OPINIÓN
El fracaso de la modernidad tecnocrática
John Maynard Keynes, el gran economista británico de la primera mitad del siglo XX y la persona que más ha influido en la creación de la macroeconomía moderna, señaló que lo que frena el cambio económico y el progreso social de las naciones no es la dificultad para desarrollar nuevas ideas sino para escapar de la servidumbre de las viejas.
Pienso que este aforismo es válido para entender el desconcierto del momento actual. Nuestras economías han perdido el vínculo virtuoso entre crecimiento y progreso social. Pero los gobiernos y los organismos económicos europeos e internacionales siguen instalados en viejas ideas.Entre esas viejas ideas hay tres que han moldeado lo que en el último tercio del siglo pasado se entendió como la “modernidad económica”.
La primera fue la defensa de la desregulación financiera y de la libertad absoluta de los movimientos de capitales. La hipótesis sobre la eficiencia de los mercados financieros desegulados sostuvo que con las nuevas tecnologías, los mercados tenían toda la información necesaria para tomar decisiones eficientes y sin riesgo sobre donde invertir los ahorros de la gente. En este mundo idílico los gobiernos no tenían ningún papel, excepto el de distorsionar la eficiencia de los mercados.
De hecho, el compromiso de los gobiernos con la libertad de movimientos de capitales pasó a ser el marchamo de la modernidad económica de los países. Era necesario tanto para incorporarse a las Comunidades Europeas como a la globalización gestionada por el FMI. Las reformas financieras de los noventa y la propia creación del euro respondieron a esa idea. La gran crisis financiera de 2008 destruyó ese creencia.
El segundo pilar de la modernidad fue la idea de desregulación de los mercados de trabajo. Sostenía que los gobiernos tenían que sacar su sucias manos de la fijación de los salarios y del establecimiento de las condiciones de contratación y despido de los trabajadores. De esa forma, se pensaba, se fijarían salarios de equilibrio en función de la productividad de cada trabajador y se alcanzaría el pleno empleo. Las reformas en este terreno fueron dejando la distribución primaria de la renta, la que se genera en las empresas, a las llamadas fuerzas del mercado.
El principal problema de las democracias pluralistas en el inicio del siglo XXI es la cuestión distributiva
Las cosas no han funcionado así. El propio Banco Central Europeo ha mostrado su sorpresa al ver como el retorno del crecimiento y del empleo en Europa no trae consigo una mejora de los salarios y de la distribución.
El tercer componente de esa modernidad fue que el fundamento básico de la estabilidad macroeconómica era la conducta financiera virtuosa de los gobiernos. El sostén analítico de esta idea fue la teoría de las expectativas racionales que afirma que los agentes económicos saben anticipar las decisiones de gasto de los gobiernos y neutralizar sus efectos. El corolario político fue la defensa del equilibrio presupuestario (el “santo temor al déficit” y una deuda pública baja), cualesquiera que sean las circunstancias en que se mueve la economía.
El mejor indicador de lo errado de esta idea fue la segunda recesión que experimentó la eurozona entre 2011 y 2014. Y, en sentido contrario, la recuperación que han experimentado las economías española y portuguesa a partir del momento en que se suavizó la austeridad y el BCE comenzó a comportarse como un banco central como Dios manda.
La modernidad económica así definida fue la culminación del ideal tecnocrático en la gestión de los asuntos públicos. La premisa fundamental de la tecnocracia es que las decisiones económicas con un elevado grado de complejidad deben ser dejadas a los expertos y a instituciones independientes, como los bancos centrales y a las instituciones internacionales como la Comisión Europea o el FMI. La política democrática no debía interferir en esas decisiones.
Hoy los ciudadanos desconfían de los expertos. Los populismos se benefician de esa desconfianza. Pero el riesgo ahora se ha invertido. Venimos de una etapa en que se pretendió gobernar la economía sin política. Ahora el riesgo es querer gobernar la política sin economía. Que el péndulo se vaya al otro extremo.
El principal problema al que se enfrentan las democracias pluralistas en este inicio del siglo XXI es la cuestión distributiva. Es decir, la desigualdad, la pobreza y la falta de oportunidades. Esa es la madre de todo el caos político que estamos viviendo. Es necesario volver a incorporar, como hicieron los clásicos de la “economía política”, la legitimidad y la eficacia que confiere el proceso democrático a la toma de decisiones de política económica y a las reformas. La modernidad tecnocrática ha fracasado.
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