Miles de niños sirios en talleres clandestinos en Turquía
La mayoría de los casi tres millones de refugiados en el país viven en ciudades donde carecen de protección y empleo que les permita sobrevivir. Los menores ayudan
Nuruddin, de ocho años, trabaja para aportar dinero a su familia en Estambul (Turquía). PASCAL VOSSEN
Bagcilar, Estambul (Turquía)
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En un viejo almacén, cuatro filas de trabajadores alimentan las máquinas de coser con piel de imitación. Cada movimiento se ejecuta con una fluidez perfeccionada por la repetición interminable. El sonido ocasional de una radio se abre paso a través de la cacofonía del ruido industrial. Montones de zapatillas Adidas falsas, todavía en forma bidimensional, se acumulan junto a los pies de los trabajadores antes de que se las lleven a la otra parte de la fábrica, donde se doblan y se encolan hasta que adquieren la forma prevista.
Hasan es un trabajador servil. Lleva una camisa bien planchada con las mangas enrolladas con esmero y el pelo cuidadosamente engominado hacia un lado. El responsable de la fábrica cuenta las zapatillas que ha cosido y lo felicita con una palmada en la espalda. Hasan se recuesta un momento para sonreírle antes de volver a desaparecer detrás de su máquina de coser. Este refugiado sirio de Alepo, que llegó a Estambul en 2014 con sus padres y cuatro hermanos, ahora es el sostén de la familia. Su salario de unos 300 dólares al mes (algo más de 280 euros) se emplea en alquilar un pequeño local comercial donde duermen todos. Hasan tiene 14 años.
Encima de una mesa hay un recipiente de plástico abierto del que emana un potente vapor químico que se mezcla con el calor pegajoso hasta crear una atmósfera opresiva. Al cabo de una hora, los pulmones están hambrientos de aire puro. El gerente se da cuenta de que nos pasamos la mano por las sienes, señala el recipiente y bromea: “Eso es la cola. Es genial. Tiene a todo el mundo colocado todo el día”.
Se calcula que alrededor del 90% de los 2,7 millones de refugiados sirios que hay en Turquía viven en las grandes ciudades con la condición de “invitados”, una generosa política de puertas abiertas introducida en 2011 como solución temporal a la guerra civil del país vecino que, cinco años después, prosigue con furia. Esta condición solo garantiza a los refugiados derechos básicos a los servicios, como un acceso limitado a la asistencia médica gratuita. Esta falta de protección hace que las familias más pobres estén desesperadas por encontrar alojamiento y un empleo que les permita sobrevivir. Esta situación los hace vulnerables ante los propietarios explotadores y los empresarios en busca de mano de obra barata.
En 2016, el Departamento de Emigración turco implantó una nueva legislación que permite que los sirios que se encuentran en Turquía reciban permisos de trabajo, pero un reciente informe de Human Rights Watch ha revelado que en realidad solo se le ha entregado al 0,1%. Un detalle crucial es que la normativa exige que los patronos firmen un contrato y soliciten el permiso en nombre de los empleados, cosa que no es posible en el caso de los niños que trabajan en la economía sumergida. El permiso garantiza también un salario mínimo básico, algo que es poco probable que goce de popularidad entre los empresarios teniendo en cuenta que los gerentes de las fábricas textiles e industriales que emplean a sirios lo hacen precisamente porque pueden pagarles sueldos más bajos.
A pocos minutos a pie del lugar de trabajo de Hasan, en una típica calle de Bagcilar bordeada de pequeños talleres textiles y bloques de pisos destartalados, sus hermanas Fátima y Rayne están sentadas detrás del escaparate de la vieja fachada de una tienda. Usando pequeños cortacosturas, descosen los chándales enviados a arreglar. Fátima, que solo tiene cinco años, puede acabar 10 en un día, con lo que gana cuatro dólares. Su hermana de nueve años puede ganar una media de 10 dólares. Su madre, Hend, tiene la esperanza de que algún día Fátima pueda ir al colegio y convertirse en la primera de sus hijos que aprende a leer y escribir. “No será aquí, en Estambul”, añade su padre. “Con este alquiler, es demasiado caro. A lo mejor cuando volvamos a Siria”.
Suleimán está con su mujer, Basima, y sus seis hijos en el cuarto de estar escasamente decorado de su piso de una habitación en el distrito Fatih de Estambul. Son una familia yazidí que huyó de Siria el año pasado después de que el Estado Islámico llegase a pocos kilómetros de su ciudad. La zona de estar tiene pocos muebles. Un largo sofá con el envoltorio de plástico todavía puesto cubre toda la longitud de la habitación con los muelles chirriando bajo el peso de los niños que corren por encima. Suleimán tiene un aire resignado. No espera mucho de su estancia en Estambul: “El propietario nos pide que le paguemos 50 dólares al día, cosa que sabe que no nos podemos permitir, pero no tenemos derechos y necesitamos un sitio donde vivir, así que puede pedirnos lo que quiera”.
Al día siguiente ya no responden a nuestras llamadas. Nos enteramos de que han salido en autobús en dirección a Irak después de que los echasen por no pagar el alquiler.
El 90% de los 2,7 millones de refugiados sirios que hay en Turquía tiene la condición de “invitados”, que solo les garantiza los derechos básicos mínimos
Cada tarde, a pocos kilómetros de la estación central de autobuses Büyük Otogar, autocares sin distintivo trasladas a cientos de refugiados a la costa, donde intentarán la tristemente conocida travesía hacia Grecia. Los miles que se quedan en Estambul pueden tener diferentes razones para hacerlo: a veces son los seres queridos que se han quedado atrás —en Siria o en los campamentos del este de Turquía— y a veces la insoportable idea de exponer a sus hijos al peligroso viaje por mar hacia Europa.
Hendren, una siria de 31 años de Alepo, vive con su marido y su hijo en el distrito de Tarlabasi: “No sabemos cuál será nuestro destino. Si en Siria terminan los combates, volveremos a casa; si encontramos un transporte seguro, intentaremos ir a Europa. Pero lo que sí sabemos es que nuestro destino no está aquí”. En febrero de 2015 intentaron cruzar a Grecia con la esperanza de llegar a Alemania después de acordar con los traficantes una tarifa de 1.200 dólares por adulto y otros 1.200 por los niños. Pero el barco se estropeó y tuvieron que volver. Su hijo Mohamed describe la odisea: “El barco se estropeó en el mar. Estuvimos flotando dos o tres horas. Yo conservé la calma, pero mi hermano pequeño lloraba y gritaba que nos íbamos a morir. Éramos uno de los seis barcos. Los otros cinco llegaron a Grecia”.
Los rescató la guardia costera turca, y los intermediarios, que solo entregan el pago a los traficantes si la travesía concluye con éxito, les devolvieron el dinero. Ahora Mohamed tiene 12 años y, tras pasar dos en Estambul, ha aprendido turco, pero, al igual que su madre, no se siente integrado: “Después de quedarnos atascados en el agua [en el mar Egeo], mi padre dijo que aquí no vivíamos tan mal y que no podíamos volver a arriesgar nuestras vidas, pero Estambul sigue sin parecerme mi hogar”, dice antes de pasar del kurdo al inglés: “It’s different” ["Es diferente"].
Muchos de los refugiados con los que hablamos, que consideran Estambul un refugio seguro provisional antes de poder regresar a sus hogares o reinstalarse en un tercer país, repiten las mismas penalidades que Hendren. Sin embargo, para gran parte de los niños —que llevan años viviendo y trabajando en una ciudad que se pretendía que fuese solo un limbo temporal— la realidad es que allí es donde van a crecer, privados de la educación y las oportunidades que podrían haber tenido en otro sitio.
Hend espera que su hija Fátima pueda ir al colegio y ser la primera de sus hijos que aprende a leer y escribir. “No será aquí, en Estambul”, añade su marido. “A lo mejor cuando volvamos a Siria”.
Desde 2014, el sistema turco de escuelas públicas es accesible a todos los niños sirios que tengan un documento de identidad emitido por el Gobierno de Turquía. El Ejecutivo también ha aprobado un sistema paralelo de “centros educativos temporales” en el cual se ofrece un plan de estudios en árabe aprobado por el Ministerio de Educación del Gobierno provisional de la oposición siria. Pero, a pesar de estos esfuerzos, menos de un tercio de los 700.000 sirios en edad escolar registrados en Turquía va al colegio, prueba de que el mayor obstáculo a la educación no es necesariamente el acceso a los colegios, sino el valor económico que esos niños representan para sus familias en situación de desamparo y vulnerabilidad. Bill Van Eswell, investigador jefe de derechos de los niños de Human Rights Watch, explica: “Hay múltiples obstáculos, pero la pobreza agrava muchos de ellos: la necesidad de que los niños trabajen en vez de estudiar, la presión para que se casen pronto, la imposibilidad de pagar el transporte, las tasas escolares, o incluso cuadernos y lápices”.
Hesham estaba con su padre en el puesto familiar de venta de granadas en Alepo cuando las fuerzas gubernamentales barrieron la zona con bombas. Les alcanzó la metralla de las explosiones y estuvieron varias semanas recuperándose en un hospital local, con el padre en estado crítico mientras los médicos luchaban por salvarle la pierna. El día en que dieron de alta a Hesham, su familia se puso inmediatamente en marcha hacia la frontera con Turquía.
Desde entonces ha transcurrido un año, y el chico acaba de terminar un turno en uno de los numerosos talleres clandestinos de la ciudad. Está sentado consolando a su hermano Hasan, de tres años, que todavía sufre el trauma causado por los bombardeos que presenció en Siria. Hesham abraza a su hermano y le habla con suavidad; sus impresionantes ojos verdes distraen la atención de las cicatrices que le salpican la ceja y la mejilla derechas como recordatorio físico de la violencia que lo obligó a cambiar educación por seguridad. “No queríamos irnos. Todos los meses esperábamos que acabasen los combates, pero no acababan y luego resultamos heridos en el bombardeo”.
Entiende el sacrificio que tuvo que hacer, y cree que, si volviese a tener la oportunidad, seguiría eligiendo la seguridad de la vida en Turquía antes que su antigua vida en Siria. Recuerda el alivio al cruzar la frontera: “Cuando llegamos a Turquía, los soldados turcos nos retuvieron dos horas para interrogarnos. Cuando nos dejaron ir, besaron en la cabeza a todos los niños que lloraban y les dijeron que ahora estaban a salvo”.
La madurez que irradian tantos niños refugiados que trabajan en Estambul es palpable. Ridvan, otro chico, cuenta que, a menudo, los toman por mayores de lo que son: “La gente duda de nuestra edad, no puede creer que tengamos 13 [Hesham] y 14 años, pero nosotros tampoco la sentimos. No jugamos, trabajamos y, por las noches, comemos y dormimos”.
Mihriban es más pequeño: tiene nueve años y vive con su madre, su padre y dos hermanos pequeños en un barrio histórico detrás de la mezquita de Süleimaniye, en Estambul. La calle está flanqueada por las ruinosas fachadas de las viejas casas tradicionales que un día fueron símbolo de la prosperidad de la ciudad, y ahora permanecen abandonadas y decrépitas. Su padre y su madre trabajan muchas horas en la iglesia local, lo que quiere decir que Mihriban no puede ir al colegio y, en vez de ello, pasa los días en un caluroso sótano cocinando, limpiando y cuidando de sus dos hermanos. Hoy es domingo, así que su madre está en casa y puede ayudar a cuidar de él. Son una familia kurda originaria de Kobane —una ciudad siria actualmente bajo control de la milicia kurda Unidades de Protección Popular— que huyó cuando el Estado Islámico sitió la población en septiembre de 2014.
Rosa, su madre, explica por qué se instalaron en la ciudad turca: “Ya no teníamos hogar; nuestra casa y nuestra ciudad habían sido destruidos, pero no puedo irme de Estambul. Mi madre está enferma en el campo de Suruç [un campo de refugiados en el este de Turquía] y no puedo dejarla sola en el país”.
“El propietario nos pide 50 dólares al día. Sabe que no nos podemos permitir, pero no tenemos derechos, así que puede pedirnos lo que quiera”
En la actualidad, el Gobierno turco trabaja conjuntamente con el Ejecutivo provisional de la oposición siria, con sede en Gaziantep, en el este de Turquía, para mejorar las oportunidades educativas de los niños refugiados. Su objetivo es matricular a 460.000 niños en los colegios de aquí a final de año. Para ellos, las clases serán en árabe y seguirán el plan de estudios sirio. La ley turca de nacionalidad también permitirá a los refugiados sirios solicitar la nacionalización cuando lleven cinco años viviendo en el país, lo que significa que la primera oleada, llegada en 2011, ya cumple el requisito.
A pesar de estos esfuerzos, para la mayoría de los refugiados sirios la vida no experimentará grandes cambios. Antes bien, en muchos casos la discrepancia entre las ventajas que se les ofrecen y su realidad cotidiana seguirá aumentado. Hasan, que cumplirá 15 años el año que viene, debería poder optar a un permiso de trabajo, pero, al trabajar para una empresa ilegal, eso será imposible. Pasarán cuatro años antes de que Hesham pueda solicitar la nacionalidad. Para entonces faltará poco para su 18º cumpleaños y, sin formación, le será difícil conseguir un empleo legal. Las reformas educativas pueden resolver problemas como el acceso a la educación y la barrera del idioma, pero no la miseria económica en la que se encuentran las familias de los niños que trabajan en el mundo sin ley de los talleres clandestinos de Estambul.
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