Sérgio Moro, el justiciero de Brasil
Con 43 años, el juez de la Operación Lava Jato, es el nuevo ídolo del país
FELIPE BETIM São Paulo 18 AGO 2015 - 12:01 CEST
Brasil tiene su justiciero, una figura a quien llamar “héroe nacional”. Se llama Sérgio Moro, el juez federal de 43 años que comanda la operación Lava Jato, que hace temblar al mundo político. Su nombre estaba impreso en miles de camisetas y carteles el pasado domingo en las manifestaciones contra el Gobierno de Dilma Rousseff (PT). El cartel que llevaba Ana Maria Iten, que protestó en la Avenida Paulista de São Paulo, resumía el ambiente en todo el país: “Viva Moro, Fuera Dilma, Fuera PT”.
Desde su despacho en Curitiba, capital del Estado de Paraná, Moro investiga una trama corrupta de sobornos y lavado de dinero —su principal especialidad— que sacó a la luz los desvíos en Petrobras. Pero el foco ya no está solo en la petrolera pública. Las investigaciones incluyen otros organismos, ministerios y empresas públicas.
La trama Lava Jato es imprevisible. Nadie sabe qué ocurrirá mañana. Se parece cada vez más a la operación Manos Limpias de Italia, principal inspiración de Moro para su trabajo. Los pactos políticos en Brasilia parecen no ser tan decisivos ante su decisión de llevar a cabo una limpieza en el país. Uno piensa que las investigaciones pueden llegar hasta la puerta de su casa en cualquier momento. Nadie está protegido.
Ese es su encanto. En un país acostumbrado a una corrupción endémica y a la impunidad de los poderosos, Moro parece personificar la figura del Brasil que todos desean: serio, honesto e intolerante ante la corrupción. Poco se sabe sobre su vida personal, aparte de que está casado, tiene dos hijos, le encanta el ciclismo y es experto en crímenes financieros, con un doctorado en Filosofía por la Universidad de Harvard. Quienes le conocen suelen utilizar adjetivos como “valiente”, “severo” y “activo”.
Muchos tabúes nacionales se han roto con el caso Lava Jato, pero quizá el principal ha sido que, por primera vez, decenas de miembros del establishment empresarial fueron a la cárcel, entre ellos, Marcelo Odebrecht, ejecutivo de la mayor constructora del país desde la dictadura militar. Aun así, esta valentía ante los corruptos está lejos de ser unánime. Los abogados defensores acusan a Moro de ser demasiado estricto a la hora de decretar la prisión de los involucrados. Muchos expertos reprochan, además, la figura de la delación premiada (acuerdo por el que se obtiene una reducción de la condena o el perdón judicial a cambio de confesión o información), para ellos un método de coerción para que los involucrados colaboren con la justicia. Miembros del PT, sus electores y hasta el polémico Eduardo Cunha —presidente de la Cámara y señalado por un delator de recibir cinco millones de dólares en sobornos— acusan a Moro de comandar un espectáculo —un populismo jurídico— con la intención de, en algún momento, llevar al expresidente Luiz Inácio Lula da Silva a la cárcel.
Le pasa a Moro como a Joaquim Barbosa, el exjuez del Supremo que coordinó el juicio del mensalão. Barbosa fue, como Moro, considerado un justiciero, un héroe nacional, pero también le acusaron de querer comandar un espectáculo, con intenciones políticas y electorales. Cuando terminó el juicio, Barbosa se jubiló y poco se sabe sobre él. Quizá solo buscaba hacer bien su trabajo, lo que le parecía lo más correcto y que estaba en su agenda como jurista. Quizá Moro también.
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