lunes, 4 de mayo de 2015

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Por qué defienden tus derechos | Planeta Futuro | EL PAÍS

Por qué defienden tus derechos

Dos días con un grupo de activistas en riesgo de todo el mundo que encuentran refugio en la Universidad de York



Ahmed Al-Moraibi, un yemení participante en el programa de defensores de derechos humanos en riesgo de la Universidad de York.

Ahmed Al-Moraibi, un yemení participante en el programa de defensores de derechos humanos en riesgo de la Universidad de York. / ANA ALFAGEME


Cuando está muy cansada, a Valdênia le viene un olor que no soporta. A sangre y a flores. El hedor de los velatorios de tantos jóvenes asesinados en su barrio de São Paulo. Y le duelen los antebrazos. Si sueña que escapa de la muerte en una casa llena de ratas y de insectos sabe que ha vuelto el estrés..
Valdênia Paulino Lanfranchi vale medio millón de reales, o 155.000 euros. Es lo que iban a pagar presuntamente un juez, varios policías y un funcionario de Justicia para que unos sicarios eliminasen a la primera mujer defensora del pueblo ante la policía de Paraíba. La violaron dos veces, como represalia por su trabajo en una casa de acogida que fundó para rescatar a jóvenes prostitutas. Un coche con enmascarados dentro intentó expulsar al suyo de la carretera. “Invadieron la casa de mi hermano y retuvieron a mi cuñada y a mis sobrinos a punta de pistola”. Lo cuenta en portuñol mientras, con su porte aniñado, alejado de los 47 años que tiene, camina de noche por las solitarias aceras de la ciudad medieval de York, en Inglaterra, rumbo a un pequeño apartamento en el que el verde de la selva, los penachos coloridos de los indígenas y el rostro de su esposo, un exmisionero comboniano, le miran desde las paredes. Y donde, pese a las pesadillas, a veces concilia el sueño.
“Es emocionante que te digan que por fin pueden dormir por la noche”, explica Sanna Ericksson, coordinadora del programa de becas para defensores de derechos humanos en riesgo en el que participa la brasileña dentro del Centro de Derechos Humanos Aplicados de la Universidad de York. La ayuda es una especie de pasaporte al refugio: entre tres y seis meses de estancia en el campus. Funciona desde 2008 y acoge hasta a 10 defensores por curso. “Traemos aquí a hombres y mujeres en riesgo, entendido este de manera amplia”, prosigue la joven finlandesa en una estancia enmoquetada de la universidad que sirve de comedor. Los defensores no pueden optar directamente a la beca.
Han de ser asociaciones que trabajen en el campo de los derechos humanos los que les presenten. Cuatro entidades benéficas británicas además de la Universidad de York han hecho posible que 45 activistas de 33 países hayan podido formarse y compartir su experiencia en estos siete años. “Lo que queremos es que vuelvan a sus países fortalecidos, que el aprendizaje les sirva para cambiar o mejorar su estrategia”. Pero el peligro está ahí y a veces regresan para encontrar la muerte. Como David Kato, un activista LGTB ugandés que obtuvo la beca en 2010 y fue asesinado a martillazos en su casa.
Vivir en York, pasear por las estrechas calles empedradas, pedalear rumbo a un campus donde la arquitectura juegos, aventurarse en llos parques sin tener que mirar atrás, —"eso me contaba un defensor de Honduras", comenta Ericksson— significa lectura, aprendizaje, tiempo para ellos conviviendo con los 15.000 estudiantes de la universidad. Alejados del sicario que estuvo a punto de ejecutarles, de los ojos del Gobierno omnisciente y escrutador, del policía que intentó atacarles sexualmente. Una isla de calma.


De blanco, Valdena Paulino y a su derecha, Hikma Rabih, en una clase en la Universidad de York. / A. A.




Esta imagen se corresponde al espacio donde un afgano, una sudanesa, un yemení, una mexicana, un chino y una brasileña, Valdênia, se sientan para atender a una clase de escritura creativa. Se trata de un aula circular que ocupa una especie de península sobre un lago en el que los patos toman el sol crepuscular. Comparten como se sienten y preparan una performance para el Día de la Mujer.
En el centro del círculo de sillas, la profesora, una joven artista en residencia, ha dejado un calendario, una pasmina, un mapa, un carrete con cordel... Les pide que depositen también un objeto y que tomen uno que relacionen con la situación de las mujeres.
Una mujer alta, con una gorra de punto gris calada se levanta y coge una colorida tela africana, un kitenge.
—Esto ha sido hecho por mujeres, —dice mientras acaricia el lienzo—, ilustra la creatividad de las africanas. Su gran iniciativa.
Ruth Mumbi posee ese empuje. Hace años, su madre le dijo:
—Hija mía, el mundo es más grande que la palma de la mano.
Ruth estaba tumbada en la cama de un hospital de Nairobi, machacada a golpes por su marido. Aguantaba las palizas porque no quería para su familia el deshonor de contar con una mujer divorciada. “La maternidad es una bendición”, prosiguió la madre, “adelante”. No solo sobrevivió Ruth con un pequeño negocio callejero de comida (“¡siempre he cocinado muy bien!”, dice con candidez) junto a sus tres hijos. También se convirtió en una líder vecinal en el suburbio de Mathare, donde medio millón de personas comparten existencia con el fango, las chabolas, los asesinatos, las violaciones y los robos. Dirige dos organizaciones humanitarias. Bunge la Wamama Mashiani (BLM) pretende dar voz a las mujeres de estos arrabales para que puedan defender sus derechos. Ha creado tambíé grupo de presión de 5.000 mujeres jóvenes para incluir sus derechos en la nueva constitución.
Ahora, a los 34 años, la alumna brillante que no pudo estudiar por su matrimonio ha llegado a la universidad. Pese a los nervios, su manera de expresarse revela inteligencia y decisión. “¡Estoy a salvo!”, dice, “nunca he tenido tiempo para mí, ahora he podido pensar. Y relajarme”. Los amplios espacios del campus inglés son un buen contrapunto a su hogar, donde las ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas o arrestos ilegales forman parte del paisaje. Ella estuvo detenida dos días por manifestarse en defensa de la mejora de la salud de las madres y tuvo que aguantar como un policía le echaba la mano a los genitales cuando la estaban arrestando en otra ocasión.
Ruth pasa los días en York formándose en su pasión, los derechos humanos. Pero se entristece, se emociona, cuando alguno de sus tres hijos (el mayor, de 13 años, el menor de ocho), aparece en la pantalla de su ordenador.
Un inquieto hombre chino, que huye de las cámaras y de los móviles, toma un gran carrete de cordel para decir:
—Mi madre y mi abuela hacían ropa. Esto me trae grandes recuerdos.
Tiene unos 30 años, un hijo, experiencia como formador en derechos humanos, un gran conocimiento informático y un nombre. Pero se le identifica con una X. Para escapar al espionaje del gobierno de China. “A todos nos tienen vigilados: el email, el teléfono, por eso no quiero que salga mi foto y deseo mantener un perfil muy bajo”, dirá más tarde. X pasó un año y ocho meses en prisión. “Las cifras varían y cambian mucho de una organización a otra, pero hay muchísima gente encarcelada”, dice. Las asociaciones humanitarias denuncian que el país ha emprendido la peor ola de represión desde los años noventa. Casi 1.000 personas fueron recluidas en 2014. X es cariñoso, sonriente, habla con un acento con el que se hace entender a duras penas y trabaja muy duro cada noche para ir traduciendo del inglés al chino los libros a los que tiene acceso en el campus. No sale. Su teléfono es solo para hablar con su familia y nada más. Sabe que le vigilan. Ni siquiera conoce Londres, a dos horas de tren de York.
La brasileña Valdenia Paulino Lanfranchi. / A. A.
El cordel que ha tomado X acaba formando parte de la representación, de tal manera que Valdênia resulta atrapada por una especie de tela de araña en la que el carrete pasa de mano en mano. Una red tan intrincada como su largo infierno personal.
De adolescente, la brasileña comenzó a llevar a prostitutas a dormir a casa de sus padres para poder sacarlas de aquella esclavitud. Consiguió convencer a Unicef para que comprase un edificio en la que poder acoger a las chicas. Fue el principio de su dilatada carrera como activista y el origen de un calvario. “Entraron muchas veces en las organizaciones donde trabajaba, publicaron mi nombre en el periódico para difamarme”. Valdênia ejerce el papel de madre del grupo, en el que solo faltan su marido, Renato Paulino Lanfranchi, que ya ha regresado a Brasil y Katsiaryna Borsuk, una bielorrusa, que está en Londres, tratando de recabar fondos para su asociación de defensa de los derechos gais.
—Voy a tratar de decidir qué haré cuando regrese a Brasil—, dice Valdênia. Por mi seguridad, necesitaré integrarme en una asociación más grande.
Al día siguiente, en otra aula de la universidad, dos activistas de Amnistía Internacional imparten un taller de diseño de webs y redes sociales. En el turno de presentación, una rotunda mujer, vestida con vaqueros y tocada con unas gafas de pasta, dice:
—No soy muy buena en Internet, pero estoy muy obsesionada por la seguridad.
Hikma Rabih es una abogada sudanesa de 33 años que disfruta de cosas simples como salir a tomar una cerveza o llevar pantalones o la cabeza sin cubrir sin temer que la persigan o que la golpeen, lo que ocurre en su país. “Esta libertad es necesaria”, dice, “me encanta tener tiempo libre, siempre he estado muy estresada”. En 2009, el gobierno cerró la ONG donde trabajaba con refugiados en Darfur y luego ella, movilizada por la falta de acceso de las mujeres pobres a la justicia, fundó un centro de ayuda legal, ACAL. Trata de auxiliar a mujeres sometidas a una variada gama de violencia: desde el matrimonio precoz hasta las sesiones de latigazos por andar por la calle con la cabeza descubierta. Planea quedarse en Reino Unido para cursar un máster en Derechos Humanos. Retrasaría así su vuelta a uno de los países más pobres del mundo, donde ella ha sufrido una sociedad que la juzgaba en el estrado, en la calle, fijándose en su color de piel.
Taller de Amnistía Internacional sobre web y redes sociales para los defensores becados en York. / A. A.
Uno de los objetivos de la beca es difundir los problemas que tienen los defensores, comunicar su trabajo y encontrarse con otras organizaciones con las que puedan, potencialmente, colaborar. La universidad dispone de voluntarios, frecuentemente profesores jubilados, para echar una mano con el programa de defensores de derechos humanos. Muchos de ellos atienden una presentación que han estado preparando, muy nerviosos, dos de los defensores. Ahmed, un yemení que se arriesgó tratando de detener la violencia tribal que sufrió su propio padre, e Irene Miramontes , una joven mexicana que trabaja para hacer patente el feminicidio. Muy seria, sin gafas y maquillada, va desgranando con ayuda de una presentación una serie de cifras durísimas. El 67% de las mujeres de México han sufrido algún tipo de violencia. 34.000 han sido asesinadas en 24 años, hasta 2009. Cuatro mujeres al día.
Irene tiene ahora 29 años y es coordinadora ejecutiva de la ONGJusticia para Nuestras Hijas,  una asociación que nació hace 13 años en Chihuahua, México. Allí prepara programas para acompañar a las familias de las jóvenes desaparecidas y trata de difundir, como aquí en York, el problema y las soluciones. Irene ha luchado desde bien joven contra los obstáculos que le impedían convertirse en lo que es ahora, licenciada en Relaciones Internacionales. “Yo crecí en una zona en la que no había preparatoria (enseñanza secundaria) y tuve que mudarme a la ciudad. Allí trabajé limpiando casas y luego en una maquiladora por la noche". Estuvo varios años durmiendo cuatro horas escasas. Entre las 2.00, después de salir de la fábrica, y las 6.00, cuando tenía que levantarse para ir a clase. “Empecé como voluntaria en la asociación y se convirtió en mi trabajo, mi pasión y mi vida".
Ahmed Al-Kolaibi inicia su presentación con la fotografía de un depósito de agua tan agujereado a tiros como un colador. El pie de foto reza: "El suministro de agua de mi pueblo". Su aldea, en Yemen, ya estaba sujeta a la violencia tribal antes de que él naciera, hace 27 años. Las sangrientas disputas entre pueblos vecinos le arrebataron a su padre de muy pequeño. Y Ahmed hizo lo contrario de lo que se esperaba de él. Trató de convencer a los jóvenes de que canalizasen su energía en trabajar por la paz. "Pero mi pueblo me consideró un traidor. Me robaron la casa y las tierras", dice. Ahmed se salió con la suya. Consiguió una tregua entre su aldea y la aldea vecina. Su trabajo de ocho años en la llamada Casa de la Paz de Yemen ha dado sus frutos: han conseguido entrenar a 350 agentes del cambio, que trabajan para construir concordia en un país asolado por las revueltas y el fundamentalismo. Una nación ahora en guerra, tras la incursión saudí para intentar controlar a los rebeldes Huthis.
Yemen está a muchos kilómetros de distancia de este auditorio casi lleno a media tarde de un viernes. Pero también está presente junto a este hombre, vestido con traje, a través de la voz de su esposa y el llanto de su hijo, que se han quedado allí. Ahmed mira muy serio al auditorio y concluye:
—Yo he perdonado a los asesinos de mi padre. ¿Has perdonado alguna vez a quien te ha hecho daño?

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