¡Niñas, firmes!
'El florido pensil (niñas)' hace una profunda revisión al esqueleto de la educación machista, religiosa y represiva de varias generaciones
Un grupo de niñas en un acto de la Sección Femenina, durante el franquismo. ARCHIVO GENERAL DE LA ADMINISTRACIÓN
Había que ser juiciosa, llevar las uñas limpias, no correr, no alzar la voz ni reír demasiado alto, no cantar si no te lo pedían. No contestar si no te lo pedían. Llevar el pelo adecuado (quién sabe qué es eso). Atender al padre, al hermano, al abuelo, al primo, al amigo. Era necesidad llevar los calcetines altos bien subidos, los zapatos lustrosos, la tabla de la falda bien planchada, sentarse como una niña decente, el babi impoluto. No se podían decir tacos, ni jugar con demasiado estruendo, ni leer nada que no estuviese ordenado por el cura o la monja de rigor. Obedecer.
El colegio en época de sonsonete de ríos y reyes visigodos no era solo un colegio. Era una máquina de crear amas de llave, planchadoras, cocineras, limpiadoras, madres, criadas y esposas. El florido pensil, en este caso de niñas, lleva algo más de un mes en el Teatro Marquina (Madrid) recordando que si hoy hay mujeres que pasaron por aquel adoctrinamiento y hoy se sienten libres es, desde luego, a base de voluntad propia, un mucho de progreso y una pizca de olvido. “Desde luego la temática da para risa…”, dice Chiqui Fernández (Madrid, 1969), una de las niñas sobre el escenario en la obra de Andrés Sopeña.
Desde que el catedrático publicara aquella sátira de sus propios recuerdos han pasado 23 años; desde que la compañía vasca Tanttaka Teatroa estrenara la primera versión, 21; y desde la versión cinematográfica de Juan José Porto, 15. Tanttaka volvió el pasado año a poner la pieza en activo, bajo la dirección de Fernando Bernués y Mireia Gabilondo, y protagonizada por mujeres. A la adaptación de Kike Díaz de Rada no hubo que hacerle mucho: un fragmento de la Guía de la buena esposa de Pilar Primo de Rivera por aquí, un poco del consultorio de la Francis por allá. La versión femenina ya estuvo en Barcelona, el País Vasco y distintos puntos de España el pasado año y ahora, una nueva (y conocida) hornada de actrices son el cartel en Madrid: África Gozalbes, Esperanza Elipe, Nuria González, Chiqui Fernández y Mariola Fuentes.
El resultado es, si cabe, más hilarante y surrealista para ese público que se sienta a verlo sin haberlo sufrido; más nostálgico y hacedor de suspiros para quien le tocó ocupar aquellos pupitres y cantar “a la escuela / que ya es hora, / sin demora / vamos pues. / Nos lo exige, / nos lo manda, / la voz santa del deber”. Chiqui Fernández entona rápido, recordando la letra, sobre un escenario con todas las luces encendidas y un patio de butacas vacío, a su lado, la directora, Mireia Gabilondo, la sigue en el canturreo. Ambas están de acuerdo en una premisa esencial: es el pasado inmediato, sí, sobre todo para quien tiene más de 55 años. “Convertido en un recuerdo del que puedes reírte, acaba siendo como una catarsis… ahora si lo miras con distancia dices ‘¿cómo puede ser que eso pasara?’. Pues pasaba”.
Esta revisitación a aquella escuela de posguerra es, según Gabilondo, un éxito sobre todo sociológico: “Somos lo que somos porque vivimos lo que vivimos, al menos en parte”. La actriz, que cabecea a las palabras de Gabilondo, asegura que, tras leer este libreto, entendió un poco mejor a su madre. Ambas reconocen que en aquel momento, cuando ir a la escuela ya era “horrible” de por sí, hacerlo siendo niña era todavía peor: “Solo por haber nacido niñas éramos ciudadanas de segunda. Y todavía sigue pasando, habría que revisitar muchas otras cosas”.
Y recordarlas. “Cuando no haya ya nada que luchar entonces vale, se podrá dejar algo más lejos el pasado, pero por el momento hay que seguir recordando para que no vuelva a ocurrir”, explica Fernández, que se queda pensando. “Mira, voy a poner un ejemplo, todavía, entre la gente joven, ellas quieren agradar sexualmente al hombre porque creen que eso les da valor”. Cada vez más temprano, la hipersexualización entra como un torrente. Niñas de 12, 10, a veces ocho años, adiestradas bajo el bombardeo publicitario y las redes sociales para posar, y no precisamente saltando en un charco. Labios pintados, ojos entornados, pelo milimétricamente colocado. “Seguimos un poco perdidos”, apostilla Gabilondo.
Aunque ahora sea en otra dirección. Prólogo y epílogo de la obra están enfocados a apuntar que sí, que han cambiado (mucho) las cosas, y a la vez, siguen siendo un poco como eran. “En España, cada ocho horas se viola a una mujer”, recuerda Fernández, haciendo alusión a los datos sobre violencia de género y machismo que se dan al final de la obra. “Nunca hemos tenido una presidenta de Gobierno. Nuestra actual reina dejó de trabajar. Es un poco todo en general”, añade la directora.
Esa generalidad, desde el arte y lo lúdico, se puede cambiar. O intentarlo, al menos. Los discursos culturales tienen no solo peso sino cierta responsabilidad social. A Fernández, si algo le gusta, es la facilidad de seguir adelante y de perdonar que se ve en la obra y que tienen las niñas (los niños también, claro). “Se dicen cosas brutales, pero pasan dos minutos y lo han olvidado”. Algo que cuesta más cuando la ofensa, la reprimenda o el ataque no viene de un igual sino desde arriba. La actriz, mano en mentón, codo en pupitre, dice: “Mi paso por el colegio fue una mierda”. Sin paños calientes. Se sintió vejada y humillada por las monjas, se aburría, suspendía, pensaba en historias que no tenían nada que ver con el encerado… “Recuerdo un vídeo sobre el aborto que me dejó tocada. Fue absolutamente terrible, y aunque yo estoy totalmente a favor, a mí me costaría hacerlo. Y es por aquella educación que tuve”.
Aquellos años de reglazos en las manos, brazos en cruz aguantando libros, instrucciones para ser la sumisa perfecta y gritos secos para llamar al orden a cualquiera que osara mostrar la más mínima libertad de pensamiento, palabra, obra y omisión, todavía dan sus coletazos, solo hay que echar un vistazo rápido a lo que nos rodea, España y extramuros, aunque haga tiempo que aquellas rigideces pasaran a formar parte del sarcasmo cultural
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