Ciudad Dabin: huir del Estado Islámico
Primera entrega del diario de un cooperante sobre Dabin City sus ocupantes para comprender la crisis humanitaria y a quienes la sufren
FLORIAN SERIEX (ACH) Zakho (Irak) 5 MAY 2015 - 11:04 CEST
"Oímos el eco de una bomba a lo lejos y después un pariente nos llamó: ‘Hay que marcharse, se están acercando’, nos dijo. Ni lo pensamos, metimos algunos enseres en una bolsa y nos fuimos".
Desde enero de 2014, la historia se ha ido repitiendo una y otra vez. Aterrorizadas ante la idea de acabar en manos de los hombres de negro del Estado Islámico, cientos de miles de personas han huido al norte de Irak. Entre julio y septiembre, bajo unas temperaturas que en momentos llegaban a superar los 50 grados, encontraron refugio donde pudieron: en parques, en colegios o en los múltiples edificios en construcción de la región. Este es el caso de la ciudad de Zakho, a pocos kilómetros de las fronteras siria y turca.
Dabin City, por el nombre de su promotor inmobiliario, es un grupo de inmuebles sin acabar en pleno corazón de esta ciudad de 350.000 habitantes, donde se refugiaron más de 120.000 personas el pasado mes de agosto. Originarias sobre todo de Sinjar, han huido del horror, dejando atrás su vida, y han emprendido un increíble periplo a través de las montañas y de Siria hasta volver a pisar suelo iraquí.
Junto a la ONG Acción contra el Hambre, salgo al encuentro de estas familias pocos días después de su llegada. Edificios a medio construir para unas vidas destrozadas… tal es mi primera sensación ante el desamparo de estas mujeres que miran al objetivo de la cámara en busca de respuestas. Es la primera vez que voy a Dabin City. A mi alrededor hay unas 50 personas, y sus miradas encierran la misma angustia que reflejan sus palabras que no entiendo.
El lugar acogerá a hasta 7.000 personas antes de que la mayoría de ellas sean realojadas en campos que lindan con la ciudad. En diciembre, varios cientos de personas no querían aún dejar el lugar y explicaban que las condiciones de vida en los campos son todavía peores. El relato que sigue recoge cinco momentos de la historia de Dabin City y de sus ocupantes para comprender la crisis humanitaria y a quienes la sufren.
Capítulo 1. Agosto: el impacto
Mohsen camina rápido de un edificio a otro. Algunos le interpelan, otros reciben palmadas suyas en la espalda o bien disculpas. Con una libreta en la mano, va de un lado a otro, apunta el nombre de los recién llegados y comunica la lista a las autoridades y organizaciones humanitarias para que la ayuda pueda llegar a los más desfavorecidos.
Mohsen forma parte de los primeros desplazados yazidíes que han alcanzado Zakho a principios del mes de agosto. Este joven profesor ha visto llegar a las familias hasta Dabin City, cada vez en mayor número y cada vez más afligidas. Al advertir su desamparo, decidió ponerse a su servicio. Siempre que me acerco por allí le veo de lejos, con su cara cansada, yendo y viniendo sin parar. Cuando se percata de mi presencia se para y me habla de los recién llegados, de aquella señora mayor que ha fallecido el día anterior en una de las torres o de aquel empleado de la empresa de construcción que se cayó desde varios metros de altura hace unos días. Durante semanas, su apoyo será extremadamente valioso, hasta el punto de convertirse en un empleado de Acción contra el Hambre muy orgulloso de haberse "unido a los que le ayudaron".
En medio de la ciudad, cinco inmuebles en construcción se encuentran frente a frente. Dan cobijo desde hace más de una semana a un número cada vez mayor de desplazados en condiciones de extrema vulnerabilidad. Al entrar en uno de los edificios, un olor nauseabundo penetra en la nariz, en medio de una nube de moscas. Hay que caminar con cuidado sobre tablas en precario equilibrio para no pisar el agua estancada, origen de la pestilencia. El recorrido sigue por una escalera oscura con peldaños de hormigón desiguales. Desde la pared sobresalen trozos de ferralla y hay que subir con cuidado para no rasgarse la piel de los brazos.
Aterrorizadas ante la idea de acabar en manos de los hombres de negro del Estado Islámico, cientos de miles de personas han huido al norte de IrakLas dos primeras plantas están desocupadas por el olor tan fuerte que se respira en ellas. En la tercera planta, hay unos niños sentados en la penumbra al lado de un agujero cubierto por una rejilla y que desemboca directamente en la planta baja. Algunas familias han acondicionado pequeños espacios con ladrillos recogidos aquí y allí. Otras han recuperado un colchón o dos, una esterilla, un bidón de agua. Pocas veces se ven más pertenencias que estas.
En la cuarta y en la quinta planta, las paredes están terminadas pero hay boquetes enormes por doquier, un peligro para los cientos de niños que tratan de escapar del aburrimiento con juegos cada vez más peligrosos. Ahmed Saoud es un abogado originario de Sinjar, vive con su familia en una de estas estancias: "Solo llevamos aquí cinco días. No hay nada, no hay agua, no hay aseos, hay que bajar cada vez". Además de las necesidades inmediatas, hay una pregunta que vuelve sin cesar: "¿Adónde podemos ir? No nos podemos quedar aquí, ya no hay nada para nosotros en Irak".
En el edificio de enfrente, la misma miseria y aún más riesgos. Ni siquiera hay una pared para protegerse del vacío, y se ven pequeñas piernas balancearse a quince metros del suelo, ajenas al peligro. Por todas partes hay colchones tirados en el suelo en los que descansan cuerpos afligidos, con la mirada cansada.
El camino para llegar hasta aquí ha sido largo y solo ha traído más preguntas. Mosha, una mujer de unos treinta años originaria de un pueblo cerca de Sinjar, cuenta su larga marcha hasta Zakho. Rompe a llorar al evocar la muerte de sus parientes a manos de los yihadistas del Estado Islámico. Se da la vuelta y se va, incapaz de proseguir con su relato.
En el exterior, la multitud se está agolpando al iniciarse un reparto de comida. Llegan dos camiones y una miríada de niños corre detrás, con un plato en la mano. La generosidad local ha permitido organizar un reparto de comidas calientes, una ayuda importante pero precaria.
Un poco más tarde llegan raciones alimentarias para las familias, así como kits de higiene. También se instalan enormes mangueras de agua en la primera planta de uno de los edificios. Éstas suplirán a los depósitos metálicos expuestos a pleno sol que dispensan un agua excesivamente caliente.
Quien lo sabe bien es el comerciante que vemos al entrar en esta extraña ciudad. El congelador en el que se sienta se ha convertido en un punto de avituallamiento para quienes pueden comprar agua en pequeñas botellas de medio litro. Los demás tendrán que esperan un poco más para que el agua llegue a los depósitos.
Son las cinco de la tarde y empieza la distribución. Las camionetas llegan levantando a su paso una nube de polvo. Dos vehículos se detienen delante de cada inmueble. A pesar del gran número de personas, todo se va organizando poco a poco y se ha nombrado para cada entrega a una persona de referencia para identificar las necesidades y determinar a los beneficiarios.
Desde lo alto de los inmuebles, miles de ojos miran hacia el contenido de los camiones que se van vaciando a medida que se escuchan los nombres. Cubos, jabón, esponjas, latas de atún, té, azúcar, raciones para cinco personas y tres días que no borran ni la angustia ni la rabia, pero que permitirán paliar las necesidades más acuciantes.
(Continuará...)
Florian Seriex es responsable de Comunicación de Acción contra el Hambre en la oficina regional de Jordania.
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