La guerra no fue un juego
Esta serie de animación digital que relata las penurias y andanzas de millares de menores reclutados por grupos armados en Colombia y que hoy buscan reconciliarse con la vida
Aturdida por el peso de tantas guerras inútiles, Lorena (nombre supuesto por seguridad) abandonó las filas del grupo armado irregular en el que, por las fatalidades del destino, ingresó tiempo atrás en la zona rural donde vivía, en Colombia. Recuerda que tomó esa decisión la tarde aciaga en que disparó por última vez su arma de dotación. La orden perentoria de fusilar a su mejor amiga venía con una advertencia fulminante: “Si no lo hace, entonces lo haremos nosotros, y luego seguirá usted”.
Las vivencias de Lorena y otras menores de edad reclutadas por grupos armados al margen de la ley y que pululan en las selvas colombianas, forman parte del documental animado Las Niñas de la Guerra, dirigido por Jaime Cesar Espinosa Bonilla y su esposa Yoleiza Toro Bocanegra, en asociación con la productora Hierroanimación. Con este proyecto ganaron el premio Crea Digital del Ministerio de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones de Colombia (MinTIC), gracias al cual recibieron 231 millones de pesos colombianos–unos 72.000 euros– para la finalización de los cinco episodios de la serie, en los que se relata con un lenguaje poético e intimista las penurias de niños y jóvenes desmovilizados que ingresaron a programas de reinserción social del Gobierno colombiano.
Según Espinosa, estos chicos llegaron a los pelotones por decisión propia buscando quizás un futuro mejor. Pero estas ilusiones se desdibujaron con el paso de los días hasta convertirse en una colección de padecimientos, humillaciones y maltratos. Alejados de sus juegos desde sus edades más tiernas, los niños ya habían probado el sabor amargo de la violencia en el seno de sus propios hogares, donde fueron abandonados y abusados.
Fue tal el grado de barbarie que les tocó por destino a algunos de estos pequeños, que la muerte les hizo guiños incluso antes de haber nacido. A Lorena, por ejemplo, su madre trató de matarla; fue en el octavo mes de embarazo, cuando se arrojó boca abajo desde un mueble alto con el fin de provocarse un aborto. Aunque la niña sobrevivió, nació con los brazos fracturados y desde entonces adquirió el aspecto de desamparo típico en las personas que nunca reciben amor.
Para Eloísa, otra pequeña desmovilizada, la motivación para ingresar a las líneas insurgentes fue la certeza de que llegaría a un entorno de normas rigurosas, diferente del de su hogar libertino donde cada quien hacía lo que se le antojaba: como el novio de su mamá, que a veces se colaba en su cuarto para violarla.
Niñas así son las que protege el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) con el Programa de Atención a Niños, Niñas y Adolescentes Desvinculados de los Grupos Armados Ilegales, que entre 1999 y 2014 atendió a 5.660 menores desmovilizados de los grupos armados al margen de la ley; la mayoría provenientes de los departamentos de Antioquia (625), Meta (405), Caquetá (382) y Cauca (373).
El cine como terapia
Jaime Espinosa sabe que los recuerdos traumáticos se pueden conjurar con los artificios del séptimo arte: así se doman los miedos, se destierran los fantasmas de la cabeza y se afrontan con dignidad los avatares de la cotidianidad. Eso fue lo que le aprendió al cineasta israelí Ari Folman, quien durante el rodaje de su filme Vals con Bashir(2008) dijo: “Pasaba de la depresión más absoluta, fruto de los recuerdos que volvían a mi cabeza, a la euforia más desbordante cuando estaba a punto de hacer una película de animación innovadora”.
Folman estuvo más de veinte años atormentado por pesadillas de pasajes nebulosos de la Masacre de Sabra y Chatila (Beirut, 1982). Nunca olvidó su experiencia en la Guerra del Líbano, cuando prestó servicio militar para el ejército de su país, y un grupo extremista cristiano asesinó a decenas de palestinos en un campo de refugiados con la complicidad de sus huestes que en vez de evitar la matanza se mantuvieron al margen. Folman necesitó del cine para exorcizar los demonios de la culpa; y así fue como nació Vals con Bashir. “Realizar esa película me transformó profundamente. Hoy creo que la hice para que mis hijos la vean un día y entiendan por qué no deben participar nunca en una guerra”, concluyó.
Espinosa Bonilla, caleño de 45 años, también ha desfogado sus sentimientos a través del cine. Desde 2001, ha desarrollado su carrera cinematográfica alrededor del conflicto armado, pero desde la mirada de las víctimas y los supervivientes de la guerra. “No me interesa mostrar el combate ni las escenas de tiroteos, explosiones y muertos que no aportan nada a la narrativa de mis historias", manifestó. "Me gusta más bien concentrarme en relatar la intimidad de los seres humanos devastados por la guerra, en retratar cómo reconstruyen sus vidas”.
Ha dirigido largometrajes como Helena, que estrenó en 2006 después de cinco años de investigación previa. “Es un filme de ficción narrado a partir de los testimonios de víctimas del genocidio de la Unión Patriótica, con una mirada de posconflicto: cómo se vive después de la guerra”, –explicó. Desde entonces, Espinosa tiene una sensibilidad especial por las víctimas de la guerra, con la intención de resaltar lo que nunca muestran las noticias.
La idea que dio origen a Las niñas de la guerra surgió hace ocho años cuando la Universidad de Caldas (donde trabaja como docente) se ganó una licitación del ICBF para ofrecer formación a 40 menores desmovilizados. “Me dijeron que debía hacer un vídeo institucional para destacar las acciones del programa de atención que ofreceríamos a estos chicos”, recordó Bonilla. Pero él no hizo un vídeo: su propósito, al conocer la demoledora realidad de estos niños, fue producir un documental animado al estilo de Vals con Bashir.
Para Espinosa, los documentales generalmente se realizan por un proceso de extracción en el que los realizadores llegan al territorio y convencen a la comunidad de dejarse grabar y luego se van: nunca dejan nada a cambio. Buscando impactar a estos chicos, junto a Yoleiza y con el apoyo de la Universidad de Caldas y el ICBF, les ofrecieron una serie de talleres para brindarles herramientas académicas y laborales que les sirvieran más adelante.
Expresión corporal, danza y fotografía fueron los espacios lúdicos que sirvieron de escape al duro pasado de estos muchachos, cansados ya de perderse en los vericuetos de una guerra ajena a su humilde origen campesino. Como durante la violencia jamás pudieron desfogar su creatividad, el tiempo jamás avanzó para ellos hacia adelante sino que se fue enmarañando hasta constituir un tremedal angustioso donde la muerte era su única certeza.
Por eso Espinosa y Yoleiza establecieron como tarea urgente ayudar a los niños a despojarse de sus horrores. Una misión nada fácil, porque desde antes del ingreso a los grupos armados ya se habían convertido en seres discapacitados para el amor, incapaces de confiar hasta en su propia sombra y con una desazón sin remedio. “Un simple abrazo o tomarse de las manos, era algo que no concebían”, evocó Yoleiza.
Fue durante las clases de baile cuando todo comenzó a cambiar, porque los ritmos alegres de la salsa puertorriqueña y los cadenciosos sonidos de la bachata dominicana produjeron en ellos un sosiego tan apremiante, que tuvieron la necesidad irremediable de bailar los unos con los otros. Los talleres de fotografía también fueron una terapia muy efectiva, ya que al observar sus imágenes inmortalizadas en la pantalla de las cámaras digitales, descubrieron que a pesar de los estragos de la guerra aún conservaban la belleza angelical de sus rostros.
Rumbo al posconflicto
Las cifras del reclutamiento de menores en los grupos armados irregulares de Colombia son alarmantes. Según datos del Centro de Memoria Histórica de Colombia, entre 1999 y 2013 han ingresado unos 18.000 niños que luego, cansados de la degradación de la guerra, terminaron huyendo o capturados por las Fuerzas Armadas; y al menos la tercera parte fue acogida por el programa de protección del ICBF. Así comenzó el restablecimiento de un nuevo orden en sus vidas: unos regresaron a sus casas cuando se les garantizaron sus derechos básicos, mientras que otros fueron adoptados en hogares sustitutos. Lo cierto es que estos niños que se encuentran en proceso de readaptación en una sociedad que ayer los rechazó, hoy son blanco de estigmatización.
“En el 90% de los casos se les aleja de sus lugares de origen porque en sus hogares fueron agredidos o por haber sido declarados objetivo militar por parte de los grupos que alguna vez conformaron”, declaró Espinosa. Fugarse de estas facciones es considerado como un acto de traición que se paga con la vida. Si se logran refugiar en algún paraje recóndito o quedan bajo la tutela del Estado, tienen que cuidar muy bien sus pasos y evitar cualquier recuerdo o comentario que los comprometa con ese pasado tormentoso.
Así lo constató Yeison (nombre supuesto), un reinsertado al que enviaron muy lejos de su vereda y, un día cualquiera, se encontró frente a frente con un miliciano. Aquel advenedizo al que nunca había visto antes pero que reconocía como uno de sus antiguos camaradas, le dijo en tono amenazante: “Yo a usted no lo conozco, pero los dos sabemos que venimos del mismo lugar: así que cuídese”. Esto le hizo entender a Yeison que en su condición de desmovilizado cargaba los rezagos de sus andaduras por los caminos pedregosos de la guerra: la forma de caminar aparatosa, la mirada esquiva e impetuosa, su aspecto de solitario empedernido.
En este contexto, la cotidianidad adquiere rumbos premonitorios y desventurados. Mónica (nombre figurado), otra reinsertada que compartió sus experiencias con Espinosa, reveló que el día en que le hurtaron su celular explotó de la felicidad. Caminaba entonces por un paraje solitario de su ciudad cuando dos sujetos se le acercaron por la espalda; ella pensó, en los instantes previos, que esos “tipos de la moto” llegaban para exterminarla por las cuentas pendientes de su antigua vida. Pero cuando corroboró que su intención era apoderarse de su teléfono móvil, vislumbró aquel robo como un acto celestial.
“Con la misma vara que mides, serás medido”, piensa Espinosa. Él y su esposa pretenden mostrarle a los colombianos, con Las niñas de la guerra, que los menores desmovilizados ni son víctimas, ni son victimarios. "Tan sólo son seres humanos que tuvieron sus razones personales para ingresar a estos grupos y hacer todo lo que hicieron. Y ahora que estamos ante un eventual marco de posconflicto, buscan una nueva oportunidad". Entonces, es inevitable hacerse la pregunta: ¿Seremos capaces de perdonarles? La respuesta, alojada en el fuero interno de cada colombiano, quizás contenga las coordenadas de la paz.
*Nombres cambiados para proteger la identidad de los menores.
Esta artículo ha sido previamente publicado por su autor en la revista El Tiempo.
En busca de mercado
Esta serie de formato televisivo, hecha en la técnica de rotoscopia (dibujar sobre fotogramas de cine) y animación digital en 2D, recogió los testimonios de una veintena de muchachos excombatientes, que de manera voluntaria y a lo largo de 13 meses relataron sus anécdotas a los directores de la película.
Después de los talleres artísticos, los directores de la producción, Jaime Espinosa y Yoleiza Toro, armaron un equipo de ilustradores y animadores digitales con el apoyo de Vivelab Manizales (laboratorio de contenidos digitales de MinTIC), donde trabajaron varios meses en la finalización de los cinco episodios de la serie.
Con la asesoría de Carlos Smith, de Hierroanimación (productora con la que se asociaron), le ofrecerán a Señal Colombia (el canal público nacional de este país) Las niñas de la guerra para ser incluida en la parrilla de coproducciones de 2015.
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