KAILASH SATYARTHI, PREMIO NOBEL DE LA PAZ 2014
“¿Enviarías a tus niños, tus hijas o hermanos, a trabajar en una mina?”
El activista indio lucha por abolir la explotación infantil y cree que la educación es el antídoto de los grandes males de la humanidad
ALEJANDRA AGUDO Santiago de Compostela 8 MAY 2015 - 10:06 CEST
Dice en su carta de presentación: “Renunció a una vida cómoda como ingeniero para iniciar una cruzada contra el trabajo infantil”. Eso fue cuando Kailash Satyarthi (Vidisha, India, 1954) tenía 26 años, allá por 1980. Fue la fecha en la que se convirtió oficialmente en un activista, pero el propio laureado con el Premio Nobel de la Paz 2014 data mucho antes los hitos claves de su trayectoria hasta recibir la máxima condecoración en busca de un mundo más justo.
Cuando tenía cinco años, el pequeño de los cinco hermanos Kailash fue a la escuela por primera vez. En la puerta de su colegio, veía cada día a un niño de su edad limpiando zapatos. Él, que nació en una “familia normal”, hijo de un policía y un ama de casa, no podía entender por qué aquel crío no estaba en clase con él. “Pregunté a los profesores, a mis padres, a los adultos… y ninguno me dio una respuesta convincente”, explica. “Me decían que era pobre. Que había nacido en una casta destinada a hacer aquel trabajo como lo habían desempeñado antes su padre y su abuelo”, apostilla Satyarthi torciendo el gesto como si, más de medio siglo después, todavía no entendiera aquella explicación. “Me sentía enfadado y frustrado”.
El pequeño Satyarthi, buen estudiante, destacado en matemáticas y ciencias, tenía 11 años cuando aquella frustración se transformó en acción. “Veía que muchos amigos dejaban la escuela porque sus padres no podían pagar los libros o la matrícula. Así que convencí a un amigo para hacer algo único: el último día de clase, alquilamos una carretilla de madera y les pedimos a los papás y mamás que no tiraran los libros, que nos los dieran para que al año siguiente lo aprovecharan otros niños sin recursos. En unas horas, teníamos más de 2.000, de todos los cursos y materias”, recuerda con un entusiasmo que le enciende la mirada y le arranca la primera de muchas sonrisas durante la conversación. “Me di cuenta de que si tienes ideas y convicciones, la gente está ahí para ayudar”.
Cuantos más libros caían en su carretilla, más fuerte se sentía. Tanto es así, que Satyarthi recuerda aquel momento como uno de los más felices e intensos de su vida. “Hasta lloré de alegría. Ni cuando me llamaron para decirme que había ganado el Premio Nobel de la Paz me sentí tan bien y emocionado como ese día”, asegura llevándose su móvil a la oreja rememorando ese instante. “Fue un cambio personal, como una reencarnación”, regresa a su infancia.
Ya contados los antecedentes, entonces sí, este firme defensor de la educación como antídoto universal para todos los grandes males de la humanidad, llega en su relato de vida a 1980. ¿Qué pasó para que el ingeniero, profesor de universidad, abandonara la comodidad de su despacho? “Creé una publicación quincenal. Un experimento para dar voz a los más desfavorecidos, a los olvidados. Nada de políticos o deportes. Y un día, un padre desesperado vino a contarme su historia”, rememora. La hija del señor, una adolescente de 14 o 15 años, iba a ser vendida por su patrón en la fábrica de ladrillos en la que trabajaba a un burdel.
Con solo cinco años se dio cuenta del injusto sistema de castas de su país al ver a otros niños limpiando zapatosEra una gran historia para una publicación que, precisamente, quería dar visibilidad a los desfavorecidos. Pero algo pasó. “Cuando estaba escribiendo, me di cuenta de que un relato no era suficiente. Pensé: ‘Si fuera mi hija o mi hermana, ¿qué haría? No escribiría, las salvaría”. Y eso hizo. Sin dinero y sin saber exactamente cómo tenía que proceder, se fue con el padre y unos amigos a rescatar literalmente a la chica. “Llevárnosla físicamente”, aclara. No fue fácil. Después de varios intentos (y palizas), llevaron el caso a la justicia. Un tribunal dictaminó la libertad de la joven y las otras 36 personas, algunos menores, que trabajaban como esclavos en la fábrica. “Entonces, les recogimos para llevarles a Delhi, a unos 350 kilómetros de la factoría. Cada instante de ese viaje, aunque estaba liberando a otros, en realidad me liberaba a mí mismo”, reflexiona. Era ya 1981. Llegaron más llamadas, más casos mediáticos, más juicios. Desde entonces, la organización Bachpan Bachao Andolan (traducido, guarde el movimiento de la infancia) que fundó ese mismo año ha liberado a 84.000 niños del trabajo, la esclavitud y la prostitución en todo el mundo.
Para erradicar el trabajo infantil, Satyarthi no cree que la caridad o la beneficencia sean efectivas. Como ingeniero y periodista, dice, considera que la solución es “una estrategia múltiple” que lo mismo que le lleva a los despachos de la ONU, a pequeñas empresas o grandes multinacionales, las instancias gubernamentales o el salón de unos padres en cualquier parte del mundo. La pregunta que le hace a los progenitores, eruditos, economistas, políticos o líderes religiosos que no consideran que un crío en una fábrica sea un gran problema es, para todos, la misma: “¿Enviarías a tus niños, tus hijas, tus hermanos, a trabajar en una mina? ¿Por qué es diferente si son los niños de otro?”
La indignación en el rostro del activista es notoria. “Todos son nuestros niños”. Y lo repite otras dos veces por si no ha quedado claro: “Todos son nuestros niños. Todos son nuestros niños”.
“Y no me voy a morir hasta que acabe con el trabajo infantil”, ríe, echándole un poco de sentido del humor a un drama que le revuelve a ratos en el sillón en una concurrida sala del Centro Social Abanca en Santiago de Compostela, donde ha venido invitado por la entidad financiera en el marco de la iniciativa Palabras por Galicia para poner en contacto a los jóvenes gallegos con personajes referentes que les impulsen al emprendimiento. Un Nobel de la Paz como Kailash Satyarthi es, sin duda, una inspiración para pequeños, adolescentes y mayores y, como él mismo dice, “globalizar la compasión”. Paradoja o no, imparte una conferencia sobre buenas prácticas empresariales, entre otros asuntos, en la comunidad que vio nacer a Amancio Ortega y su imperio textil, industria en el punto de mira de quienes, como él, luchan contra el trabajo infantil.
Ataviado con túnica blanca y chaleco marrón, su presencia destaca entre un revolutum de gente. La expectación gravitatoria que rodea a un Premio Nobel es notoria. Satyarthi comparte este galardón con la joven pakistaní Malala Yousafzai (tiroteada por talibanes por defender el derecho a la educación), pero también con otros laureados como el presidente de Estados Unidos, Barack Obama. ¿Cómo se siente al respecto? Una risa y después, un largo silencio para dar una respuesta bien pensada: “Confío en la inteligencia de quienes otorgan el premio”.
Para erradicar el trabajo infantil, Satyarthi no cree que la caridad o la beneficencia sean efectivas
El galardón, subraya, no es para él, sino para la causa. Una que hace tres décadas apenas entraba en la agenda política internacional. Hasta que su entidad organizó la Marcha Mundial contra el Trabajo Infantil en 1998, en la que participaron 103 países, 7,2 millones de personas y 20.000 ONG. La presión dio su fruto y, años después, vendrían logros como la ley que reconoce el derecho a la educación gratuita obligatoria en India (2009), así como tratados internacionales contra la explotación de menores.
El esfuerzo se ha visto reflejado también en los datos. “Hay motivo para esperanza”, señala. “En 15 años, la cantidad de niños que trabajan ha caído de 260 millones a 168 millones. También ha descendido el absentismo escolar, que ha pasado de 130 a 58 millones, menos de la mitad”, destaca.
Aunque insiste en que el Nobel no lleva su nombre, sino el de la lucha contra la explotación infantil, reconoce que gracias al galardón ahora es famoso. “La gente me pide hacerse selfies”, bromea. Pero no siempre ha sido así. Víctima de varios atentados, se señala distintas partes del cuerpo. Toca el calcetín color mostaza de su pie izquierdo. “Un tobillo roto”. El hombro, la espalda, la cabeza… lugares donde las mafias y los violentos han dejado cicatrices. “Todos tenemos heridas. Y dos de mis compañeros en la organización fueron asesinados, uno a tiros y el otro, literalmente, a palos”. Su hijo, hoy un “reputado abogado en India contra el tráfico de personas” —saca el orgullo de padre— también ha sido objetivo de ataques. Y su hija. “Teníamos miedo de que le pasara algo y un amigo se la llevó a estudiar a Estados Unidos los cuatro años de universidad. Economía del desarrollo”, detalla. “Se ha casado hace tres días. Y mi hijo ha sido padre hace dos meses. O sea, que soy abuelo”, se relaja.
El nieto todavía es pequeño, pero pronto jugará con él al fútbol, el cricket o el bádminton como hacía con sus hijos. “Aunque me he dado cuenta de que casi todos los regalos que les he hecho han sido libros”. No podía ser de otra manera para alguien que está convencido de que las letras acabaran con la desigualdad de género, las castas y la pobreza.
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