miércoles, 24 de agosto de 2016

MARCAS QUE SON HERIDAS Y HERIDAS QUE NO SE BORRAN JAMÁS ▼ “He visto cosas que un niño no debería ver” o cómo sobrevivir a una infancia difícil | Ciencia | EL PAÍS

“He visto cosas que un niño no debería ver” o cómo sobrevivir a una infancia difícil | Ciencia | EL PAÍS

“He visto cosas que un niño no debería ver” o cómo sobrevivir a una infancia difícil

¿Qué es lo que hace que ciertas personas consigan convertirse en adultos bien adaptados y felices a pesar de haber crecido en entornos violentos o de desamparo? En la historia de sus vidas podrían estar las respuestas que otros niños necesitan para prosperar





El niño sirio de cinco años de edad Omran Daqneesh, junto a su hermana, tras sobrevivir a un ataque aéreo en Alepo. Su rostro ensangrentado se ha convertido en viral. STRINGER (REUTERS) / VÍDEO: EPV



El idílico paisaje de las islas hawaianas parece sacado directamente de una postal, con sus largas playas de arena, sus flores de hibisco y sus aguas cristalinas, repletas de peces tropicales y arrecifes de coral. Lo primero que uno percibe al llegar al aeropuerto es una brisa cálida y el sonido del ukelele. También se pueden comprar guirnaldas de flores.
El archipiélago de Hawái está formado por cientos de islas esparcidas a lo largo de más de 1.500 kilómetros, en el Océano Pacífico central. Entre las principales ocho islas están Kauai, Maui y la isla de Hawái, apodada La Isla Grande para evitar confusiones con el propio estado. La Isla Grande tiene un volcán activo pero de buen carácter, responsable del onírico paisaje de roca negra. La mitología hawaiana explica muchas de las peculiares formaciones naturales, como las pequeñas rocas de lava en forma de lágrima que abundan en los laterales del volcán y que son conocidas como "lágrimas de Pelé" en honor a la diosa del fuego de Hawái. La leyenda cuenta que si sustraes alguna de las lágrimas de Pelé estarás maldito de por vida, a no ser que la devuelvas a su lugar de origen. Pero a pesar de toda esta belleza, Hawái esconde alguna que otra historia oscura y siniestra.
Mirena (nombre supuesto) nació en la isla de Kauai hace sesenta años. Cuando nos conocemos por Skype yo estoy sentado en la salita de mi casa, es de noche y el oscuro clima inglés me rodea. Ella está en su oficina, en una escuela local, es temprano y puedo ver la brillante luz de la mañana, y las palmeras, filtrarse por su ventana. Mirena es una mujer carismática que se expresa con pasión. Parece cálida, atenta y seria; puedo ver cómo titilan sus pendientes de plata bajo el negro de su corto pelo. Mirena recuerda un Hawái anterior al boom del turismo, recuerda crecer jugando sobre la tierra roja de Anahola y atravesar los campos de caña al trote. Recuerda la simplicidad del estilo de vida de entonces, la emoción al ver erigirse el primer semáforo, para los camiones de los cultivos de caña, y a los niños que atravesaban la isla a pie para verlo.
Pero a pesar del paisaje, la infancia de Mirena no fue nada paradisíaca. "Viví cosas...", recuerda. "Viví cosas que un niño no tendría que vivir".
Mirena nació en 1955, el mismo año en que comenzó el experimento. La familia de Mirena, como todas las que tuvieron hijos en Kauai aquel año, recibió la visita de las investigadoras Emmy Werner y Ruth Smith. Werner y Smith eran psicólogas interesadas en descubrir qué factores, al principio de nuestras vidas, determinan si nuestra trayectoria va a ser positiva, y cuáles lastran nuestra capacidad para alcanzar nuestro pleno potencial. Poco podían saber las familias, o las propias investigadoras, que aquella se convertiría en una de las investigaciones más duraderas sobre desarrollo y adversidad infantiles que jamás hayan tenido lugar.
"Lo que descubrimos fue la resiliencia. Aquellos niños fueron capaces de prosperar, de crecer, de desarrollarse... fueron capaces de llevar vidas productivas y gratificantes"
"Cuando empezaron con las investigaciones preliminares nosotros ni siquiera habíamos nacido", cuenta Mirena. "Un total de 698 familias dijeron: 'Sí, vamos a apoyaros en todo lo que haga falta'". Las investigadoras realizaban un seguimiento de las familias desde antes de que los niños nacieran, con revisiones periódicas al año y a los 2, 10, 18, 32 y 40 años. Consiguieron completarlo en la mayoría de los casos. "Cuando naces en una isla como Kauai, lo normal es quedarte", explica Mirena. "Y si te mudas, es probable que puedas localizar a alguien, algún pariente, que sepa dónde estás... se les daba bastante bien seguirnos la pista".
Las investigadoras seguían primero a los padres y más tarde a sus hijos, en busca de todo tipo de datos acerca del progreso de la cohorte y del lugar del que procedían. Se servían de una mezcla de entrevistas semiestructuradas, cuestionarios, registros locales de salud mental, matrimonios, divorcios, antecedentes penales, rendimiento escolar y empleo.
"Creo que la primera vez que recuerdo participar ya tenía 18 años y era una madre primeriza", confiesa Mirena. "La Dra. Ruth Smith me llamó por teléfono, se identificó y me preguntó si podía venir a verme y hablar de historia".
Mirena creció en una casa de tres dormitorios junto a sus padres y sus seis hermanos. Los niños tenían que hacer kilómetro y medio de recorrido desde su casa hasta el colegio. De vuelta en casa, la limpieza y el orden eran responsabilidad suya. Recuerda su televisor en blanco y negro, con un papel celofán pegado para que pareciera de color.
Hawái era por aquel entonces una mezcla de plantaciones e industria hotelera. El padre de Mirena trabajaba como guardacostas. Su madre cantaba y bailaba el hula como animadora para Aloha Airlines. Los padres de Mirena no ganaban suficiente dinero como para alimentar a siete hijos, y encima su padre se había dado a la bebida. El matrimonio de sus padres era a menudo difícil, lo que a veces derivaba en violencia física. "Éramos muy pobres y mi padre era alcohólico", resume Mirena.
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Refugiafos afganos en un campo de Pakistán. AP
El estudio de Kauai separaba a los casi 700 niños en dos grupos. Se creía que cerca de dos tercios tenían un riesgo bajo de encontrar dificultades, pero al tercio restante los clasificaron de "riesgo alto"; ahí estaban los nacidos en la pobreza, los que habían sufrido estrés perinatal, tenían enfrentamientos familiares (incluida la violencia doméstica), padres alcohólicos o enfermedades.
"Por supuesto mi familia entraba de lleno en la 'categoría de riesgo'", explica Mirena. "Y ya se sabe, yo ni siquiera... cuando uno vive en un entorno así, eso es lo que hay. No se te ocurre pararte a pensar, "Anda, pero si estoy en una situación de riesgo".
Las investigadoras esperaban que el grupo de "alto riesgo" encontrase más dificultades que el resto según fueran creciendo. En concordancia con esa expectativa, descubrieron que dos tercios del grupo acabó desarrollando problemas serios. Pero, de forma totalmente inesperada, el tercio restante no lo hizo. Crecieron para convertirse en adultos atentos, competentes y seguros de sí mismos, sin problemas serios dignos de mención. El estudio de las causas que los hicieron resilientes se ha convertido en algo tan importante como el estudio de los efectos negativos inherentes a una infancia difícil. ¿Qué es lo que hizo que a algunos de estos niños les fuera tan bien a pesar de sus circunstancias?

Un estudio revolucionario

El análisis del modo en que, a pesar de los pesares, algunos de ellos consiguieron prosperar todavía está en curso. Hoy en día Lali McCubbin es la investigadora principal. Hija de Hamilton McCubbin, quien trabajó con las investigadoras originales, conoce bien la historia del proyecto y tiene algo de herencia hawaiana propia.
"Fue un estudio verdaderamente revolucionario", confirma. "Y lo que lo hacía tan singular era que a pesar de los factores de riesgo... estos no eran garantía de nada... de que la trayectoria ya estuviera definida. Y de hecho, lo que descubrimos fue la resiliencia. Aquellos niños fueron capaces de prosperar, de crecer, de desarrollarse... fueron capaces de llevar vidas productivas y gratificantes".
Nuestras relaciones son verdaderamente esenciales. Una persona puede marcar la diferencia"
"Muchos de estos factores de riesgo también formaron parte de la vida de mi padre", añade McCubbin. "El alcoholismo, la disciplina estricta, la violencia doméstica. Yo fui muy afortunada y no crecí así, tuve un hogar estable, un hogar lleno de afecto, sin ninguno de los factores de riesgo. Así que me fascinaba el hecho de que, en lugar de desarrollar un trauma intergeneracional a partir de un factor de riesgo intergeneracional, se pudiera obtener resiliencia intergeneracional".
Son tres los grupos de factores de protección que sirven para identificar a los niños que prosperarán a pesar del "alto riesgo": ciertos aspectos de la personalidad del niño, alguien que les cuide de forma consistente (no necesariamente un familiar), y sentir que forman parte de un grupo más amplio que uno mismo.
En general, un tercio de los niños de "alto riesgo" que mostraron resiliencia venían de familias con cuatro hijos o menos, con saltos de dos años o más entre hermanos, muy pocas separaciones prolongadas de su principal cuidador y un vínculo estrecho con un cuidador al menos. Lo habitual era que, de niños, se les describiera de forma positiva, con adjetivos como "activo", "cariñoso" o "alerta", y que tuvieran amigos en el colegio y apoyo emocional más allá del círculo familiar. Los que mejor parados salieron también solían ser aquellos con más actividades extraescolares y, en el caso de las mujeres, las que evitaban quedarse embarazadas hasta después de la adolescencia.
El panorama era aun así complicado, con los diferentes factores variando de relevancia según la edad, explica McCubbin. Estar bien, a la edad de 10 años, significaba haber nacido sin complicaciones y tener unos padres con pocas dificultades: sin problemas de salud mental, pobreza crónica o que no se les diera bien educar. De los 10 a los 18, ciertos rasgos de la personalidad individual parecían ayudar, así como la presencia de relaciones positivas, si bien no necesariamente con los padres. Entre los 32 y los 40 años, tener un matrimonio estable servía de refugio, como también lo hacía formar parte de las fuerzas armadas.
Sorprendentemente, algunos niños que habían "descarrilado" en su adolescencia se las ingeniaron para darle un vuelco a las cosas y recuperar el control de sus vidas al llegar a los 30 o 40 años, a menudo sin la ayuda de profesionales de salud mental.
Muchos de los factores tras estas transformaciones, y algunos de los factores asociados a la resiliencia en el transcurso de la vida de los niños, tienen que ver con algún tipo de relación. Bien dentro del contexto de una comunidad más amplia - como una escuela, una religión o las fuerzas armadas - o bien en relación a una única persona relevante.
"Nuestras relaciones son verdaderamente esenciales", confirma McCubbin. "Una persona puede marcar la diferencia".
Investigaciones más amplias sugieren que cuantos más factores de riesgo afronte un niño, más factores de protección necesitará para compensar. Pero tal y como afirma McCubbin, "muchas investigaciones respaldan esa teoría de las relaciones, de que tenemos la necesidad de sentir que alguien cree en nosotros, de sentir que tenemos algún apoyo incluso en el ambiente más caótico, tener una persona al menos".
"Los niños no tienen ni idea de lo que pasa en las vidas de los adultos que les cuidan",  cuenta Mirena. "Son súbditos de esa vida, no están ahí por elección propia. Ningún niño elige ser pobre, ni elige que el alcoholismo forme parte de su vida. Es así y punto, te toca lidiar con ello".
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Una familia de refugiados de Sudán del Sur. REUTERS
Mirena ha pensando largo y tendido sobre el papel que jugaron sus padres en su vida, y sobre la importancia de tener a alguien que te cuide y te apoye fuera del hogar. "Yo quiero muchísimo a mis padres, Dios les bendiga, pero la verdad es que no cumplieron con lo que se espera que haga un padre", confiesa Mirena. "Estaban demasiado ocupados buscando sus propias respuestas... intentando averiguar qué hacer con aquella casa llena de niños sin tener suficiente dinero para mantenerlos... Mi madre estaba demasiado ocupada lidiando con un marido alcohólico..."
Al ser la hija mayor, Mirena se sentía a menudo responsable de intentar resolver las disputas familiares. Recuerda las violentas discusiones de sus padres. "Veía cómo mi madre perdía los papeles con mi padre. Recuerdo que una vez, en la cocina, él estaba sentado. Ella había estrellado sus botellas por toda la cocina... recuerdo que había sangre por todas partes y pensar, '¿Qué puedo hacer? No soy más que una cría".
Mirena cree que su abuela jugó un papel fundamental. "Por suerte para mí, teníamos una abuela un poco más abajo en la calle", recuerda. "Mis abuelos maternos vivían cerca. Hicieron mucho por mí; me bastaba con saber que alguien me quería de forma incondicional, y eso que yo no siempre fui la niña más fácil de llevar. A veces me ponía muy agresiva, algo que acostumbras a hacer cuando te ves obligada a defender a tu familia. Nos pasábamos la mayor parte del tiempo en la calle, muy sucios, sucios siempre, con el pelo largo y enredado.
"Cuando las cosas se ponían muy mal acababa en casa de mi abuela. Ella no vivía tan lejos, así que tiraba por el parque y atravesaba los cultivos de caña y para cuando llegaba hasta ella ya estaba cubierta de tierra roja y barro por todas partes. Y mi abuela estaba inmaculadamente limpia. Su casa estaba impecable... Así que cuando yo me presentaba en su casa, cubierta de barro y de la tierra roja de Anahola... intento imaginar qué pensaría mi abuela al verme cuando me acercaba.
"Pero no recuerdo una sola vez en que no fuera bien recibida en su casa, ni una. Lo que hacía era llevarme hasta una pila de cemento que tenía afuera y me quitaba todo el barro de encima. Después me llevaba hasta la bañera de dentro y me frotaba, mi abuela era la única que lo hacía, hasta dejarme limpia", continúa.
Son tres los grupos de factores de protección que sirven para identificar a los niños que prosperarán a pesar del "alto riesgo": ciertos aspectos de la personalidad del niño, alguien que les cuide de forma consistente y sentir que forman parte de un grupo más amplio que uno mismo
"De niños íbamos todos por libre: si nos duchábamos, bien, y si no, también. No había agua caliente, así que la mayor parte del tiempo no lo hacíamos hasta que alguien nos obligaba. Pero mi abuela me frotaba a conciencia, hasta sacar toda la suciedad de mi pelo larguísimo. Y luego... me sentaba en sus rodillas y me desenredaba el pelo con paciencia, mientras yo lloraba de dolor y ella decía 'casi he pau' - que en hawaiano significa terminado. 'Casi he pau' - muy suavemente. 'Casi he pau'. Y a veces le llevaba una hora... me pasaba una hora sentada en su regazo. Pero llegado el momento siempre lo daba por pau, y recuerdo que al levantarme me pasaba el peine de arriba hasta la punta de abajo. Y recuerdo sentirme, de niña, verdaderamente limpia. Y sentirme guapa. Y sentir que tal vez alguien podría quererme aquel día, que tal vez ese día estaba BIEN. Eso es lo que mi abuela hacía por mí. Me hacía sentir que yo estaba BIEN".

Pertenencia a la comunidad

Mirena también cree que le vino bien el internado al que se fue con 12 años. "Al llegar aquí y vivir en la residencia, con toda aquella gente tan diferente, me di cuenta que las familias no tenían por qué ser así", cuenta. La sensación de pertenencia a una comunidad, en la escuela, fue importante para ella, y aún hoy sigue trabajando allí. Es también el lugar donde conoció a su marido, con el que hoy comparte siete hijos y quince nietos. Mirena dice que se acuerda de su abuela con frecuencia, especialmente cuando piensa en cómo cree que ha de comportarse con su familia.
"Recuerdo que en alguna de mis horas más oscuras, sacando adelante a estos niños míos, pensé en ella y supe que tenía que darles tanto como ella me dio a mí. Para mí no hay nada que supere ese ejemplo de amor y de cariño. Así que doy lo mejor de mí para ser ese tipo de abuela para los míos".
Ahora parece evidente lo importante que es el modo en que nuestros padres o tutores cuidan de nosotros, pero en realidad, la conciencia de que el amor y el afecto son importantes para los niños es cosa del último siglo. Muchas de las investigaciones que nos han permitido comprender cómo la experiencia infantil influye sobre nuestro yo adulto no habían sido todavía publicadas al nacer Mirena y el resto de la cohorte kauaiana.
Mucho de lo que sabemos sobre el efecto del tipo de crianza sobre los niños lo hemos sacado de la observación de animales. En la década de los 30 tuvo lugar, en la Universidad de Stanford, una serie de experimentos que hoy no conseguiría la aprobación de ningún comité ético: Harry Harlow separaba a las crías de macaco Rhesus de sus madres para criarlos en jaulas individuales. Permitía a los monitos acceder a dos modelos diferentes de mono adulto: uno de alambre que tenía una botella de leche, y otro, sin botella, pero forrado de un material suave, similar al tejido de una toalla. Los pequeños monos pasaban todo su tiempo junto al simulacro de madre suave, anhelando el confort, y solo acudían al mono de alambre en busca de comida, para regresar inmediatamente después al sustituto envuelto en toalla. Esto puso en entredicho las viejas teorías que insistían en que la comida y el cobijo son los principales estímulos de los niños, y sugirió que el rol de confort puede ser mucho más importante de lo creído hasta entonces.
A menudo hablamos de "cogerle cariño" a alguien o a algo, pero la comprensión psicológica del apego es más específica. John Bowlby, el padre de la teoría del apego, además de psiquiatra, psicólogo y psicoanalista, lo definía como "un vínculo emocional, profundo y duradero,que une a las personas a través del espacio y del tiempo". La mayoría de los bebés forman vínculos de apego con sus cuidadores, y es la calidad de este apego la que puede verse afectada por el tipo de atención que el bebé experimenta. Hoy en día sabemos que estas primeras relaciones de apego sientan las bases, en cierta medida, del modo en vamos a relacionarnos de ahí en adelante, incluso en nuestras relaciones románticas adultas.
A Bowlby le interesaba averiguar qué ocurre con los niños que son separados de sus cuidadores a una edad temprana. Realizó uno de sus primeros estudios con 88 pacientes adolescentes de su clínica en Londres. La mitad habían acabado allí por robo, y la otra mitad padecía algún trastorno emocional pero sin tendencias delictivas. Bowlby observó que entre los "44 ladrones", tal y como él los llamaba, era mucho más habitual que de pequeños hubieran perdido al menos a uno de sus cuidadores, lo que le llevó a interpretar que las tempranas experiencias de pérdida pueden tener un profundo efecto.
Bowlby escribió mucho sobre la importancia del apego y de la pérdida de las figuras de apego, lo que condujo a su colega, Mary Ainsworth, a desarrollar un sistema para medir la calidad del apego entre cuidadores y niños que aún hoy está en uso. La técnica de "situación extraña", tal y como se la conoce, consiste en observar la reacción del niño ante la separación de su cuidador y su posterior regreso, y también su reacción ante la aparición de un extraño. Su apego puede entonces clasificarse en base a sus reacciones, de forma que podamos predecir en parte su desarrollo posterior. La clasificación más preocupante, el "apego desorganizado", tiende a observarse en niños cuyas figuras de apego les han hecho daño, y se asocia a una menor capacidad de empatía con los demás y para regular las propias emociones en la vida adulta.

Niños abandonados en Rumanía

Según el estudio de Kauai, la mayoría de los niños que vivían en circunstancias adversas siguieron viviendo en sus casas, y algunos prosperaron de todas formas. Pero al otro lado del mundo, cualquier europeo que tuviera edad de ver la tele en 1990 tendrá algún recuerdo del caso de los niños huérfanos de Rumanía. Las imágenes de los niños encontrados en orfanatos tras la caída de Nicolae Ceausescu son verdaderamente trágicas: habitaciones sombrías repletas de niños pequeños de ojos enormes, asomando sus cabezas por encima de los barrotes de sus cunas para observar a los operadores de cámara que no cesan de filmarlos. En los tiempos de Ceausescu se prohibieron el aborto y los anticonceptivos en busca de un aumento masivo de la tasa de natalidad. Los niños, sin nadie que les cuidara, eran abandonados en las instituciones, donde experimentaban todo tipo de privaciones emocionales y negligencias. No recibían atención individualizada alguna, nadie les abrazaba ni reconfortaba, no tenían a nadie que les cantara por la noche. Sus necesidades físicas básicas, tales como alimento y abrigo, estaban cubiertas, pero sus necesidades emocionales de afecto y consuelo no. Aprendieron que intentar relacionarse con los adultos de su entorno era inútil.
El descubrimiento de las condiciones de vida en estos orfanatos desató una ola de compasión e iniciativas para la adopción de estos niños. El Departamento de Salud del Reino Unido se puso en contacto con Michael Rutter, un investigador del Instituto de Psiquiatría, Psicología y Neurociencia del King's College de Londres, para pedirle que evaluara lo que estaba ocurriendo.
"Yo también me enteré por los medios, como todos", cuenta Rutter, sentado en su luminosa y fresca oficina del Centro para el Desarrollo Social y Psiquiatría Genética en el sur de Londres. "Pero [la investigación] empezó porque el Departamento de Salud se puso en contacto conmigo para decirme que no sabían lo que iba a pasar con esos chicos, y si sería posible hacer un estudio, un seguimiento, y averiguar cuáles podrían ser las repercusiones prácticas y políticas. ... Así que dije, venga, vamos a verlo".
Para Rutter se trataba de una oportunidad científica además de práctica: "Era un experimento natural". Todos los estudios anteriores con niños a cargo del estado estaban compuestos por grupos de internados con un rango de edad muy diverso, por lo que las variaciones en comportamiento y bienestar podrían deberse a cosas que les hubieran pasado antes de ser internados. Los niños huérfanos de Rumanía, por el contrario, habían sido admitidos en sus primeras dos semanas de vida. "Que ocurra algo así es una cosa terrible", dice Rutter, "pero dado que ya ha ocurrido, lo mejor que puede uno hacer es aprender tanto como le sea posible".
El desarrollo exige desafíos, cambios y también continuidad. Es incorrecto pensar que la estabilidad debe ser la norma
El estudio de Rutter evaluó a los niños durante bastante tiempo, según se iban asentando junto a sus nuevas familias adoptivas. "Las conclusiones nos deparaban una sorpresa tras otra", asegura. Por aquel entonces se estimaba que las adversidades graves daban lugar a toda una serie de problemas emocionales y de comportamiento. Pero por el contrario, en sus investigaciones descubrió, tras un seguimiento que: aparte de una minoría con patrones específicos de dificultad social extrema, como en los casos de autismo, "No se daba un aumento de problemas emocionales o de comportamiento", confirma. "Esa fue una de las sorpresas". Otra fue que si se les encontraba un hogar suficientemente rápido, digamos en un plazo inferior a seis meses, entonces los niños tendían a crecer sin problemas.
Rutter cree que esta resiliencia ante la adversidad es un proceso dinámico: "Al principio se consideraba que la resiliencia era una característica, y lo que está bastante claro es que esa no es la forma correcta de verlo", explica. "Se trata de un proceso, no de una cosa. Se puede ser resiliente a una cosa y no a otra", continúa. "Y se puede ser resiliente en ciertos casos y en otros no". Reconoce que "tanto los niños como los adultos que se muestran resilientes ante ciertas cosas, suelen también ser resilientes a otras", pero insiste en que la resiliencia no es una virtud fija.
Rutter ofrece la siguiente analogía médica: "Protegemos a los niños contra las infecciones, permitiendo que se desarrolle su sistema inmunológico natural o bien los inmunizamos". De cualquier manera los niños se benefician de una exposición temprana y controlada a los patógenos. Evitar que esto ocurra es perjudicial a largo plazo. De igual forma, los niños necesitan un punto de estrés en sus vidas que les permita aprender a gestionarlo. "El desarrollo exige desafíos, cambios y también continuidad", opina Rutter. "Es incorrecto pensar que la estabilidad debe ser la norma".
Esto sugiere que hay algo en el modo en que algunos niños se adaptan y lidian con las circunstancias adversas que los convierte en emocionalmente resilientes. El estrés no es la causa inevitable de sus problemas, aunque resistir siempre será más difícil frente a las peores adversidades; lo verdaderamente importante es la interacción entre el estrés y el modo en que se afronta. Algunas formas de afrontar las cosas son probablemente más útiles que otras, y tal vez algunos factores de protección se traduzcan en una mejor gestión del estrés.
Rutter recuerda a uno de los primeros niños que conoció en la cohorte rumana, tenía verdaderos problemas de comportamiento y de bienestar emocional, pero en la actualidad parece haberse desarrollado de forma aparentemente resiliente. "Le ha ido muy bien", explica Rutter. "Sus relaciones en casa son espléndidas. Le ha dado un verdadero giro a su situación y es difícil saber por qué ha sido exactamente, pero el hecho de haya ocurrido así debería recordarnos que no hay que dar por perdidas ciertas situaciones solo porque parezca que no se puede hacer nada".
Pero, ¿qué pasa con los niños que necesitan una ayuda extra para alcanzar el mismo nivel de desarrollo que sus semejantes más resilientes? Todavía sabemos muy poco acerca del funcionamiento de la resiliencia o sobre el modo en que podemos ayudarles a ser más eficaces. Si lo analizamos como proceso adaptativo, ¿cómo hace nuestro cerebro, nuestros patrones de pensamiento y comportamiento para adaptarse y ayudarnos a lidiar con la adversidad más temprana? Eso es justo lo que investiga Eamon McCrory, catedrático de Neurociencia, Desarrollo y Psicopatología en el University College de Londres.
McCrory y su equipo coleccionan una mezcla de imágenes cerebrales, evaluaciones cognitivas, datos sobre percepción y ADN, de niños maltratados a los que se les ha asignado un trabajador social, y los contrastan con un grupo de control sin trabajador social. Los niños de ambos grupos han sido cuidadosamente emparejados por edad, desarrollo puberal, cociente intelectual, situación socioeconómica, etnia y género. Los investigadores pretenden seguir los avances del grupo mientras la financiación lo permita, mientras intentan dilucidar todo aquello que pudiera predecir cuál de los niños maltratados encontrará dificultades y cuál se va a mostrar resiliente.
McCrory ha realizado trabajos clínicos para la Sociedad Nacional para la Prevención del Maltrato Infantil en el pasado y conoce los retos clínicos específicos a este tipo de población: "los recursos son muy limitados", explica, "si tenemos un centenar de niños que han acabado en los servicios sociales por malos tratos, sabemos que la mayoría no va a desarrollar ningún problema de salud mental. Pero tampoco deja de ser cierto que una minoría sí que tiene bastantes posibilidades de hacerlo... Por el momento, no disponemos de ningún método fiable para saber quién será quién. Así que lo más razonable parece trasladar el foco de atención hacia algún punto mucho más temprano en el proceso y definir un perfil de riesgo... Sólo mediante diseños longitudinales seremos capaces de dar con esa información".
Los imágenes de los huérfanos en la Rumanía de Ceaucescu dieron la vuelta al mundo.
La investigación de McCrory busca indicadores fiables de que un niño vaya a desarrollar problemas, de forma que podamos anticiparnos y saber quién va a necesitar ayuda. Hasta el momento McCrory ha identificado tres áreas principales donde es más probable que se manifiesten las diferencias: el procesamiento del peligro, la estructura cerebral, y la memoria autobiográfica.
Tanto los estudios con veteranos de guerra como con niños maltratados revelan que las áreas del cerebro implicadas en el procesamiento del peligro, tales como la amígdala, se vuelven mucho más sensibles en los soldados que vuelven de la guerra y en los niños que han sufrido maltrato de pequeños. Es fácil suponer que cuando se pasa miedo con frecuencia, el cerebro va a encontrar la manera de adaptarse y volvernos extremadamente sensibles a estas situaciones. "Nuestra principal propuesta teórica gira ahora mismo en torno al concepto de vulnerabilidad latente", cuenta McCrory, "que el maltrato induce a adaptarse, en contextos caracterizados por el peligro, la imprevisibilidad y el estrés temprano, a toda una serie de sistemas biológicos y neurocognitivos. Dicha adaptación puede resultarnos útil dentro del contexto, pero a largo plazo las vulnerabilidades tienden a enquistarse".
Para averiguar si las diferencias estructurales del cerebro de los niños maltratados cambian o son por el contrario estables en el tiempo, el equipo de McCrory también escanea sus cerebros. "Sabemos muy poco sobre la maleabilidad estructural del cerebro a largo plazo", confiesa McCrory. "Sabemos, por ejemplo, que existen diferencias estructurales en la corteza orbitofrontal y el lóbulo mediotemporal, zonas particularmente robustas, pero no tenemos ni idea de si estas diferencias son estáticas o si cambian con el tiempo, al menos en ciertos niños".
La memoria autobiográfica es la tercera área que el equipo considera importante. Este sistema, encargado de evaluar y procesar los recuerdos de la propia historia personal, podría también adaptarse a las experiencias traumáticas, lo que puede resultar tan útil a corto como dañino a largo plazo.
"La memoria autobiográfica es el proceso mediante el cual uno registra y organiza su propia experiencia para obtener sentido de ella", explica McCrory. "Sabemos que los que sufren de depresión o trastorno de estrés postraumático almacenan sus recuerdos de manera muy poco específica, y a la hora de recordar experiencias pasadas su memoria carece de detalle. De idéntica manera, aquellos niños que han sufrido malos tratos pueden mostrar los mismos niveles de generalización de la memoria. Los estudios longitudinales muestran que los patrones de memoria poco específicos pueden convertirse en un factor de riesgo para trastornos futuros.
"Según una de las hipótesis, la memoria poco específica limita nuestra capacidad para asimilar y negociar experiencias futuras con eficacia, pues solemos basarnos en nuestras vivencias pasadas a la hora de predecir las contingencias y probabilidades de los eventos futuros, es ese conocimiento adquirido el que nos serviría para gestionar bien dichas experiencias. Así que una memoria poco detallada limitaría nuestra capacidad para gestionar factores de riesgo en el futuro".
Cuando tu pasado está repleto de experiencias terribles es comprensible que uno haga lo posible por evitar pensar mucho en ello. Esto puede derivar en una tendencia a no recordar las cosas con más detalle que el estrictamente necesario. El equipo de McCrory ha establecido vínculos fiables entre el maltrato infantil y los patrones de memoria no-específica.

¿Los recuerdos se adaptan?

De vuelta en Hawái, a Mirena le resulta difícil saber si sus recuerdos se han adaptado o no. "Es imposible de saber desde mi propia perspectiva personal", confiesa. "Uno no sabe lo que no recuerda". Los recuerdos de su familia, cuando estaba creciendo, se mezclan. Durante nuestras conversaciones, a menudo los describe con cariño: su padre era "un hombre brillante" que "leía todo el tiempo" y era "de lo más normal salvo cuando estaba bebido", y su madre era "una hawaiana muy guapa y de voz hermosa que lo hacía tan bien como le era posible". Estas descripciones están adheridas a recuerdos más oscuros, de regresar al hogar y toparse con una pelea en la cocina, o peor: "ver como mi madre intenta matar a mi padre en varias ocasiones, porque papá se emborrachaba y mamá perdía la cabeza. Y era yo la que acostumbraba a intentar detenerlos". A ratos, cuando hablamos, a Mirena se le empañan los ojos, cuando recuerda tiempos difíciles, y otras habla con pasión sobre la importancia de proteger a otros niños.
En un mundo ideal no tendríamos por qué buscar la mejor manera de ayudar a los niños que han sufrido abusos o negligencia; eliminaríamos los factores de riesgo y listo. En su defecto, tratar de comprender qué puede hacerse para prevenir el efecto negativo de esos factores, y así motivar la resiliencia infantil individual, podría bien ser la segunda mejor opción.
Todos los entrevistados para este artículo se sentían optimistas. "Hablamos del punto de vista psicológico, ¿no es así?", se asegura Lali McCubbin. "Queremos creer que la gente puede darle un giro a sus vidas."
McCrory así lo hace: "Es esperanzador ver que la recuperación es posible y que estos sistemas cerebrales se caracterizan por su plasticidad, así que todo debería girar en torno a la promoción de esa capacidad, ¿hay períodos del crecimiento donde esto sea más factible? ¿qué podemos hacer para estimular la plasticidad en esos momentos?"
La memoria autobiográfica, encargada de evaluar y procesar los recuerdos de la propia historia personal, podría también adaptarse a las experiencias traumáticas, lo que puede resultar tan útil a corto como dañino a largo plazo
El concepto de resiliencia infantil es complejo. McCubbin recuerda una conversación con su padre y Emmy Werner sobre el uso del término. Hablaban de si lo habrían llamado resiliencia de haber sabido entonces lo mucho que quedaría fuera del término. "Y me gusta el hecho de que no estuvieran seguros... porque en realidad tiene más que ver con la capacidad de adaptación... mucha gente pasa por alto esa 'moraleja', ese, '¡ah, que no es que el individuo sea resiliente', el término casi responsabiliza a la persona más que a su contexto. Lo que tú consideras resiliente puede no serlo tanto para otro".
Si tomamos la resiliencia como un proceso en lugar de una característica personal abrimos la puerta a que otras personas participen del proceso. McCubbin piensa que la importancia de las relaciones personales va mucho más allá de las meras relaciones de protección entre personas, y para intentar captar justo eso ha creado junto a su equipo una nueva unidad de medida del "bienestar relacional". "Consideramos que las relaciones son algo que ocurre entre personas", explica. "Pero lo que hemos descubierto es que una relación se puede extender a la naturaleza, al terruño, a la relación con la divinidad o los ancestros, a la relación con la cultura".
El equipo de McCubbin acaba de realizar ocho entrevistas piloto a miembros de la cohorte original que ahora rondan los 60 años. Para explicar la investigación se sirve del concepto hawaiano de "aloha". "Hay una versión turística del aloha", explica. Nos habla de una palabra que puede traducirse tanto como "amor y compasión", como "piedad" y "conexión" o como "ser parte de todos y todos parte de mí".
"Aloha significa hola y adiós, pero lo que significa en realidad es 'aliento de vida'", continúa McCubbin. "Esto formaba parte de nuestras entrevistas, estábamos recogiendo su 'mana'o', su aliento su vida... Se nos ponía la piel de gallina al pensar en ello de esa manera, esa sensación de aloha, de que que estamos todos conectados".
Mirena habla tan claro sobre la importancia de la conexión humana como lo hacen las propias investigaciones, aunque todavía nos quede un largo camino antes de que seamos capaces de comprender todo lo que estamos aprendiendo sobre la mejor manera de cuidar a los niños maltratados, y podamos transmitírselo a todos los que trabajan con niños. Para Mirena lo más importante es "que los niños sepan que tienen a alguien que se preocupa por ellos. Una sola persona puede marcar la diferencia".
Este artículo apareció primero en Mosaic y se republica aquí gracias a una licencia Creative Commons.

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