La sentencia del caso La Manada ha sido considerada insatisfactoria por una gran parte de la sociedad. No es de extrañar. La alarma social que desató esta agresión a una joven por parte de cinco hombres en los sanfermines de 2016, en Pamplona, ha venido a demostrar hasta qué punto se ha elevado en España el nivel de intolerancia hacia los delitos contra la libertad sexual. Las protestas se multiplicaron ayer por todo el país; algunas de ellas bajo el lema “Yo sí te creo”, insistiendo en un rasgo fundamental y positivo de todo este trágico suceso: que la sociedad, mayoritariamente, siempre creyó a la víctima y condenó a unos agresores que, para colmo, difundieron su fechoría por las redes sociales e intentaron desprestigiarla durante el proceso para exonerarse de su abominable comportamiento. Y la creyó a pesar de que la joven denunciante admitió siempre su pasividad ante una situación violenta e inesperada tras una noche de juerga y alcohol.
Para la sociedad española, como para la Audiencia de Navarra, no hubo consentimiento por parte de la víctima y, por tanto, los cinco acusados cometieron un gravísimo delito. De modo que muy atrás ha quedado aquella obscena connivencia social con las actitudes más machistas e insoportables y, menos aún, con la culpabilización de las víctimas de delitos sexuales. El debate que suscita la sentencia va, sin embargo, más allá. Porque si bien los jueces han impuesto la pena más alta posible por abusos sexuales —nueve años—, lo que se cuestiona es la calificación del delito, que muchos consideran debía haber sido de violación, dado el relato de los hechos que la propia sentencia recoge. El Código Penal considera abuso y no agresión si no queda probada una violencia o una intimidación capaces, según la jurisprudencia, de doblegar la voluntad de la denunciante. Y de ello se han valido los jueces para dictar su sentencia.
La distinción legal, no siempre fácil de establecer, conduce a la hiriente cuestión de cuánto se tiene que resistir una persona para evitar ser violada sin jugarse ni la integridad física ni la vida y para que, al tiempo, se le reconozca como víctima de tan grave asalto a su libertad sexual y sus agresores no queden impunes. En este caso límite se ha descartado la violencia, pero la ausencia de intimidación resulta difícil de comprender. La propia sentencia indica que la joven sintió un “intenso agobio y desasosiego”, “que le produjo estupor y le hizo adoptar una actitud de sometimiento y pasividad”. La mera situación, sin mediar amenaza, fue intimidatoria para la denunciante, sola, en un oscuro portal, rodeada de cinco tipos corpulentos dispuestos a tener sexo con ella.
Solo los jueces tienen todas las evidencias del caso, pero esta sentencia indica que quizá no se ha considerado en su justa medida la intimidación en un acto de agresión sexual; el punto más débil de la argumentación judicial. En todo caso, este hecho marca un antes y un después y ha provocado un necesario debate social del que convendría desterrar opiniones apresuradas y demagógicas. Las mujeres no tienen por qué sentirse menos seguras por esta sentencia ni los agresores sexuales quedan impunes. La condena impuesta en primera instancia así lo confirma.
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