ellos, ajeno y con la mirada perdida en el infinito, está Eisa, un pequeño de ocho años, que se protege bajo una endeble manta.
—“¿Estás bien? ¿Tienes frío?”
Se encoje de hombros pero no responde. “No es muy hablador”, dice su padre por él. “Desde hace unas semanas está muy triste y casi no pronuncia palabra. Se pasa el día sentado o tumbado sobre un colchón. No juega con los otros niños del campo”, relata Mohammad mirando a su hijo por el rabillo del ojo. El hombre saca una radiografía donde se puede ver, con nitidez, una bala alojada entre las costillas. “Le disparó un francotirador cuando huíamos de Mosul. Desde entonces está en estado de shock. No reacciona… Y no tenemos dinero para pagar un médico o medicinas para que vuelva a ser el de antes”, se lamenta. “Este es el precio que tienen que pagar nuestros hijos por una guerra que no hemos elegido y que nos han impuesto”.
Los yihadistas saben del valor de los civiles y tratan de evitar a toda costa su marcha de la ciudad. Aquellos que se arriesgan a escapar son objetivo prioritario de los francotiradores y de la artillería.
“Nuestros padres murieron en un bombardeo del Estado Islámico”, afirma Kofran aferrándose a un plato de arroz con pollo. Acaba de llegar a este campo de desplazados acompañada por sus tres hermanas mayores y su abuela. “Decidimos marcharnos por la noche porque pensábamos que era más seguro. Éramos varias familias. Nos cayó una bomba muy cerca. “Están solas en el mundo. ¿Qué será de ellas ahora? ¿Qué futuro las espera en este campo?”, se lamenta la abuela en voz baja tratando de evitar que las niñas la oigan.
Desde que comenzó la ofensiva, más de 125,000 civiles han huido de la ciudad y se estima que aún quedan más de millón y medio retenidos a la fuerza por el Estado Islámico. Los usan como escudos humanos para evitar los bombardeos aéreos y el avance de la infantería del ejército iraquí.
Infancias cercenadas
Anas se esconde bajo la manta al vernos llegar. De vez en cuando asoma los ojos y la nariz y la vuelve a esconder cuando la cámara le enfoca. Sonríe y cuchichea con Wisa, su primo, quien permanece al lado de su cama en uno de los ocho hospitales de emergencia operativos en la ciudad de Erbil.
-“¿Cómo estás?". No responde. Ríe y mira con desconfianza. “Estaba jugando al pilla pilla en la calle junto con mi primo y mi hermano. Hubo una fuerte explosión y me desperté en el hospital”, comenta el pequeño, quien tiene todo el pecho y el estómago cubierto con vendas y gasas después de que la metralla de un mortero le alcanzase de lleno. Ha sufrido varias operaciones para extirparle todas las esquirlas de metal que tenía alojadas en el cuerpo.
“Mi hermano está muerto”. Anas, de siete años, deja de hablar y rompe a llorar. “Mi hermano está muerto”, repite una y otra vez. Sus lloros logran acallar la habitación de este centro hospitalario. Unos le miran y otros tratan de ignorarle pensando en su propio drama.
Estoy cansado de ir de un lugar a otro. ¿Por qué no tengo derecho a tener una vida normal?
En la sala contigua, Enas, de año y medio, se debate entre la vida y la muerte. Los médicos tratan de estabilizar a la pequeña. Su abuela, sentada en un sillón de la sala de urgencias, se da golpes en el pecho y ahoga sus lloros en el hombro de su hija. “Mis dos hijas pequeñas estaban jugando en el jardín con Enas. El Dáesh ocultó una mina en el patio. La pisaron y…”.
Yaza no puede continuar. Esta rota por el dolor. Se aferra a la túnica que llevaba una de sus hijas. Está empapada en sangre. “¡Están muertas! ¡Mis dos hijas pequeñas están muertas!”, se lamenta la mujer, a quien nada ni nadie puede consolar en su intenso dolor.
Desde el inicio de la ofensiva contra el Estado Islámico este hospital ha atendido a más de 900 heridos, en su mayoría mujeres y niños. “Los heridos que recibimos tienen todos heridas similares provocadas por la metralla de los obuses o por balas de francotiradores”, advierte Rauf Mohammad, jefe de enfermeros de este centro médico.
Según UNICEF, medio millón de niños se encuentra en una situación de “riesgo extremo” en la ciudad de Mosul. “A medida que la campaña para retomar la ciudad continúa, los niños y las familias que ya han soportado dos años de penurias y temores ahora están siendo forzados a huir o están atrapados entre las líneas de combate”, se desprende del estudio El alto precio para los niños. La violencia destruye la infancia en Irak, publicado en junio de 2016.
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