viernes, 28 de mayo de 2010

PIRATAS CIBERNÉTICOS: LA PRIVACIDAD EXTERMINADA


Testimonio
Piratas en la Red
Alicia Dujovne Ortiz
Para LA NACION

Noticias de Opinión: Viernes 28 de mayo de 2010 | Publicado en edición impresa

Todo empezó con un mensaje enviado a mi dirección de correo electrónico y escrito en el colorido idioma al que los franceses llaman petit nègre : una lengua francesa robusta, imaginativa y plena de sabores picantes. La remitente contaba que, a punto de morir, había decidido legarle su fortuna a algún feliz desconocido elegido al azar.

Hallados mis datos por intercesión divina, me nombraba su heredera. Naturalmente, era necesario completar un cuestionario con mi dirección, teléfono, número de documento y número de cuenta, para que un banco de un país africano hiciera la transferencia a mi nombre. No contesté.

El segundo mensaje era muy similar, incluido el estilo. Una mujer a punto de morir, etcétera. La única diferencia estaba en el país de Africa cuyo banco me enviaría una suma en euros bastante jugosa. Tampoco contesté.

La tercera me convenció de la inocencia (verbal) de sus autores: esta vez la agonizante altruista continuaba con sus ayes y con su fervor religioso, pero aunque su banco seguía siendo africano, ella se presentaba como belga.

Fue una gran decepción: yo había pensado que los dos primeros mensajes eran el fruto de una sabia reconstrucción idiomática y hasta me había imaginado a dos tramposos parisienses matándose de risa mientras redactaban el mensaje en un francés no por básico menos suculento. Ahora comprendía mi equivocación: si los redactores le atribuían el engendro a una belga, era porque creían sinceramente estar escribiendo en francés de veras; por inculta que la tal belga fuera, nunca habría logrado reunir semejante amasijo de faltas de ortografía, a menos que fuera flamenca y no valona. Sin embargo, costaba concebir que ninguna belga, valona o flamenca, hiciera gala de una fantasía tan tropical.

Quizá debido a esta desilusión de orden estilístico, respondí rogando con cierta bronca que me dejaran en paz. Al día siguiente recibí un mensaje entusiasta. Mi tercera donante se mostraba "encantada de mi decisión" y volvía a pedirme mis datos personales.

Acababa de cometer un primer error, causado por uno de los pecados capitales: la ira. Pronto cometería uno más grave, causado por el miedo, que no es pecado capital pero debería serlo y que, en todo caso, figura en buen lugar entre las emociones negativas más desechables.

Este mensaje no venía del Congo ni de Senegal sino del propio servidor que maneja mi cuenta: Gmail. Estaba redactado con seriedad y utilizando los términos oficinescos de rigor. "Durante los últimos días usted ha recibido archivos pesados -me decían-. Si no tenemos su dirección de correo electrónico alternativa y su contraseña, deberemos eliminar su Google Bzzz (o Brrzzz, o algo parecido a un zumbido de abeja mezclado con chuchos de frío) dentro de las 24 horas y sin otro preaviso."

Yo había recibido archivos pesados, es cierto. Pero les contesté que no entendía su pedido (por orgullo no agregué que no tenía la menor idea de lo que significaba la onomatopeya bzzz o brrzz). En cambio, lo de las 24 horas sin preaviso me recordaba centenares de amenazas similares, en general bancarias, y el estilo me traía nefastos recuerdos.

Un detalle no concordaba en el mensaje: el infinitivo en lugar del participio. Los remitentes ponían " vérifier ", verificar, donde habría correspondido " vérifié ", verificado. ¡Pero tantos franceses escriben con errores en su propia lengua! "Esta es una falta muy difundida", me dije, no sin recordar una historia que tuvo lugar en Francia hace unos años, donde un infinitivo salvó a un hombre de enmohecerse entre rejas.

Una mujer culta y adinerada fue asesinada ferozmente en el garaje de su casa. En la pared, escrito con su sangre, se leía: " Omar m´a tuer " (Omar me matar). Lo correcto habría sido " Omar m´a tué " (Omar me mató). La falta es común porque al oído tué y tuer suenan igual. Omar era el jardinero árabe, que respondía, por eso mismo, al estereotipo del culpable y fue a parar a la cárcel. Pero el argumento del tiempo verbal sirvió para dejarlo en libertad: la mujer asesinada no pudo haber escrito eso ni en punto de muerte, sostuvo el abogado defensor del jardinero. El asesino debió ser alguien que aprovechó la ocasión para encajarle la culpa al desdichado Omar, estampando su acusación con la sangre de su víctima.

Acordarme de tuer y de tué y compararlos con vérifier y vérifié no me sirvió de mucho. Horas después, recibí un segundo mensaje, también supuestamente de Gmail y concebido en términos aún más convincentes. Fue entonces cuando el cuasi pecado capital del miedo me empujó a cometer otro, quizá venial, al que llamaré pecado de zoncera. Les di la contraseña, nomás, y me olvidé del asunto.

No pasó mucho tiempo antes de que la primera amiga me llamara con ese tono compungido y suavecito con que solemos dirigirnos a los enfermos, preguntándome: "¿Estás bien?". Como no recordaba estar mal le contesté con indisimulable irritación: "Sí, claro, ¿por qué?". "Porque acabo de recibir un mensaje tuyo donde pedís ayuda." Me acordé de los piratas electrónicos, esos personajes misteriosos de los que tanto se habla, y atiné a responderle conservando, todavía, la calma: "Es trucho, yo no fui".

A partir de ese momento, el teléfono no paró de sonar. Aparte de que me llamaban de Buenos Aires, pero también de París y de varias otras ciudades francesas, o de Madrid, o de México, o de Belgrado, cada llamada aportaba su granito de arena. Todos mis amigos y conocidos del mundo entero, 700 en total, habían recibido el mensaje.
Dado que obviamente yo misma no fui la destinataria, lo conozco de oídas, que no de vistas. Primero venía un primer texto inconexo y como balbuceante que decía, en dos pseudoidiomas (un castellano de traducción informática y un francés de ultramar): "Pedido de ayuda. Necesito hablar usted. No contesta mail".

Los audaces que contestaron lo mismo por su cuenta y riesgo se encontraron con una larga novela, igualmente pseudo-bilingüe, en la que yo presuntamente me lamentaba de haberme dejado embaucar por unos africanos con el cuento de una herencia; que al llegar a Abidjean, Costa de Marfil, esos sinvergüenzas me habían alojado, para mi gran felicidad, en un hotel cinco estrellas; pero que ahora, para cobrar la herencia, me exigían el pago de 12.000 euros (con el correr de los días me fui cotizando y devaluando, lo mismo que el euro: subí a 50.000 y bajé a 300), y que me encontraba presa en un hotel de esa ciudad africana, rogando a mis amigos que mandaran la plata para liberarme. Como conozco Abidjean, me dejé acunar unos instantes por el grato recuerdo. Duró poco: cuando intenté abrir mi cuenta de Gmail, mi contraseña no era válida.

Los que hemos creído en la relativa seguridad del ciberespacio solemos no anotar las direcciones de correo electrónico en una simple libretita, sino guardarlas en la lista de contactos. Por otra parte, nuestros amables servidores las guardan sin molestarnos con tales nimiedades y uno se siente protegido por una corte de hombres sabios que velan por nuestro bienestar.

Todo se derrumbó en un instante: no poder acceder a mis mensajes significaba también haber perdido mi lista de contactos, vale decir, cierta cantidad de personas cuyos datos recuperaré con el tiempo y otros más alejados a las que nunca más lograré pescar en el océano virtual donde ahora nadan. A la consiguiente sensación de soledad se sumó un pánico de naturaleza práctica: ¿cómo transmitir mensajes a quienes trabajan conmigo, cómo enviar mis textos a un editor o mis artículos a un diario?
Estas incertidumbres todavía revelaban mi ignorancia. Rescatar esas direcciones era el menor de mis problemas y, me atrevería a sugerirlo, el de las 700 personas implicadas en este asunto sin comerla ni beberla.

Cuando cierta mañana un amigo que me llamaba desde París me contó que el ladrón chateaba diariamente a mi nombre pidiendo sumas cada vez más modestas, el pobre, y cuando mi hija me avisó, también desde París, que mi nieta le había mandado un mensaje firmado por mí, comprendí la magnitud del desastre.

Mi doble, el ciberchorro, no puede haber entrado en la cuenta de mi nieta como lo hizo con la mía, porque no tiene la contraseña, pero sí en sus mensajes. De modo que se sumó, cariñoso, al diálogo familiar. Dadas sus tendencias novelescas, nada tendría de raro que este mellizo informático que me ha salido empezara a enviar mensajes de un integrante de mi lista al otro, mezclándolos en un infernal batiburrillo, parecido al de mi cabeza en este momento y que abarcaría gran parte del planeta.

Mi hija decidió jugar el juego y contestarle ofreciéndole enviar unos euros a la dirección que le indicara. El Sandokán de los espacios virtuales respondió dando su nombre y el de su hotel, en Abidjean, es claro. Con esos datos mi hija fue a la ciberpolicía parisiense, que prometió ocuparse. Por mi parte, cambié de dirección. Es todo lo que por ahora se puede hacer, aparte de golpearse el pecho. Lo otro es meditar.

Temas de meditación no nos faltan. En primer lugar, la ya mencionada zoncera. Si mi irritación fue creciendo, hasta rozar una violencia, por la que pido disculpas a quienes me llamaron inquietos, fue porque la ingenuidad que demostraban al suponerme realmente en peligro reflejaba la mía al entregar la contraseña.

Es que frente a las agresiones de un nuevo tipo no tenemos defensa. No en mi generación, al menos: la única que me llamó a decirme las palabras justas con el tono justo fue mi nieta menor, que declaró, con gran poder de síntesis: "Abu, son hackers", y agregó: "Los vi en un programa de la televisión francesa, son pibes desocupados de varias ciudades de Africa que se pasan el día en el locutorio tratando de agarrar a alguien".

Los demás preocupados oscilaron entre dos extremos que me hicieron de espejo: ellos se habían avivado de todo, qué duda cabe, pero por si acaso se lo creían.

Y como segundo tema de meditación mencionaré, sin engolar la voz, o tratando de no hacerlo, el sentimiento de pérdida derivado de una auténtica violación de identidad y la ingravidez que proporciona el hecho de saberse, literalmente, al aire.

Curiosamente, lo más indignante del caso me ha resultado que alguno de mis conocidos pudiera atribuirme la autoría de textos tan bochornosos. Estoy segura de que tampoco yo, ni derramando sangre a raudales, habría sido capaz de escribir Omar m´a tuer .

A propósito de muertes gramaticalmente correctas, el ejemplo que me viene a la mente es el del gramático jesuita Dominique Bouhours, que se murió pronunciando su célebre frase " je m´en vais ou je m´en vas, car l´un et l´autre se dit ou se disent ". No hay traducción exacta, pero una versión aproximativa podría ser: "Me voy o me estoy yendo, ya que lo uno y lo otro se dice, o se dicen".

Dudo de que cuando me muera me asalten cavilaciones lingüísticas tan sutiles, pero, conociéndome hasta donde es posible, confío en no morirme cometiendo errores de lenguaje, así la muerte me halle en Abidjean.
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Alicia Dujovne Ortiz

lanacion.com | Opinión | Viernes 28 de mayo de 2010


el dispreciau dice: alcanza con opinar contrariamente a algo, que inmediatamente aparecen sutiles bloqueos que van creciendo, haciéndose más complejos, hasta que finalmente dejan evidencias plenas de que estás siendo observado, permanentemente... Me sucedió luego de un curioso desencuentro con un Gobernador, allá por el 2003. Pero nunca terminó allí, ya que me invadieron los celulares dándome pruebas que accedían a ellos desde cierta unidad carcelaria, apropiándose no sólo de mis conversaciones sino además de mis créditos. En 2008, cuando pretendí renovar mis dominios electrónicos, el trámite se hizo recurrente e imposible, y finalmente me dieron de baja los contenidos (de los cuales tengo registros de propiedad intelectual). No obstante he asumido que la estrategia es sólo destruir, no importa cómo, tampoco el por qué. Junto con ello me invadieron miles de mensajes provenientes de distribuidores chinos de productos electrónicos (tema al que no le he prestado atención alguna), mensajes todos idénticos, pésimamente escritos en idioma inglés y peor en idioma chino, o alguna otra forma dialectal del lejano oriente. Más tarde comenzaron a lloverme cientos de mails procedentes de distintos lugares del mundo, imponiéndome la compra de medicamentos de dudosa (sísima) procedencia, fabricados por Pfizer (mayoría) u otros de los grandes conocidos con quiénes he trabajado y conozco en profundidad de toda la vida. Hace escasamente algunos seis meses (quizás más) invadieron una casilla de yahoo y desde allí invadieron a amigos y conocidos con pedidos de dinero... Desde luego saben que recibo diariamente cientos de mails procedentes desde Estados Unidos de Norteamérica y sus instituciones gubernamentales de salud, así como de Europa y las propias. Soy bien conocido en Estados Unidos como en Europa por haber transitado posiciones como funcionario de la Industria Farmacéutica... pero es evidente que la organización de piratas cibernéticos es altamente compleja y sigue a aquellos que considera "vinculantes", no importa con qué, tiene vínculos y es suficiente para investigarlo, observarlo, seguirlo, y molestarlo, todo lo que se pueda. Seguramente, estos invasores de las privacidades han aprendido o contribuido con técnicas propias de los servicios de inteligencia, que todo lo ven, todo lo pueden, salvo aquello que ellos desean que suceda, para lo cual no ven, no escuchan, no entienden. Dentro de las curiosidades de la vida electrónica y sus interesantes propuestas, tengo amigos que reciben toneladas de información pornográfica, ofreciéndoles señoritas (como si se tratase de caramelos), niños y niñas, animales, y otras fuentes de extraños placeres... Todo ello no me produce temor alguno ya que soy un inconsciente por naturaleza, y si nada me detuvo cuando era joven, mucho menos ahora que soy un veterano. El haber estado cerca de gobiernos y estructuras políticas europeas me permite conocer ciertos vericuetos del espionaje que ha convertido a este mundo, en una máquina de exterminar privacidades. Por mi parte, dado que no tengo nada (ando con lo puesto) y tampoco soy otra cosa que lo que expresa mi historia ya escrita, no tengo herencia y ni tampoco suculentas comodidades virreinales, cualquier espionaje a mi persona me tiene sin cuidado... sin embargo, es evidente que esta actividad electrónica, sea de correo o de edición de contenidos, amerita una regulación contundente por parte de los mecanismos de seguridad, pero también otro hacia ellos (los mecanismos que dicen ser seguros y no lo son). Por ello no quiero saber nada con las redes sociales, donde todo se observa cuidadosamente, y llamativamente, toda esa información se vende a "alguien" que la compra. Este extraño mundo de desquicios, conductas desquiciadas y mentes desordenadas, enseña que así como hay sicarios que cumplen cometidos despreciables, hay también piratas observadores que invaden las privacidades con fines para nada altruistas, y entonces me pregunto: ¿por qué esa misma gente no se dedicará a hacer el bien por el otro?, ya que habría muchas menos víctimas del consumismo que propone el modelo económico de este mundo loco, sentirían quizás algo de satisfacción personal, y podrían desvelar lo que significa tener esa extraña sensación de hacer el bien por el bien mismo, esto es ocuparse de algo que valga la pena... Mayo 28, 2010.-


Editorial I
Auge de los sicarios
Combatir el delito en todas sus gamas es el mejor método para acabar con los cada vez más numerosos asesinatos por encargo

Noticias de Opinión: Viernes 28 de mayo de 2010 | Publicado en edición impresa

La contundencia de ciertos hechos permite afirmar que en nuestro país no sólo existen asesinos a sueldo y que su actividad se ha incrementado y perfeccionado, sino que en los últimos tiempos se ha llegado al extremo de contratar a sicarios extranjeros.
En el negocio del tráfico y la venta de droga, aunque no solamente en este rubro, se suele contratar a esos profesionales de la muerte. Hay asesinatos cuyas modalidades de ejecución producen una calculada y voluntaria difusión del hecho para que el ajusticiamiento opere también como un mensaje mafioso que los instigadores o autores intelectuales quieren transmitir a otras personas.

Hay, además, ejecuciones realizadas de tal manera que a los más avezados investigadores les queda la duda de si se trató de un homicidio a secas o, por ejemplo, de un homicidio en ocasión de robo. La ambigüedad de la interpretación ha sido calculada por los homicidas.

En julio de 2008 dos narcotraficantes colombianos fueron fusilados en el supermercado Unicenter. Una de las hipótesis en danza es que habrían participado integrantes de la barra brava de Boca. En febrero de 2009 fue asesinado el colombiano Juan Galvis Ramírez en el marco de enfrentamientos internos dentro de las Autodefensas Unidas de Colombia, grupo paramilitar vinculado con el narcotráfico.

En cuanto al crimen del neurocirujano Claudio Urbina, asesinado cuando llegaba a su casa en Boulogne, también habría sido ejecutado por profesionales, pero los policías sospechan que la intención de los sicarios fue ocasionarle un susto y luego algo salió mal. Parten de la base de que le dispararon con un fusil automático liviano (FAL), un arma de guerra que no suelen emplear los sicarios.

La desgraciada profesionalización del crimen y la contratación de sicarios seguramente obedece, entre otros factores, al incremento del delito en general -y de sus ganancias- y a la paralela ineficiencia policial. Por otra parte, la gran desventaja que entrañan los asesinatos por encargo realizados por profesionales es que, si han sido bien ejecutados, se encuentran entre los delitos más difíciles de probar y de castigar.

Como, afortunadamente, la Argentina no cuenta todavía con muchos sicarios capacitados, los delincuentes suelen buscarlos en el exterior. Por lo tanto, una vez que estos asesinos llevan a cabo su cometido, regresan a sus países de origen tornando aún más difícil el esclarecimiento del hecho.

En Colombia, México y Perú el crimen organizado ha formado desde hace tiempo a estos matones profesionales. Y, aunque es ilegal, en Internet suelen aparecer páginas que promocionan los servicios de esos asesinos.

Lo cierto es que en la Argentina el crimen organizado recurre cada vez con mayor frecuencia a esos servicios que, como ya dijimos, prácticamente conllevan una garantía de impunidad.

Sin embargo, esta peligrosa característica no debe ser argumento para que los investigadores policiales se resignen. Lamentablemente, el combate contra el delito en general muestra el fracaso no tanto de la policía sino de las políticas de seguridad. Delitos mucho menos complejos que los cometidos por sicarios quedan impunes.

Por lo tanto, es preciso trazar políticas serias y coherentes de lucha contra el delito en todas sus gamas, porque de esa manera se estaría combatiendo a quienes, para continuar con sus acciones ilegales, echan mano de los sicarios.

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Editorial IAuge de los sicarios

Combatir el delito en todas sus gamas es el mejor método para acabar con los cada vez más numerosos asesinatos por encargo

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