Los dioses y el subsuelo de México
Ciudad de México es una zona de ‘certeza sísmica’ y temblará por el resto de los tiempos. Pero afecta sobre todo a la parte baja de la antigua laguna. El riesgo se concentra en las áreas mal construidas asentadas sobre la zona lacustre
RAQUEL MARÍN
Los terremotos de la Ciudad de México han marcado a fuego mi memoria. El de 1957, con el estilete del fin de la infancia: la presencia de algo inexplicable y terrible de lo que los padres no pueden protegernos. Tenía yo nueve años. El estilete que hirió mi memoria en el sismo de 1985 fue el de la indefensión a secas ante la catástrofe: eso ante lo cual no puede protegernos nadie, ni nuestros padres, ni nosotros, ni el Gobierno, ni dios. Tenía 39 años. El sismo de hace unos días me hirió con un estilete más secreto. Le arrebató a mis hijos cosas que tenían, una casa y un departamento en la colonia Condesa, donde apenas este año habían empezado a vivir, y donde no pueden dormir hoy ni podrán dormir por mucho tiempo.
Al día siguiente del sismo acudí a la zona donde vivían mis hijos, la misma donde vivieron sus abuelas, donde viví yo, donde empezaban a vivir ellos como en una especie de serena sucesión de continuidades generacionales. Pasé la mañana caminando esas calles, familiares de tres generaciones, y me asombró el tamaño de su destrucción.
Había en la zona de seis cuadras por seis de que hablo, un edificio derrumbado, tres o cuatro colapsados y diez o doce marcados ya por protección civil de la ciudad como inhabitables. Había otro tanto, quizá el doble, simplemente abandonados por sus inquilinos, temerosos de una réplica. Estaban esas calles de Ámsterdam, Sonora, Parras, Laredo, Michoacán y Avenida México, rebosantes de rescatistas, marinos, soldados, policías, y abrumadoramente vacías de vecinos. Supe en los días siguientes que había caminado ese día por la parte de la ciudad más castigada por el sismo. Y que, para los sismólogos, no había nada misterioso en aquella destrucción.
El camino es aprender y corregir; los dioses sísmicos no asaltan la buena ingeniería
La Ciudad de México no es una zona de “riesgo sísmico”, sino de “certeza sísmica”, dijo una y otra vez Cinna Lomnitz, extraordinario sismólogo. Explicó sus razones en un pequeño ensayo de título apocalíptico, El próximo desastre sísmico de la Ciudad de México, escrito en 2005, que puede leerse aquí: http://bit.ly/2hs4HFa.
La Ciudad de México temblará por el resto de los tiempos, explicó Lomnitz, por razones que se pierden en la noche de los tiempos, en la época en que un vasto acomodo geológico, hace 100.000 años, cerró la cuenca de México y dio lugar a la formación de la gran laguna en cuyo islote dominante creció la Gran Tenochtitlan. Sobre los lechos de esa laguna se construyó la Ciudad de México en que hoy vivimos. La historia registrada de sus sismos dice que la zona de las catástrofes actuales corresponde al contorno de las antiguas aguas.
Octavio Paz diría que cada vez que hay un terremoto en la Ciudad de México, los dioses aztecas vuelven a la superficie para recordarnos que los hemos sepultado, que hemos secado sus lagos, destruido sus templos, arrasado su ciudad lacustre, pero que ellos siguen vivos, enervados, latiendo y acechándonos desde el subsuelo. Si cambiamos la expresión “dioses aztecas” por las palabras “arcillas del antiguo lago”, la descripción es exacta. Todo nuestro pasado sumergido, en particular el del suelo del antiguo lago, nos recuerda su existencia en cada temblor.
Escribe Cinna Lomnitz: “La parte baja de la ciudad de México está construida sobre una capa de lodo que tiene un espesor de 30 metros en promedio. Esa zona estaba cubierta originalmente por las aguas de una extensa laguna, de la que emergía apenas la isla donde se asentó la capital azteca. En 300 años de dominio español y otro siglo de vida independiente, los habitantes de la ciudad drenaron casi toda la laguna y la zona urbana se extendió hasta las lomas y más allá. El sismo (de 1985) produjo la destrucción de casi 400 edificios de siete a 18 pisos de alto, pero solamente en la zona baja, la llamada zona III”. Lo que los sismólogos llaman “la zona del lago”.
El sismo del 19 de septiembre de 2017, repitió la historia: sólo hubo daños en la zona III, la zona baja de la “zona del lago”, en cuyos linderos están la colonia Condesa y la colonia Roma, las más dañadas por el sismo. Lo anterior quiere decir que no toda la Ciudad de México es zona cierta de desastre sísmico, sólo la zona baja de la antigua laguna, y que aún en esa zona, como lo muestra la enorme cantidad de construcciones que no sufrieron daños, el verdadero peligro no son los sismos, sino, aquí sí, el olvido de las antiguas arcillas al construir. No toda nuestra ciudad está en riesgo de catástrofe sísmica, sólo la mal construida y la asentada sobre la zona lacustre.
El sismo de 2017 destruyó menos que los anteriores, debido a la regulación posterior a 1985
No hay nada que no pueda ser construido sin riesgo de desastre en la Ciudad de México, ni en la zona del antiguo lago ni en las otras. Nuestra fatalidad sísmica no es fatal. Habrá siempre sismos pero no siempre tiene que haber catástrofes. La ciudad de México ha vencido ya a sus terremotos de la única forma que puede hacerse: tomando nota de ellos y actuando en consecuencia. El tamaño considerablemente menor de la destrucción del sismo de 2017, debe mucho a las regulaciones posteriores al de 1985. Hay que mirar de frente la catástrofe sísmica del 2017 no sólo con valor y solidaridad, también con rigor científico, mejores códigos de construcción y protocolos más estrictos de protección civil. No sólo hay que recoger los escombros, hay que estudiarlos, entender sus causas, corregir sus errores.
El adversario geológico de la ciudad es, ha vuelto a ser, el subsuelo arcilloso de sus antiguos lagos que aceleran las ondas sísmicas. No hay nada invencible en eso. El mismo Cinna Lomnitz describió en qué consistían esas aceleraciones y cómo habían sido vencidas al menos en un caso monumental.
“Las ondas de los sismos causan oscilaciones de amplitud cinco o seis veces mayor en la zona lacustre de la Ciudad de México (...) Por este motivo, la Torre Mayor incorpora 96 amortiguadores en su estructura. A pesar de su gran altura (55 pisos), posee una gran resistencia a los temblores. Los amortiguadores evitan que el edificio se ponga a oscilar incontroladamente durante el sismo” (http://bit.ly/2hs4HFa).
Repítase proporcionalmente el criterio de la Torre Mayor, o el de la Torre Latinoamericana, al resto de la construcción en la ciudad, particularmente en la zona del lago, y habremos vencido en algo al siguiente sismo. No sabemos cómo es el adversario geológico de las decenas de miles de viviendas destruidas en Oaxaca, Chiapas, Morelos, Puebla, Estado de México. Tampoco las costumbres de construcción local que deben ser reformadas. Pero allá, en las comunidades de un piso, como acá en la ciudad de muchos, el camino es aprender y corregir bajo el supuesto de que los dioses del subsuelo no asaltan la buena ingeniería porque la buena ingeniería los respeta.
“La lección es sencilla”, dice Cinna Lomnitz. “La cultura sísmica es buena cuando la tienen los gobiernos. El sismo es un enemigo que se ríe de los simulacros. Primero tenemos que estar protegidos. Nuestra defensa contra el sismo es un buen gobierno” (http://bit.ly/2fPWFCA).
Añado: con un ejército de ingenieros y sismólogos detrás.
Héctor Aguilar Camín es escritor y director de la revista Nexos.
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