¿Qué será del Serengueti?
La película Sie lebt [Vive] homenajea a Bernhard Grzimek, ecologista pionero, un alemán que se propuso salvar la fauna africana. Para él, el Serengueti era un jardín del edén a cuya defensa dedicó su vida. ¿Qué ha sido del legado de los grandes amantes de los animales?
PHILIP BETHGE Hamburgo 1 MAY 2015 - 11:11 CEST
Khetho Ncube ya ha visto a muchos reyes salir de la nada. "Los leones suelen sentarse allí, en los cañaverales, a esperar a los animales que quieren llegar al agua", dice el tanzano señalando la orilla del arroyo vecino. Mientras habla, en la mano izquierda sostiene con firmeza su Winchester cargado con cartuchos calibre 458 para caza mayor. Eso me tranquiliza porque, en cuanto uno sale a dar una vuelta por el Serengueti, tiene la sensación de que va a servir de pasto a los leones.
"No se aparte de mi lado", me había advertido Ncube por la mañana mientras el sol conquistaba poco a poco el cielo sobre la sabana amarillo pálido. "En caso de peligro —me indicó acompañándose con gestos— hay que parar, retroceder despacio y agacharse".
El guía avanza seguido por una multitud de turistas en respetuoso silencio. Detrás del grupo va un joven masai con túnica azul y la tradicional lanza mkuki en la mano. Posiblemente sea una atracción para los huéspedes, pero quizá sirva también para avisar a tiempo de la presencia de simba, tembo y chui, como se llaman al león, el elefante y el leopardo en suajili, la lengua del país.
Ncube lee el suelo de la sabana como si fuese un mapa. Distingue los excrementos de las hienas y reconoce los residuos de los huesos de sus víctimas, al igual que las heces llenas de espinas de acacia de los elefantes ("Nunca hay que pasar por encima de ellas con el coche si no quieres que se pinchen las ruedas"). Luego levanta la mano. La caravana de visitantes se queda quieta. No lejos de allí pasan al galope cuatro búfalos cafre como musculosas montañas de carne con amenazadores cuernos.
"Son los más peligrosos", susurra Ncube, que trabaja para un operador turístico. "Hay que evitar asustarlos". Según el guía, cuando los elefantes se enfadan, primero hacen un simulacro de ataque levantando las orejas y sacudiendo la trompa con furia, "pero cuando te ataca un búfalo, tu vida está en peligro".
La aventura en la que participan ese día, entre otros, Pat Kurtiniatis y Mike Cramer, una pareja de jubilados del condado de Orange, en California, se llama Safari a Pie. El viaje formaba parte de la lista de cosas importantes que les quedaban por hacer en su vida.
El parque nacional del Serengueti, en Tanzania, con una extensión casi igual a la del Estado alemán de Schleswig-Holstein, es una de las grandes regiones salvajes de la Tierra, un jardín del edén para los que buscan la naturaleza virgen original. Nadie lo sabía mejor que Berhard Grzimek, el veterano director del zoológico de Frankfurt que hace más de 55 años llegó a esta sabana infinita con su hijo Michael y fue el autor de la película El Serengueti no debe morir.
En breve, la cadena de televisión germana ARN proyectará un nuevo largometraje sobre Grzimek, el alemán que se propuso ni más ni menos que salvar la fauna africana. Ulrich Tukur, su protagonista, se refiere a él como un visionario protector de los animales, un pionero del ecologismo convencido de su misión, y un gran mujeriego.
En su programa de televisión Un lugar para los animales (Ein Platz für Tiere), Grzimek, vestido con un traje impecable y con la raya del cabello cuidadosamente marcada, hablaba en un lenguaje sencillo sobre elefantes marinos, cisnes trompeteros, víboras bicéfalas o aves del paraíso, mientras algún ejemplar del zoo de Fráncfort relacionado con el tema jugueteaba a su alrededor.
Pero este amante de los animales no obtuvo fama internacional hasta que se marchó a África y "con la pasión de un misionero se dedicó a advertir de que se estaba aniquilando a las últimas manadas de grandes mamíferos en libertad", afirmaba Der Spiegel en 1960.
La administración británica de lo que entonces era Tanganica tenía la intención de definir de nuevo los límites del parque nacional del Serengueti para satisfacer el deseo de los masai de disponer de más superficie de pastos. Pero, ¿cuáles debían ser esos límites? Grzimek y su hijo aprendieron a pilotar aviones, viajaron en una avioneta pintada con rayas de cebra a África oriental y, con el celo de unos funcionarios prusianos, hicieron un recuento del número de ñus (99.481), cebras (57.199) y gacelas de Grant y de Thompson (194.654) que vivían en el Serengueti para poder identificar las rutas que seguían en sus migraciones.
Grzimek transformó sus experiencias en la sabana en la película El Serengueti no debe morir (Serengeti darf nicht sterben). La obra ("rodada de paso", según Grzimek) lo llevó a la cumbre de su fama y fue distinguida con un Óscar en 1960. Su hijo Michael no llegó a presenciar el éxito: en enero de 1959, cuando el rodaje aún estaba en marcha, se estrelló con el Dornier Do 27 que compartían.
Su padre se consagró a la tarea de defender el Serengueti con determinación redoblada. Cuando murió en 1987 y fue enterrado al lado de su hijo, al borde del cráter del Ngorongoro, las salvajes extensiones del parque eran conocidas en todo el mundo.
¿Qué ha sido del legado de Grzimek? ¿Qué ocurre en el Serengueti casi 30 años después de la muerte del divulgador? Y, lo que es más importante, ¿se podrá seguir garantizando durante mucho tiempo la supervivencia de los grandes mamíferos —elefantes, rinocerontes, búfalos o leones— en un mundo cada vez más densamente poblado?
Las respuestas están sobre el terreno, y el mejor sitio para encontrarlas es Seronera, en el corazón del parque nacional. El lugar, ocupado apenas por unos pocos edificios dispersos, es la sede de la administración del parque. Grzimek sigue estando presente. Desde su fotografía, colgada en el centro de visitantes al lado de la de Julius Nyerere, primer presidente de Tanzania, es un compañero más.
El representante de Grzimek en el lugar se llama Robert Muir y es el director para África de la Sociedad Zoológica de Frankfurt (ZGF, por sus siglas en alemán), con su logotipo del gorila. El vigoroso británico nos recibe en el porche de su casita, desde el cual se abarca con la vista la gran llanura salpicada de acacias y matorrales. No muy lejos pastan los antílopes y las jirafas. Más tarde, dos elefantes pasan a escasos metros de la vivienda.
"La obra de Grzimek fue la de un visionario", dice Muir. "Convenció a Nyerere para que los límites del parque se trazasen de tal manera que los animales pudiesen seguir sus rutas migratorias".
Alrededor de dos millones de ñus azules, cebras y gacelas de Thomson —un número cinco veces mayor al que había en la época de Grzimek— se desplazan a través del Serengueti y las regiones colindantes siguiendo el ritmo de las estaciones. Sus movimientos migratorios cubren 26.000 kilómetros cuadrados —desde Tanzania hasta Kenia, en la reserva de Masai-Mara, y vuelta— cruzando los ríos Mara, Grumeti y Mbalageti con sus cocodrilos al acecho.
Muir afirma que la maravilla natural del Serengueti todavía está viva. Pero la presión es cada vez mayor. Alrededor de 170.000 turistas de todo el mundo visitan el parque cada año. Si las cosas evolucionan como prevé la Autoridad de los Parques Nacionales de Tanzania(Tanapa, por sus siglas en inglés), en el futuro el número será aún mayor. Además, los cazadores furtivos acuden a la zona en su sangrienta búsqueda de colmillos de elefante y rinoceronte.
Por otra parte, en los alrededores del parque hay cada vez más población. La deforestación, la agricultura, los rebaños y la escasez de agua amenazan el ecosistema. A ello se añade el cambio climático, que al parecer está alterando ciclos milenarios: de momento, este año las ansiadas lluvias han estado prácticamente ausentes.
"En Tanzania aún hay mucho en juego", sentencia Muir, que señala que el país espera llegar a obtener una cuarta parte de su producto interior bruto del turismo. Al mismo tiempo, hay compromisos internacionales para proteger la riqueza natural. Al fin y al cabo, el Serengueti es "uno de los tres parques nacionales más importantes del mundo" junto con Galápagos y Yellowstone.
Lo que está en juego se vislumbra a la mañana siguiente, mientras viajamos en Land Rover hacia el sur. Por el camino, cientos de ñus y cebras galopan en largas hileras por la sabana. Los animales balan y resuellan formando una columna interminable que parece fluir, juntándose y dividiéndose como los remolinos de un río que se derrama sobre la tierra.
Los elefantes y sus crías trotan parsimoniosos a través de las nubes de polvo, mientras que familias de facóqueros con sus colas levantadas corren por la llanura. Debajo de un matorral, apenas a cinco metros del camino, una manada de leones se deleita con las vísceras de un ñu recién cazado. Con los hocicos rojos de sangre, arrancan pedazos de carne del cuerpo del animal. Justo a su lado aparcan los todoterrenos de los turistas.
Por los techos abiertos de los vehículos asoman las pálidas cabezas de estadounidenses y europeos cuyas cámaras con teleobjetivo que disparan sin cesar parecen extraños apéndices corporales. A los leones esto no les incomoda lo más mínimo.
Los grandes felinos que se alimentan al lado de las interminables manadas hacen que la muerte, tan cotidiana, parezca casi irreverente a la vista de la exuberancia de la vida que la rodea.
Pero el baile de imágenes de un mundo en apariencia salvaje y primigenio es engañoso. También en el Serengueti hace tiempo que los ciclos naturales se han alterado. Tras una hora de viaje se llega al puesto de los guardas de Moru, en la zona sur del parque nacional. El jefe es Philbert Ngoti, de la Unidad Contra la Caza Furtiva de Tanapa. Junto con 51 guardas, Ngoti controla una extensión de 1.000 kilómetros cuadrados con la misión de proteger a los aproximadamente 30 rinocerontes negros que quedan en el sur del Serengueti.
Por el resto del parque deambulan otros 20 ejemplares, cada uno de ellos custodiado por los guardas como una valiosa joya. La razón es que en este momento no hay nada que los cazadores furtivos aprecien tanto como el cuerno de este poderoso ungulado. "Si un furtivo puede elegir entre un grupo de elefantes y un rinoceronte, matará al rinoceronte", explica Ngoti. Según el guarda, en el mercado negro de Vietnam o de China, el precio del cuerno, hecho de una materia similar a la de las uñas de los dedos, alcanza decenas de miles de dólares el kilo. Es "un negocio lucrativo" que él intenta impedir junto con sus compañeros.
"Los cazadores furtivos van bien armados", dice Ngoti, "pero nosotros también". Los tiroteos son frecuentes. "Si no se está bien preparado y se tiene cuidado, puedes perder la vida fácilmente", avisa.
Los guardas han implantado un emisor de señales en el cuerno de la mayoría de los rinocerontes. Así es fácil seguirles el rastro y protegerlos. Partiendo de Moru, recorren la sabana campo a través. Uno de los hombres levanta la antena hacia el cielo. El clic rítmico del receptor suena cada vez más alto. Entonces aparece a lo lejos un imponente rinoceronte, al principio apenas visible contra la hierba amarilla de la sabana. A este fortachón de más de 40 años los hombres lo han bautizado como Rajabu. El animal los mira y vacila. Los rinocerontes son animales solitarios, tímidos, y, al mismo tiempo, peligrosos. Pueden atacar o huir. Ngoti ya ha tenido ambas experiencias. "Si nos acercamos demasiado deprisa, atacará", advierte. Al final, la criatura, de más de una tonelada de peso, se va.
Ngoti y sus hombres tienen sobrados motivos para estar orgullosos de su trabajo. A principios de los años noventa, los furtivos habían diezmado la población de rinocerontes del Serengueti reduciéndola a tan solo dos hembras. En 1993, Rajabu inmigró desde la cercana reserva del Ngorongoro. Fue una suerte, porque mientras que en Sudáfrica las matanzas de estos animales van en aumento (ver Der Spiegel de noviembre de 2015), en el Serengueti su población crece. "Actualmente nacen cinco o seis crías al año", explica Ngoti. Según cuenta, el año pasado los furtivos solo mataron un rinoceronte.
Algo parecido ocurre con los elefantes. Según un recuento hecho en 2014, en el ecosistema del Serengueti su número es de unos 6.000 ejemplares, mientras que hace cinco años había 3.068. "Vemos muchos animales jóvenes", dice un entusiasmado Muir. En Tanzania, sin embargo, la tendencia es la opuesta: en 2009 vivían en el país unos 109.000 elefantes. En el último censo de 2014 eran tan solo unos 44.000.
¿Cuál es la razón de que la fauna se encuentre en una situación más favorable en el Serengueti? Según Muir, la receta del éxito de Tanapa es que su presencia sea siempre visible. Unos 300 guardas patrullan el parque, y los turistas también son de ayuda. "Cuanta más gente haya por aquí, más difícil les resulta a los furtivos actuar clandestinamente", observa el biólogo.
Pero el éxito contra la actuación de los cazadores ilegales en el parque será una victoria temporal mientras no se detenga a los que mueven los hilos. Por eso, los expertos de Tanapa también actúan como detectives en los pueblos de los alrededores. ¿Dónde se guarda el contrabando? ¿Por qué vías llega a ultramar? ¿De dónde salen las armas?
La batalla por el Serengueti se debe ganar sobre todo fuera del parque. Y no se trata solo de la caza para el contrabando. Hoy día, en los pueblos que rodean la reserva, viven entre dos y tres millones de personas, muchas más que en época de Grzimek.
Los cazadores clandestinos ponen lazos de alambre en los que cada año quedan atrapados y perecen cruelmente miles de ñus, cebras o impalas. Los campos de cultivo de los habitantes locales se acercan cada vez más a los límites del parque; cambia el balance hídrico de la zona y se entorpece la migración de los animales. En contrapartida, los elefantes que merodean por las inmediaciones pisotean los campos de mijo y de maíz.
Para los leones, el ganado es una presa fácil, y los pastores no dejan de vengarse. Hace poco, al oeste del parque encontraron otra vez a 10 felinos envenenados.
La situación es especialmente problemática en la zona este, en las reservas de Loliondo y Ngorongoro, habitada sobre todo por masais. Este pueblo de pastores vive tradicionalmente con sus rebaños de vacas, que constituyen un símbolo de estatus. En los últimos años, cada vez más masais, y con ellos más vacas, se han trasladado a la zona. En consecuencia, el uso del suelo para pastos se está volviendo excesivo. Los masai desearían llevar su ganado al Serengueti, pero no les está permitido.
"Los pastores ven una gran cantidad de hierba al otro lado", explica Muir, "y eso produce tensiones". Ha estallado una disputa por el alcance de los límites del parque. Hasta el momento no está claro a quién corresponden los derechos sobre parte de las tierras que quedan fuera de la zona de protección, y desde hace tiempo no hay acuerdo sobre quién puede decidir acerca del uso de la tierra. En octubre habrá elecciones generales en Tanzania. Por lo tanto, de momento, todo en el país es un asunto político. También el Serengueti.
"Las comunidades de los alrededores aún no obtienen suficientes beneficios del parque nacional", considera Muir. Por eso, Tanapa y ZGF llevan años intentando poner en marcha fuentes de ingresos alternativas compatibles con la protección de la naturaleza.
Por ejemplo, en Nyichoka, un pueblo situado a unos 30 kilómetros al oeste del parque, los miembros del Sinduka Cocoba Group están sentados alrededor de una mesa redonda en la cual hay una caja de metal azul cerrada con tres candados. Celebran un ritual determinado y luego se abre la caja. Aparecen cuatro bolsas de plástico llenas de billetes. Contienen los fondos del "banco para la protección de la naturaleza" de la localidad. Por turno, los hombres y las mujeres pagan una cuota —como ellos le llaman— de 4.000 chelines tanzanos (unos dos euros) por cabeza. A continuación se cancelan las deudas y se hacen los pagos.
Los miembros del banco se reúnen cada sábado. La razón de este ir y venir de dinero es que los miembros de la tribu ikoma que viven en el pueblo hacen aportaciones para después conceder microcréditos a sus conciudadanos o poder pedirlos ellos mismos. El dinero lo invierten en proyectos para ganarse la vida. La única condición para recibir la inyección financiera es que las iniciativas no sean perjudiciales para la naturaleza.
Por ejemplo, con la ayuda del crédito, Agnes Marongoli y su marido, Maro, han construido un pequeño centro cultural. Delante de una de las cabañas tradicionales que ellos han edificado, un grupo de baile ejecuta el singori, una danza en acción de gracias por la cosecha. Los turistas acuden a comprar artesanía y escuchar los antiquísimos mitos sobre los animales de los ikoma. Además, los Marongoli venden miel a los hoteles de la zona. Las colmenas también las han financiado con los microcréditos.
"Éramos cazadores", dice Marongoli. "Ahora sacamos provecho de los turistas que vienen a nuestras tiendas". Para ella, que nunca ha recibido educación, el negocio es rentable. Gracias a él, puede enviar a sus ocho hijos a la escuela.
Las comunidades de los alrededores de Nyichoka han convertido todas sus tierras en reservas de fauna salvaje y han renunciado deliberadamente a la agricultura, la caza y la ganadería. Son territorios que lindan con el parque nacional y que funcionan como una especie de "franja de seguridad" para el área protegida. Los animales se benefician de la ampliación de su espacio vital, mientras que las comunidades pueden alquilar sus tierras a las empresas turísticas. En el área se han construido ocho campamentos de lujo para visitantes.
De esta manera, en los últimos años se ha obtenido alrededor de medio millón de dólares netos para las arcas de la comunidad, asegura Masegeri Rurai, que trabaja para ZGF custodiando el Área Ikona de Gestión de la Vida Salvaje.
En cambio, el turismo dentro del propio parque no reporta ningún provecho a la población local. Con los beneficios, Tanapa financia sobre todo el mantenimiento de los otros 15 parques nacionales de Tanzania que apenas tienen ingresos.
La protección de la naturaleza es cara y el turismo debe financiarla. Pero, ¿cómo mantener el equilibrio? En temporada alta, en la reserva Masai-Mara de Kenia los todoterreno forman largas colas delante de cada manada de leones. En comparación, el Serengueti parece deshabitado, y así es como allí quieren que sea.
Al regresar a Seronera, Godson Kimaro, jefe del departamento de turismo del Serengueti, ya está esperando. "Queremos tener más visitantes", dice, "pero también que el turismo sea sostenible". En el parque hay unas 2.700 camas repartidas en unos 120 campamentos para safaris. Kimaro proyecta añadir alrededor de 550 camas más en los próximos años. Después ya será suficiente.
Asimismo, quiere hacer más atractiva la oferta para los visitantes. Además de los recorridos recreativos tradicionales, actualmente hay ya excursiones en globo. Algunas de las ideas que rondan por la cabeza de Kimaro son los cursos especiales de fotografía de animales, las excursiones de varios días a pie o las cenas en plena naturaleza.
Tanta exclusividad se tiene que pagar como corresponde. Solo la entrada al parque cuesta 55 euros al día. A eso hay que añadir la pernocta, que en las tiendas de los campamentos puede costar 450 euros por una noche. Quien prefiera estar bajo un techo de verdad puede pagar fácilmente el doble.
Eso explica que los huéspedes del Four Seasons Safari Lodge Serengeti, una instalación hotelera situada al norte de Seronera, procedan casi exclusivamente de otros continentes. Desde la amplia terraza con sus aristocráticos rincones para sentarse se ve la resplandeciente piscina azul celeste. Más abajo, a apenas 10 metros detrás de ella, hay un bebedero artificial que se alimenta del agua depurada que se usa en el hotel.
Esta tarde ha aparecido por allí una manada de elefantes, además de impalas y un grupo de búfalos cafre. A lo lejos pasan las jirafas. El Sol se pone lentamente. Los camareros traen bebidas frías. El soplo de una brisa cálida envuelve a los turistas. Es la perfecta estampa africana en la que no faltan las acacias que se dibujan contra el cielo. Tal vez este sea precisamente el destino de la naturaleza salvaje: solo se podrá conservar en forma de postal kitsch, como un lugar al que escapar temporalmente de la civilización.
"Pero la naturaleza seguirá siendo eternamente importante para nosotros", escribía Grzimek en su libro sobre el Serengueti. Por el contrario, las preocupaciones políticas solo viven "una existencia entre las letras" de los libros de historia. "Sin embargo, que los ñus sigan golpeando las estepas con sus pezuñas y los leopardos rujan en la noche siempre significará algo para los seres humanos".
© 2015 Der Spiegel. Distribuído por The New York Times Syndicate.. Traducción de News Clips.
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