Olor a muerte tras la huida (2)
Segunda entrega del diario de un cooperante que vivió la huida de irakíes amenazados por el Estado Islámico
FLORIAN SERIEX (ACH) Zakho (Irak) 7 MAY 2015 - 10:58 CEST
La situación en el norte de Irak seguía siendo extremadamente confusa en septiembre de 2014. Si bien las fuerzas kurdas habían logrado contener el avance del Estado Islámico, las zonas ocupadas son muchas. Los actores humanitarios se habían desplegado principalmente en las gobernaciones de Dohuk, Erbil y Sulamaniyah, y aunque ya no había desplazamientos masivos de población como ocurrió en el mes de agosto, con la llegada de 15.000 personas diarias a la gobernación de Dohuk, las necesidades siguen siendo enormes.
En Dabin City, un grupo de inmuebles sin acabar en pleno corazón Zakho (a pocos kilómetros de las fronteras siria y turca) cerca de 6.500 personas ocupan el lugar y ya no quedan muchas más plazas libres. Aunque aún me faltan unos 50 metros para llegar, me impresiona el olor que desprende, el de miles de personas atrapadas en unos edificios desprovistos de sistema de saneamiento. A sus pies se pueden ver algunas letrinas de emergencia delante de las cuales decenas de mujeres están haciendo cola. A falta de instalaciones adecuadas, los ocupantes tiran la basura y el agua sucia desde lo alto de las torres. Más vale no caminar pegado a las paredes para evitar recibir nada en la cabeza. Arriba del todo en uno de los edificios, el olor es pestilente. La subida de la escalera se ha transformado en un aseo gigante. Mohsen me explica que, por la noche, las mujeres y los niños evitan ir a las letrinas cuyo acceso es difícil y vienen aquí a hacer sus necesidades. Está inquieto al percatarse de la velocidad a la que se degrada la situación en ese lugar.
Tras largas conversaciones con el promotor, ha aceptado que Acción contra el Hambre construya unas 50 letrinas, nuevos puntos de agua y retire las toneladas de escombros que poco a poco transforman Dabin City en un vertedero. Pero si bien ha dado su visto bueno para estas instalaciones, el propietario también ha impuesto un ultimátum a los ocupantes. Deben abandonar Dabin City el 15 de septiembre. La angustia es palpable en las torres y la gente quiere saber adónde ir. Muchos sueñan con Europa, América, "¿cómo conseguir un visado? "… no cabe volver a casa. Algunos intuyen de inmediato que es probable que jamás abandonen el suelo iraquí y se burlan de los que mantienen esperanzas: "Llama a Obama, seguro que te ayuda".
Los equipos psicosociales de las organizaciones humanitarias se enfrentan diariamente a estas mismas preguntas y los relatos de los desplazados son aterradores: parientes asesinados, niños secuestrados, cada historia más horrible que la otra. Por parejas, los equipos recorren los edificios, se sientan con las familias, escuchan y prodigan consejos cuando es posible, y remiten a los profesionales de la salud los casos que requieren atención. Entre las personas con las que se entrevistan está Yousef. Le veo a menudo vagar por el polvoriento Dabin, le cuesta comunicarse y necesita atención psiquiátrica. Me suele seguir cuando me acerco a las familias, y todos aquí le conocen y se burlan de su sonrisa inocente. Hacia finales del mes de septiembre me lo vuelvo a cruzar: lleva los mismos pantalones y la misma camisa en la que se acumulan manchas de grasa y suciedad. Su rostro también está marcado y hay algo que me llama la atención: Yousef sonríe, cualquiera que sea la situación, pero sus dientes blancos de los primeros días han cambiado de color, están amarillentos y cubiertos por una gruesa capa de sarro. Reflejan bien lo que la gente vive aquí: los cuerpos sufren en Dabin, por los escasos cuidados que se les prodiga, la temperatura, la insalubridad del lugar, y las personas vulnerables como Yousef son las primeras víctimas. Tira suavemente de mi manga y apunta con el dedo a una ventana; su familia está allí arriba, en algún lugar de la enorme masa de hormigón que con pudor llaman la torre número 5.
Los equipos psicosociales se enfrentan diariamente a aterradores: parientes asesinados, niños secuestradosYousef me lleva a través del dédalo de escaleras de su torre. Traspasado el hedor pantanoso de la planta baja, subimos los peldaños un poco al azar. Después recorremos un largo pasillo al final del que cuelga una sábana de la pared. Yousef la levanta: toda su familia está detrás, reunida en una pequeña estancia de no más de 15 metros cuadrados. Yousef se sienta entre sus dos hermanos mayores, Hatou y Ralaf Bro Mrad, y yo me siento en un colchón con estampado de flores que desentona en medio del hormigón. Los dos hermanos empiezan a contar cómo fue su huida: "Salimos de Qanasour, en el Sinjar. Caminamos, sin nada, como todos los que están aquí".
Cuando llegaron, la población les brindó ayuda enseguida. "La gente nos traía de todo, comida, colchones. No los conocemos bien, pero intentan ayudarnos. Sin embargo, fíjate, todo lo que tenemos aquí huele mal". Incluso en la quinta planta del edificio el olor le persigue a uno, un olor a muerte con el que solo las moscas parecen conformarse.
"Desde que estamos aquí, vagamos por el polvo sin saber qué vendrá después. ¿Volver al Sinjar y esconderse en las montañas? ¿Esperar a que se abran campos? Todo lo que vemos es el cartel que nos dice que nos marchemos". Para cuando venza el ultimátum, Hatou y su familia esperan ya no estar aquí. "¿Europa quizás?", pregunta sin hacerse demasiadas ilusiones.
Yousef guarda silencio desde que llegamos. Su hermano le mira durante largo rato: "No sabe qué edad tiene. Tampoco sabe por qué está aquí". Según su familia, tiene algo más de 30 años, y su sonrisa permanente no permite saber lo que siente. "Está loco", dice uno de sus hermanos en inglés. Nadie sabe con exactitud lo que tiene, pero todos se ocupan de él. Yousef mira fijamente al cielo. Ralaf lo observa y exclama: "Cuando llegamos aquí, Yousef miró por la ventana y dijo: 'Qué bonita es Alemania".
(Continuará...)
Florian Seriex es responsable de Comunicación de Acción contra el Hambre en la oficina regional de Jordania.
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