Luchar contra el desierto en plena cumbre del clima
En Marruecos se pierden cada año millones de hectáreas cultivables, lo que impulsa a las poblaciones a emigrar. En la COP se debaten soluciones
Marrakech
Ouarzazate al sur de la cordillera del Atlas, en Marruecos. ARNE HOEL BANCO MUNDIAL
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Es cierto que estos acontecimientos internacionales no traen panes bajo el brazo ni operan milagros en las poblaciones en las que se asientan. Sin embargo, esta 22ª Conferencia de las Partes de la Convención de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP 22) ha permitido abrir muchas nuevas discusiones entre unos ciudadanos como los marroquíes, ávidos de tomar la palabra, sedientos y creativos, incandescentes, como el paisaje de Marrakech. Ya se diseccionan a viva voz asuntos antes minoritarios, porque esta COP22 con sus 20.000 almas han venido a dar a un par de palmos del gran desierto del Sahara, donde hasta las mimosas escasean y todo se vuelve rojo, el color de esta tierra, salpicado de palmeras.
Nada más oportuno que hablar de desertificación y de causas antropogénicas en esta ciudad que se ha convertido en la meca magrebí del entretenimiento, con especial énfasis en los grandes resorts en palmerales con campos de golf muy bien regados. Lejos, hoy, de la idea del oasis ecológico como espacio humano, respetuoso con los recursos de alimentación y abrigo, y sus ciclos naturales de regeneración.
Las advertencias globales sobre la desertificación hablan de más de un 30% de la superficie de la tierra amenazada o vulnerable a los problemas de desertificación, derivados del empobrecimiento de los ecosistemas áridos, semiáridos e incluso subhúmedos, y debido al impacto doble de la acción del hombre y la sequía. La voracidad de los desiertos (y muy especialmente el hambre del Sahara) se mide en millones de hectáreas cultivables que se pierden cada año, y que impulsan a las poblaciones a emigrar.
En las regiones presaharianas y saharianas de Marruecos, la mayor parte de los oasis de palmeras datileras fue creada, en tiempos muy lejanos, en torno a puntos de agua, fuentes, pozos permanentes (como la planicie de Tafilalet y el palmeral de Guelmim) y en valles que zigzaguean junto a ríos como el Draa y el Ziz. Son bosques de palmeras de una belleza que deja sin aliento, pero cada vez más frágiles por la pérdida del equilibrio de sus ecosistemas. Hay causas ciertamente naturales en el agotamiento de unas fuentes o la erosión de los suelos, y muchas derivadas directamente de la sobrecarga de población o la sobreexplotación que hace el hombre de las aguas subterráneas, el sobrepastoreo o el cultivo de especies incompatibles entre sí. La palmera datilera se cultiva asociada a ciertos cereales y legumbres, o la henna y el azafrán, pero también compitiendo con inmensas parcelas dedicadas a la sandía y al melón, frutas necesitadas de muchísima humedad (a más calor, más riego).
Emblema de la buena convivencia entre el hombre y su medio, el oasis sufre especialmente los cambios en las pautas de construcción, la reducción de las superficies agrícolas y la salinidad de los suelos
El dátil es el símbolo del oasis histórico, resguardo ecológico. Tiene una vital importancia económica para los habitantes de los palmerales y los caravaneros del desierto.
Bien adaptadas a las condiciones climáticas de las regiones áridas, las palmeras datileras hacen frente a la acumulación de arena del desierto y aportan materia prima de productos con valor de mercado. Sin embargo, hoy, los pequeños productores de dátiles se quejan de una pérdida de productividad ligada a factores climáticos, de cinco a uno (en 10 años). Estas eran las estimaciones que hacía un grupo de productores de la región de Tata, reunidos en la primera edición de Ganga de Palmeraie, un encuentro sobre Pueblos del Oasis, decididos a dejar una línea escrita en esta Conferencia de Cambio Climático, que transcurre cerca de casa.
“Oímos que el calentamiento global puede alterar la disponibilidad de agua, la pesca, la agricultura y que, de hecho, ya lo está haciendo. Estas áreas inciden directamente en la economía del 75% de la población marroquí. Si no encontramos soluciones sostenibles, este país tiene todo para perder; no se trata de diversificar apenas ciertas actividades económicas. Las apuestas deberán ser aquí más grandes que en los países desarrollados”, alertaba, hace algunas semanas, el especialista en zonas costeras y cambio climático, Driss Nachite, también profesor de la Universidad Essaadi de Tetuán.
“Todas las disparidades que se dan en el mundo se dan en Marruecos a pequeña escala: en el plano social, educativo, ecológico, en cuanto a la desertificación”, sostenía, por su parte, Driss Ail Lhou, experto en socioantropología territorial de la Universidad Cadi Ayyad de Marrakech.
Estos días, las redes sociales en Marruecos se encienden con debates sobre el derroche de agua y la polución que generan las minas de plata cercanas a la propia Marrakech; o sobre si la planta termosolar más grande del mundo (ubicada en Ouarzazate, a las puertas del desierto) debe llenar al país de orgullo o si, por el contrario, hay que ser precavidos con la euforia porque ese tipo de instalaciones acaparan tierras y otros recursos naturales sin dejar parecidos réditos en el entorno. Hay quien intenta rebatir la idea de la industrialización (o la modernización) a cualquier coste, y quien defiende con uñas y dientes que los grandes emprendimientos dan puestos de trabajo en regiones solo pobladas de chumberas.
El oasis histórico –espacio humano a escala humana– es la contrapartida a las grandes ambiciones del desierto. Es, también, lamentablemente, uno de los espacios más amenazados por los fenómenos que desencadena el calentamiento de la atmósfera.
Emblema de la buena convivencia entre el hombre y su medio, el oasis sufre especialmente los cambios en las pautas de construcción (cemento armado en lugar de los materiales tradicionales), la reducción de las superficies agrícolas y la salinidad de los suelos. Y pocos son los jóvenes que quieren quedarse a vivir allí. Hace algún tiempo, un señor nómade, que bajaba a la ciudad de Guelmim a vender dromedarios y bijouterie, se quejaba de lo casi imposible que resulta conseguir una esposa que no quiera irse a la ciudad.
De ese éxodo quisieron hablar, también, la semana pasada, estas gentes del desierto reunidas en Tata, para pedir que en lugar de una sola agencia estatal de palmerales y plantaciones de argán, haya una dirección específica para cada actividad.
“La especificidad del palmeral requiere que se valoren los recursos profesionales y los técnicos locales, y la concertación con los pobladores en cualquier actuación. Los ciudadanos deben ser el eje de las intervenciones que pueden promover las inversiones, pero no a cualquier precio, sino respetando las características sociales y arquitectónicas de la zona. Hay que reforzar la capacitación de las mujeres, porque el rol femenino es muy importante en la agricultura, e intentar hacer más fluidos los vínculos entre las colectividades locales y los investigadores de la universidad (en materia de biología, pero también en el campo de la sociología y la economía)”, resumía el geógrafo Mustapha Azaitraoui, experto en desarrollo territorial de la Universidad de Khouribga. Para que el palmeral siga siendo el oasis humano que resiste tormentas de arena y el mejor lugar donde pueden repostar las caravanas de las cumbres.
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