Carnaval político en Cataluña
El desafío independentista no atenta tanto a la posibilidad de una ruptura de la unidad española, que no se va a producir, como a la estabilidad del proceso político y económico y a la supervivencia misma del actual Estado
NICOLÁS AZNÁREZ
La primera vez en mi vida que tuve ocasión de depositar mi voto en una urna fue con ocasión del referéndum que la dictadura franquista organizó en diciembre de 1966 para ratificar la Ley Orgánica del Estado, según dio en llamarse el patético intento de institucionalizar el régimen en torno a algo que pudiera parecerse a una Constitución. Como estaba cumpliendo el servicio militar, lo hice vistiendo mi uniforme de soldado raso y siguiendo las órdenes que había recibido bajo seria amenaza de arresto si no lo hacía así. De modo que solicité también en la mesa una certificación de que efectivamente había cumplido con mi deber (que no ejercido mi derecho) en aquella ocasión. Naturalmente voté no,sin ninguna esperanza de que sirviera para algo, con lo que me alineé, de acuerdo a los resultados oficiales, con el escaso 1,5% del censo que mostró su repulsa a aquella carnavalada franquista que se organizó con todo cinismo en nombre de la democracia.
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Días antes de la votación, un periodista europeo que vino a cubrirla me preguntó entre ingenuo y sarcástico dónde estaba la oficina del NO, pues pretendía hacer un reportaje sobre los pros y los contras de la propuesta. “No existe tal oficina —le respondí—, la única propaganda permitida es el SÍ, que se promueve por los organismos oficiales, mediante el uso de dinero público y la masiva utilización de la televisión del Estado, la única existente”. En definitiva, añadí, la pretendida consulta no era tal, no expresaba la libre voluntad de los españoles y acabaría no sirviendo para nada una vez que el dictador muriera, como así sucedió.
Las imágenes de aquella época me vienen irremediablemente a la memoria, guardando todas las distancias, que quizás no sean tantas en muchos aspectos, con motivo de la votación convocada para hoy de manera abiertamente ilegal por el Gobierno autónomo de Cataluña. Este y el de Madrid se han enzarzado en una polémica de perfiles casi ridículos si no afectara seriamente a la estabilidad política española. Mientras la Generalitat insiste en que habrá referéndum, el presidente Rajoy se ha cansado de decir que no se iba a celebrar. Y ambos podrán proclamar su victoria al caer la noche. Unos dirán que pese a las trabas impuestas por los tribunales y la represión de Madrid, se logró que una masa considerable de ciudadanos se acercara a las urnas o intentara hacerlo: en resumidas cuentas, que la consulta se celebró salvo cuando lo impidió la fuerza pública. El otro, que no hubo tal referéndum porque efectivamente no podía haberlo.
El Gobierno tiene que restablecer la legalidad del Estado como la única vigente en todo el territorio
La convocatoria de hoy es ilegal no solo porque la ha suspendido el Tribunal Constitucional, habida cuenta de que los referenda en la Constitución Española son competencia exclusiva del Gobierno central. Lo es también porque se convocó vulnerando el Estatuto de Autonomía de Cataluña y el reglamento de su Parlamento autónomo; porque no existe Junta ni Sindicatura electoral que garantice y sancione los resultados; no hay censo, ni locales autorizados, ni mesas, ni papeletas oficiales; ninguna legislación española o internacional la amparan y, naturalmente, tampoco ha habido oficina del NO, mientras el Gobierno autónomo se ha dedicado a promover el SÍ por todos los medios a su alcance, en vulneración consciente de las leyes y con desprecio a los derechos de todos los ciudadanos catalanes.
De todas formas algunos colegios se abrirán, algunas urnas se llenarán y desde luego no es previsible que abunden las papeletas negativas, por lo que los independentistas podrán decir, si quieren, que ha ganado el sí, al margen de cual sea el índice de participación y aunque la falta de transparencia del proceso sea absoluta. Eso le permitirá al Govern y al Parlament proclamar la independencia unilateral, o también podrán aseverar que lo hacen porque se les impidió represivamente su derecho a votar. Y si no es esta su decisión última podrían entonces convocar elecciones autonómicas, marcadas desde ya por la ola populista e insurreccional que ellos mismos han desencadenado y que mantiene desde hace días movilizaciones populares en muchas ciudades catalanas. Es imposible desconocer que la protesta en la calle supera a todas las previsiones que el Gobierno de Madrid pudiera haber hecho, aunque en realidad parece no haber previsto casi nada en este caso. La torpeza de la fiscalía, la ausencia de la política, la incapacidad estática del presidente, son también muy culpables de este monumental desatino, que mezcla independentismo con derecho a decidir, y en el que las gentes se levantan y abarrotan los espacios públicos con un aire festivo, como si estuviéramos en Río de Janeiro, pero indignadas también, y con un objetivo previo y diferente a la independencia: acabar con el Gobierno de Rajoy y las políticas del Partido Popular.
Suceda lo que suceda, habrá que dar paso a la negociación y el pacto. Ni Puigdemont ni Rajoy podrán ser interlocutores
El desafío independentista no atenta tanto por eso a la posibilidad de una ruptura de la unidad española, que no se va a producir, como a la estabilidad del proceso político y económico y a la supervivencia misma del actual Estado. Los dirigentes de la Generalitat han instaurado por su cuenta y riesgo, de manera tumultuaria y agitando las emociones y pasiones populares, una legalidad contraria a la del Estado español. Hoy en Cataluña coexisten dos legalidades: la democrática, que emana de la Constitución del 78, aprobada por cierto por los ciudadanos catalanes por inmensa mayoría, y la que trata de instaurar mediante toda serie de amenazas y medidas coactivas, con desprecio a las leyes, a las minorías políticas, a las libertades ciudadanas y a la convivencia entre los españoles, la Generalitat de Cataluña. Necesariamente el Gobierno de Madrid tiene que restablecer la legalidad del Estado como la única vigente en todo el territorio nacional si no quiere el presidente Rajoy situarse al frente de un Estado fallido, con todas las consecuencias que eso conllevaría. Suceda lo que suceda hoy, habrá que dar paso después a la negociación y al pacto. El problema añadido es que ninguno de los líderes confrontados, ni Puigdemont ni Rajoy, podrán ser interlocutores. Lo que no significa que no se empeñen en ello.
La carnavalada independentista, como la franquista del 66, en ningún caso producirá los efectos deseados por quienes la idearon y promovieron. Ni el régimen de Franco sobrevivió a su muerte, ni habrá independencia en Cataluña como consecuencia de la consulta, la proclame o no el histriónico Puigdemont. Pero los daños emergentes, ya muy visibles, serán profundos: división y confrontación entre los ciudadanos catalanes; desconfianza mutua entre Cataluña y el resto de España; crecimiento de la hispanofobia en la comunidad autónoma y deterioro perdurable de la democracia española si no se atajan cuanto antes el proceso y sus derivadas. Asistiremos, por si fuera poco, a un reverdecer del nacionalismo español, agitado por la derecha en el poder; a una fragmentación de la izquierda, ya muy acusada tras el destrozo interno producido por los actuales dirigentes del PSOE, y a un reforzamiento de las pulsiones conservadoras y centralistas, con perjuicio considerable para el futuro de todo el país. Malas noticias para los españoles. Para los europeos en general, también.
Juan Luis Cebrián es presidente de EL PAÍS y miembro de la Real Academia Española. Este artículo ha sido redactado inicialmente para su publicación, hoy, en el diario La Stampa de Turín.
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