El cartel más peligroso de México
El grupo criminal Jalisco Nueva Generación, que cortó carreteras en Guadalajara y derribó un helicóptero del ejército mexicano, planta cara al Gobierno con una ofensiva inédita. Este es un recorrido por la tierra donde siembra el terror
JUAN DIEGO QUESADA Guadalajara (México) 12 MAY 2015 - 05:15 CEST
La señora Isabel dice que su hijo era de piel blanca pero le gustaba tumbarse al sol. Por eso luce tan moreno en las fotografías que pueblan el altar que ha levantado en casa desde que lo secuestraron. El chico fumaba marihuana (“fíjese en los ojillos chiquitos”) y cuidaba de unos gallos. Un día, al terminar el almuerzo, se levantó de la mesa y le dijo a su madre “ahorita vengo, jefa, voy a echarle de comer a los gallos”. No regresó. Doña Isabel descubrió que unos hombres se lo llevaron a la fuerza, a él y a otro amigo que vendía droga en esta zona conurbada y triste de la ciudad de Guadalajara. La dueña de la tienda de la esquina, Estela, vio como al suyo, en mitad de la calle, se lo llevaron “con los pies pa’ lante” Al hijo de los vecinos de enfrente también lo levantaron en esos días de terror y su cadáver apareció horas después arrojado en una cuneta. Su familia lo identificó por un tatuaje en la nuca: “Viva México”.
Todo el mundo supo entonces que el cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG) acababa de tomar el control del barrio.
Esta organización criminal, hasta ahora casi desconocida, se ha atrevido a desafiar al Gobierno de México con una ofensiva pocas veces vista en la historia del narcotráfico. El 1 de mayo, el cartel provocó el caos cortando calles y carreteras de la segunda ciudad más grande del país, Guadalajara, y derribó un helicóptero militar con un lanzacohetes, una acción más propia de una guerra convencional. Los sicarios ejecutaron ese día distintas acciones coordinadas contra policías y soldados mexicanos en las que hubo 17 muertos. La capacidad de control del Estado quedó en entredicho.
Alejandro Solorio podría ser uno de esos policías a los que el narco asesina y después las autoridades le rinde honores con discursos y disparos al aire. Pero el comisionado de Seguridad de Jalisco, el Estado donde opera principalmente el grupo, sobrevivió a un atentado de este cartel, que en sus inicios fue una célula de la mafia de Sinaloa. Por eso está hoy sentado al otro lado del escritorio. Unos pistoleros lo emboscaron en una curva, dispararon con balas antitanque y lanzaron dos granadas. “Mis escoltas y yo retrocedimos y tuve la oportunidad de sacar mi arma y ponerme a disparar”, cuenta en su oficina.
Del perchero cuelga un sombrero vaquero y una gabardina. Solorio tiene modales de ranchero: “Huían como cobardes a pesar de que eran más. Pero son tipos peligrosos. Es un cartel que se dedica al secuestro, la extorsión, el tráfico de drogas y robo de hidrocarburos. En los pueblos donde los hemos ido echando, a veces se me acercaba gente y me decía: ‘híjole, lo malo es que ya no hay gasolina barata’”. Solorio carga con la sospecha, como muchos de su gremio a los que no se sabe si los matan por corruptos o por honestos, de estar a sueldo del narco: “No, no. Mira este mensaje en mi celular. Es una amenaza que me enviaron el otro día. Ellos saben que no pueden comprarme”.
El líder de Jalisco Nueva Generaciónes Nemesio Oseguera, alias El Mencho. La organización ha pasado del anonimato a ser considerada una de las más poderosas de México, según el Departamento del Tesoro Estadounidense. Mientras el Gobierno asestaba golpes a los grandes carteles como el de Sinaloa, con la detención de Joaquín El Chapo Guzmán, o a Los Zetas, con la captura de Omar Treviño Morales, CJNG crecía a la sombra y aprovechaba los vacíos de poder que producía la fragmentación de las grandes corporaciones. Su rápido ascenso tiene que ver con su capacidad para vender drogas, lo que le genera grandes réditos que utiliza para reclutar hombres y comprar armamento. Por lo pronto, el cartel ha retado al Gobierno mexicano poniendo en jaque a Jalisco, uno de los Estados más importantes y ricos de México.
Las madres de los desaparecidos en Jalisco se reúnen todos los lunes. “Hablamos, nos consolamos, lloramos y hasta reímos. Si alguien nos viera pensaría que estamos locas, y es así: locas de dolor”, dice Guadalupe Aguilar, representante de las Familias Unidas por Nuestros Desaparecidos de Jalisco (FUNDEJ). En esas reuniones se encontraron doña Isabel, que ha acabado regalándole los gallos a un primo ante la ausencia prolongada de su hijo, y Estela, la propietaria de la tienda que persiguió a los que “robaron” al suyo durante varias calles hasta que perdió el aliento y una chancla.
Estela, una semana después del levantamiento, fue a misa a las ocho de la mañana pero se topó con un cordón policial. La autoridad había acordonado las calles adyacentes a la parroquia. Un vendedor de helados le dijo que había “un muertito” tirado en la acera. La mujer intentó llegar hasta él, comprobar si se trataba de su hijo menor, César Gerardo, pero no le dejaron pasar. Solo le dijeron que el cadáver tenía clavado con un puñal un narcomensaje: “Así acaban los rateros y los robacamiones”. Ella pensó que su hijo no era ni lo uno ni lo otro y se fue a rezarle a San Judas Tadeo, patrón de las causas perdidas.
Las plegarias no han dado resultado. Cada 15 días visita el Instituto de Ciencias Forenses (Semefo) de Guadalajara para buscar entre los cuerpos de los que todavía no han sido identificados. Unos son demasiado altos, otros demasiado bajos. Más gordos, más flacos, con más pelo, con tatuajes que no son los suyos. El caso es que ninguno es el de su hijo. Estela ha dado vueltas por el municipio de Zapopan, donde vive, colocando carteles con su cara y ahí se ha dado cuenta de que su caso no es único: al menos otros cuatro chicos de los alrededores han desaparecido a manos de hombres armados. “Dicen que son los de la plaza [cartel que controla el territorio]. Dios los perdone”.
En una de las pocas fotografías que existen del Mencho parece un personaje de El Greco. Cara afilada, pómulos angulosos y un bigotillo recortado finamente sobre la comisura de los labios. El líder del cartel era hasta ahora un capo de bajo perfil, pero su desafío abierto al Gobierno le ha colocado en el centro de la diana. El cartel de Sinaloa, el más longevo del país, ataca a los rivales sin piedad pero raramente busca el choque frontal con el Estado, consciente de que ese puede ser el principio del fin.
Para Nemesio, ya no hay marcha atrás. “El Mecho ha sobreestimado el poderío de su organización. Hacer del Estado su principal enemigo y retarlo no es muy inteligente”, opina Guillermo Valdés, director del Cisen (órgano de inteligencia mexicano) durante la guerra al narco en 2006. Varios analistas de seguridad —Eduardo Guerrero y Alejandro Hope— coinciden en que el despliegue del 1 de mayo, que tuvo eco internacional, ha podido ser un error estratégico que puede erosionar el futuro de la organización. La prioridad número uno del Gobierno, en este momento, es dar caza al Mencho.
El hombre que está detrás del asesinato de una veintena de policías en el último año, en su día fue uno de ellos. Nemesio fue agente municipal en Cabo Corrientes, un pueblo en la costa del océano Pacífico. Poco se sabe de su época de uniformado poniendo multas a coches mal aparcados o a vendedores ambulantes. Lo que está claro es que no tiene piedad con el gremio. En abril, en una carretera, unos 80 pistoleros de El Mencho masacraron un convoy policial de la Fuerza Única, un comando especial. Murieron 15 agentes. “A mi marido lo quemaron vivo”, cuenta Miriam Vázquez, viuda del agente Rosendo Fregoso Ramírez, de 33 años. La mujer se ha quedado sola al cuidado de tres hijos viviendo en una choza, rodeada de perros y ratones que husmean en las cacerolas.
Rosendo fue un tiempo a trabajar de cocinero a Los Ángeles,California, y regresó a su tierra hace unos años para hacerse policía. Temía al cartel y por eso le pedía a su familia que no lo saludaran si se cruzaban por la calle. Los hijos del policía caído han recibido una beca para los estudios, pero Kevin, de 9 años, el único varón, también quiere ser policía porque le gusta el uniforme y llevar una pistola en el cinto. “No, hijo”, le corrige su madre, “¿no ves que esos pinches narcos no tienen corazón?”.
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