El periplo de Trump
- Por fin: el presidente obsesionado por su slogan de campaña preferido (“América, primero”) está de gira en el exterior. Se ha escapado del laberinto ruso y la defenestración de su director del FBI. El Medio Oriente y Europa sufren el impacto del desembarco de su Air Force One, con un coste que dejará como un picnic por el vecindario sus partiditas golfistas en Mar-a-Lago, en las que ya se ha gastado más de lo empleado por Barack Obama en todo un año.
Esta nueva excursión de Donald Trump merece algunos apuntes, porque unas escalas no son noticia, mientras otras probablemente se insertarán en los anales de las relaciones diplomáticas de Estados Unidos.
En primer lugar, este viaje inaugural ha sido un desdén para México y Canadá, ya que ha violado la costumbre de visitar a sus vecinos. El primer ministro canadiense, Justin Trudeau, debió acercarse por Washington y tomarse una foto en el Despacho Oval, mientras la hija de Trump, Ivanka Kushner, como asistente especial, se posesionaba de la mesa presidencial.
Por cierto, destaca que el presidente viaja en esta ocasión no solamente con su séquito de costumbre, sino que también le acompaña su esposa Melanie. No se sabe si cargará al presupuesto gubernamental el costo del “canguro” que se queda al cuidado de su hijo Barron, por quien decidió no mudarse a Washington hasta que termine su curso escolar.
En cuanto a la selección de escalas, Trump decidió inaugurar su viaje con una visita a Arabia Saudita. No solamente es el estado del Medio Oriente más sólidamente en sintonía con la estrategia de Washington, cualquiera que sea el presidente, sino que se trata del mayor beneficiario de la ayuda militar, y socio de inversiones multimillonarias.
Riad sabe corresponder a los favores cuando se necesita: que se lo pregunten al difunto dictador iraquí Saddam Hussein (1979-2003), cuando se le ocurrió invadir Kuwait en 1990. Los sauditas lideraron la liberación haciéndole un favor al presidente George Bush (1989-1993).
Si la visita a Israel es lógica, hay que anotar la duplicación de pisar, ejecutando un difícil eslalon para esquivar las colonizaciones judías, los lugares que los palestinos tienen como virtual paupérrimo Estado, mientras a nadie se le ocurrirá referirse a esos terrenos como “territorios ocupados”.
Diplomáticamente, Trump va a reunirse con el presidente palestino Mahmoud Abbas en Belén, tras hacerlo con el presidente israelita Reuven Rivlin en Jerusalén. Será en aras del premio que todos los presidentes de Estados Unidos han perseguido y en que todos han fracasado: la firma de un tratado de paz y el establecimiento de dos Estados, una utopía tal como se comportan ambos contendientes.
Todos los caminos van a Roma. Un encuentro en el Vaticano siempre vende bien para el presidente de un país que cuenta con todavía un impresionante número de católicos. Así, Trump realiza su sueño de relacionarse con las tres religiones fundamentales, sin que pueda demostrar que practica ninguna a fondo, pues esa labor la deja en manos de su hija, quien efectuó el rito de incorporarse al credo de su marido.
Siempre quedará en el terreno de la confidencialidad, pero nada sería de extrañar que la historia luego revele que el papa Francisco tiró de las orejas a Trump por el trato a los refugiados e inmigrantes.
Como guinda, queda la presentación de la nueva embajadora estadounidense, Callista Gingrich (tercera esposa del antaño presidente de la cámara baja de Estados Unidos, New Gingrich) ante la Santa Sede. Para que no se sienta discriminado, el tour romano se termina con un encuentro con el presidente italiano Sergio Mattarella.
Antes de regresar a territorio italiano, para asistir el viernes 26 a un cónclave del poderoso Grupo de los Siete en Sicilia, el bombón del viaje la denominada como “capital de Europa”, Bruselas, que se ha ganado a pulso el honor ser el único vínculo que une a los valones y flamencos en un país en el que el único belga es el rey, y además es alemán.
En realidad, lo que de veras le interesa a Trump es tener la oportunidad de suavizar la despectiva referencia a la Organización del Atlántico Norte (OTAN). De ser “obsoleta”, resulta que ahora puede ser útil, si cada uno de sus miembros pagan la seguridad proporcionada por los ejércitos americanos.
En rigor, la OTAN tiene un historial de éxito notable: sin haber disparado un solo tiro en Europa, consiguió parar las ambiciones soviéticas y continúa siendo una advertencia clara para la nueva Rusia bajo Vladimir Putin.
Cumplió en parte su credo sarcástico: conservar a Estados Unidos dentro, dejar a los rusos fuera, y a los alemanes postrados. No se debe olvidar que fue la organización que se puso a la disposición de Washington el 11 de septiembre de 2001, tras los atentados a las Torres Gemelas. Trump se sentirá en su ambiente inmobiliario al inaugurar el nuevo edificio de la alianza bélica.
Trump ya se habrá arrepentido de su lamentable comentario sobre los “beneficios” del “brexit”, esperando que el ejemplo cundiera. Aplicaba la máxima de los realistas que creen que “lo malo para la UE (Unión Europea) es bueno para Estados Unidos”. En cualquier caso, el presidente estadounidense se encara con un ente que ha sido calificado de diferente manera.
Jacques Delors lo definía como un “OPNI” (“un objeto político no identificado”). Sigue siendo un enigma, ya que se distingue de todos los experimentos de cooperación entre los estados por su especificidad de la característica de supranacionalidad de algunas de sus instituciones más emblemáticas. Ese ingrediente de su ADN confunde e irrita a los dirigentes estadounidenses, más inclinados a tratar con agentes individuales.
Sus reuniones con Jean Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, y con su tocayo Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, no harán más que aumentar la confusión, sobre todo si algún comentarista apresurado lo mezcla con el Consejo de Europa. Sugerirle otro viaje a Estrasburgo sería demasiado. Ya lo dijo Madeleine Albright, secretaria Estado de Bill Clinton: para entender a la Unión Europea, se debe ser muy inteligente o… francés.
Aunque París bien vale una misa, habrá que esperar a otro viaje y un desfile por los Campos Elíseos, pero como aperitivo Trump va a almorzar, en Bruselas, con el nuevo presidente francés Emmanuel Macron. Su mujer le rebasa veinticuatro años, detalle que el presidente norteamericano comparte con Melania, pero al revés. Seguro que esa coincidencia será la más recordada del periplo.
Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami. jroy@miami.edu
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