India desde el techo de un tren
Un viaje a bordo del 52171, de Gwalior a Sheopur. India intenta a duras penas modernizar sus líneas ferroviarias pero existen algunas tan saturadas que los usuarios no caben dentro
En tren con el techo repleto de viajeros cruza el puente sobre el río Kuno, entre Gwalior a Sheopur, India. PABLO ZULAICA
Sheopur Kalan, India
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Dos pies o 61 centímetros: la distancia entre los viejos rieles que van de Gwalior a Sheopur ―centro-norte de India, Estado de Madhya Pradesh―, son un centímetro más de lo que promedia una baguette de pan. En Sheopur, al atardecer, un operario dirá que éste es un ramal histórico, que existe por patrimonio, y puede ser. A estas miniaturas, los viajeros y la administración los llaman “trenes de juguete” (toy trains). Pero los asientos de este tren que hace 199 kilómetros en 11 horas se han llenado hace ya 12, antes del amanecer, y el orgullo del operario es un orgullo a medias.
A las 5:30 de la mañana, una hora antes de partir, el 52171 no es siquiera un tren, y junto a las cocheras de Gwalior, tras un muro viejo y bajo una luna que la víspera fue llena, esperan sin locomotora, en vías paralelas, tres filas de cinco o seis vagones minúsculos, frágiles y angulosos como cajas de cerillas, con anuncios en hindi y en inglés. Parece que pronto alguien fuera a descorrer una cadena y los niños vinieran a dar vueltas en círculos. Pero, aunque la máquina diésel aún no ha comparecido, un goteo de sombras camina en plena noche y desaparece entre vagones. Por alguna razón saben cuál de las tres ristras será arrastrada hasta el andén y empezará a zarandearse sobre el llano largo y seco. En una de ellas, tras los barrotes soldados de las ventanillas brillan ojos blancos, y hay un silencio que en India, tan ruidosa, cuesta creer. Aunque nadie habla, no queda un asiento libre.
La salida ―en reversa― la ameniza desde la copa de un árbol gigante una nube de estorninos, y parece que al tren, poco más abarrotado que como llegó al punto de partida, lo jala en verdad una mula de carga. Sobre las casas bajas, los primeros rayos iluminan los muros del castillo del maharajá de Gwalior y el 52171 contornea su colina esquivando motoristas, coches, vacas. En el andén solo han subido un par de shadus ―santones― envueltos en sábanas blancas y azafrán, macuto y vara en mano, tras ganar su sitio. Aunque una anciana comparte su banca, sentarse erguido es imposible. Enseguida duele el tronco por las tablas duras, duele el cuello por brazos ajenos que buscan la pared para apoyarse, y las piernas, constreñidas por los bultos de viajeros sin asiento. Láminas de conglomerado cuelgan del pasillo y asoma el armazón. Encajado, un niño se ha dormido de pie. Y fuera, un hombre se encarama a la ventana, se instala frente a los barrotes y sonríe adentro. No caben baños, vendedores, revisor. Aquello es como un metro muy muy viejo en hora punta, pero son once horas punta. Circular sobre 61 centímetros requiere equilibrio físico y mental.
La mayoría de polizones son jóvenes que viajan solos
El término toy trains suele aplicarse al delicado ferrocarril de montaña de Kalka a Shimla, la capital estival prehimalaica con la que los británicos evitaban el sopor de Delhi, o bien al de Darjeeling, a los pies del Kanchejunga (totalmente ficcionado en la película Viaje a Darjeeling). En el siglo XIX supusieron retos a la ingeniería y hoy circulan adecuados al turismo al amparo de la Unesco.
En la montaña, el sol puede resurgir entre las nubes, pero en el llano la neblina es pertinaz. Aunque Gwalior queda 90 minutos al sur del Taj Mahal, Sheopur está en ninguna parte, en los límites con Rajastán, en el mismo plano semiárido que a finales de febrero, si uno se apoya, descuidado, en la chapa del vagón, quema como horno. El ramal aparecía entre los que el gigantesco Proyecto Unigaugeconvertiría a vía ancha durante 2016. El Gobierno no invierte en vía estrecha desde los años 90 y busca unificar los cuatro anchos nacionales para hacer la red más eficiente. Frente al 53% del total que las vías métricas e inferiores suponían en 1951, en 2011 eran el 15% de 65.000 kilómetros. Ratio de curvas, puentes o andenes se adaptan progresivamente, también para los trenes Talgo que Indian Railways ha encargado para agilizar las líneas principales. A finales de 2015 esta línea se cerró, y el 52171 es ahora un dèja-vu.
Tampoco parece que los rieles hacia Sheopur hayan sido reemplazados en su siglo largo, y el tren, que alcanza una velocidad máxima de 35 kilómetros por hora, promedia 18. Por eso parte al alba y llega con el sol ya puesto. Según la web oficial, serán 10 horas y 50 minutos, e incrustarse en una banca de madera justifica un madrugón para muchos campesinos. Pero hay quien duerme más, llega en hora e inventa su lugar.
“Si ves fotos de esos trenes rebosantes —había dicho un periodista extranjero afincado en Nueva Delhi—, son viejas, o bien de Pakistán o Bangladesh”. La prohibición de trepar al techo de los trenes se estrenó en 2010 para atenuar unos números desorbitados: en 2008, sólo en el área de Mumbai 17 personas morían diariamente atropelladas, caídas o electrocutadas en los trenes.
De alguna manera, el vendedor de cacahuetes avala de facto a la costumbre de abordar el techo. Dentro del vagón moverse es imposible. La única pequeña economía a bordo es a cielo abierto. PABLO ZULAICA
En 1885, Madhav Rao Scindia, maharajá de Gwalior y cazador aficionado, quiso disfrutar su vasto territorio. Lo poblaban indígenas sahariyas, pero también tigres, cocodrilos y otras presas. Aquel tren personal se estrenó en 1904 y hoy dibuja un arco por el patio trasero de Madhya Pradesh. Hoy, niños sahariyas siguen muriendo por desnutrición ―el 55% la sufre―, el cólera ataca y el hospital de Sheopur necesita del de Gwalior. En 2009, un tataranieto de Scindia, sin título pero congresista, escribió a la Unesco que la línea se había tendido sin ayuda inglesa, que era una joya del momento y la más larga de ancho inferior a un metro.
La silueta del 52171 se proyecta con el primer sol sobre campos terregosos. Y en lugar de rectángulos sucesivos es más bien un teatro de sombras, una sucesión de bultos que, con un poco de atención, se mueven. Se requiere más valor para aguantar dentro, y el hacinamiento finalmente queda atrás en Kailaras, tras el primero de dos puentes cerrados que debe atravesar el tren.
Llegar al techo es alcanzar el cielo. Bajo el azul inmenso existe un orden que abajo es impensable. Personas de piernas cruzadas, sosegadas, sentadas en hileras invisibles, viajan cuatro metros sobre el ruido y el polvo que acontecen en cada pequeño pueblo. Sonríen, no preguntan demasiado, disfrutan en silencio del bálsamo que es la brisa y miran al horizonte. Hoy hay espacio para todos, para dejar el equipaje y estirar las piernas. El techo mismo, inesperadamente plano, la falta de catenaria y la velocidad del tren reducen considerablemente riesgos. Un diario que el viento no ha volado basta para librarse del polvo y de la chapa ardiente. Un pañuelo anudado cubre frente al sol directo. Se agradece un grito solidario y hasta cuatro risas cuando las ramas de un babool, esa acacia para limpiar dientes, resultan demasiado largas. Y un aviso, —bridge!—, cuando el tren se acerca al tremendo puente sobre el río Kuno.
La mayoría de polizones son jóvenes que viajan solos. También hay shadus ancianos, padres con hijos y una chica ―una sola― en el vagón trasero. Un joven dice que suele viajar así. "Desde Gwalior hay un autobús a Sheopur en cinco horas. Cuesta 90 rupias, y el tren sólo 50. Además, también va lleno". Esa es la medida de las cosas. En realidad el tren cuesta 45 rupias ―0,60 euros―, y muchos canjean el resto por paciencia. Pero aquí existe otra ventaja: no hay billetes para el techo, y la multa por subirse ―500 rupias o tres meses de cárcel― no amedrenta.
La prohibición de trepar al techo de los trenes se estrenó en 2010 para atenuar el alto número de accidentes
En Sabalgarh, ecuador del viaje, un punto lejano se convierte en otra nube de personas que llegan en pie. La vía única permite al 52171 cruzarse con su contraparte rumbo a Gwalior. Algunos se apearán, otros sólo quieren estirar el cuerpo. Viaja un revisor, pero lee la prensa en su habitáculo. En el andén y sobre la tierra seca continúa el trasiego de bultos, gritos, el jaleo natural. Tal vez algunos probarán sus samosasreputadas. Y el tren arrancará, lentísimo, hasta 27 veces.
Gracias a los canales el llano reverdece a ratos. Hombres y mujeres siegan con hoces unas briznas alargadas con aspecto de escobas, y hay también palmeras para delimitar terrenos. Los primeros canales eran coloniales, pero el Gobierno de Narendra Modi pretende contribuir con 15.000 km y 3000 embalses. Se estima un costo de 168.000 millones de dólares, y reubicaciones, fugas de agua, disputas entre estados o alteración de bosques y los propios ríos, muchos con depuradoras desbordadas. Sobre una pasarela al ras, el tren libra en diagonal un cauce color tierra.
Antes de que el sol comience a escorarse, un hombre que domina el tambaleo se acerca entre los cuerpos ladeando la cabeza. No lleva uniforme, tampoco es meramente un pasajero y sujeta una báscula con dos platillos. En uno pone una pesa, y el otro lo iguala con cacahuetes a cambio de diez rupias. Abajo, compactados, malviajan pasajeros. Arriba, el safari deja cáscaras al viento.
—Bridge!
Tras una amplia curva surge una mole metálica rojiza, un puente de acero cerrado por encima. La máquina no puede ir más lenta, y un niño indica que basta inclinar la cabeza para librar sus anchas vigas. El tren avanza suave, con estrépito, sobre el acero. Muy abajo, el Kuno fluye claro desde el corazón del parque nacional homónimo. Tres cabezas negras nadan hacia un islote y comienzan a emerger. Son búfalos. Pero allí viven también leopardos, y no queda lejos la conocida reserva rajastaní de Ranthambore. Al atacar a campesinos se comprobó que seis tigres habían revivido un viejo corredor, cruzaron el río Chambal y ahora merodean por Kuno.
Nada de saris. Y hombres jóvenes con jeans, polos de colores y reproductores de música son el único cambio de aires en una escena que ahora, ley en mano, ya no es posible. PABLO ZULAICA
La tierra se torna anaranjada, las acacias refulgen y los campos se resecan. Piedras pintadas con cal guían rodadas en la tierra, hay casetas de adobe con techos de paja, tortas de estiércol seco para cocinar y niños semidesnudos que agitan una mano. Al cabo del viaje, el sol y el bamboleo hacen mella y alguno prueba una siesta. En Khojipura otro doubledecker se cruza camino de Sabalgarh, y en Durga Puri, un templo aledaño convierte en cinco minutos una parada programada de dos. Por fin, el tren pasa ante ladrilleras humeantes y después, sin más preámbulo, rebasa un cartel que dice Sheopur Kalan.
Frente a la oficina del jefe de estación, rodeado de hombres curiosos, el operario extiende su mano.
―¿Cuál es el objeto de que el tren llegara a Sheopur?
―Aquí sólo hay agricultura. Este era un tren para la gente.
―¿Y se va a convertir a vía ancha?
―Es un tren muy viejo, es deficitario, pero se mantiene porque es histórico.
Ciertamente, no es el vapor-cremallera de las Montañas Nilgiri, cubiertas de fotogénicos campos de té en las alturas sureñas de Kerala, también hoy protegido. La oficina de Turismo de Gwalior promueve la herencia de los Scindia sin su tren y la historia del músico Tansen, favorito del emperador Akbar. Consultada acerca del futuro, en noviembre de 2016 reenvió un correo a la de Relaciones Públicas del Ferrocarril Norte Central, pero no hubo respuesta. Hoy, en el historial de candidaturas de la Unesco no hay rastro del ramal del 52171.
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