Una unidad de quemados en la trastienda
Hace medio siglo, un santón indio curó las graves quemaduras que sufrió Jawahar Lal bajo la promesa de que en el futuro él ayudase a otros necesitados. En su tienda de dulces en Delhi, mantiene su palabra.
El caramelo que ofrecen a los niños después del tratamiento es el único nexo entre la tienda de dulces de Jawahar y el centro para quemados. Z.A.
New Delhi
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Sufrir una quemadura grave es algo que no se olvida en toda la vida. “Es un dolor indescriptible. Tan fuerte que muchas veces impide incluso gritar”. Jawahar Lal sabe bien de qué habla porque hace 50 años se quemó con el aceite hirviendo que su familia utilizaba para cocinar los dulces que sigue vendiendo en una pequeña tienda de la capital india, Delhi. “Yo era un adolescente, y recuerdo que tropecé en algún lugar y caí en una olla de aceite hirviendo. Me quemó de inmediato el costado izquierdo del cuerpo”. Acudió a varios hospitales en los que le dijeron que no tenían los medios para tratar sus quemaduras, y los que sí podían ayudarle cobraban una suma a la que su familia, de origen humilde e ingresos limitados, no podía hacer frente.
“Entonces apareció un santón que se ofreció a ayudarme gratis. Utilizó un ungüento que había desarrollado él mismo utilizando aceite de sésamo y un cóctel de especias, y me curó. Como él ya era mayor, la única condición que puso es que, a cambio, nuestra familia hiciese lo mismo y ayudase a quien lo necesitara. Mi padre, Krishan Chand, accedió sin dudarlo”, recuerda Jawahar. El gurú hinduista les dio la fórmula secreta de su medicina, a la que han añadido ingredientes médicos como el Betadine, y desapareció. Desde entonces, la gran cicatriz que le recorre el costado a Jawahar se ha encargado de recordarle todos los días la promesa que hizo. Y no ha faltado a su palabra.
Parece una preciosa fábula moderna, pero no abundan las alegrías en el pequeño edificio de hormigón que la familia de Jawahar ha convertido en improvisada unidad de quemados. Desde que abre las puertas, a las nueve de la mañana en invierno y a las ocho en verano, el drama desfila sin pausa por el estrecho corredor en el que esperan los pacientes, que desemboca en una sala presidida por una mesa en la que se prepara la pomada. Los pacientes aguardan su turno en bancos de madera ubicados a lo largo de todo el perímetro. En el aire flota un extraño olor, mezcla de desinfectante, medicina y carne quemada. La imagen de los cuerpos despellejados es difícil de presenciar, pero son los gritos los que perforan el alma y ponen el vello de punta.
Los de Krish son especialmente agudos. Tiene seis años y hace una semana que se quemó cuando su familia prendía una barbacoa. “Un tío suyo se confundió de botella y le lanzó disolvente para apagar las llamas”, recuerda la madre. Su ropa comenzó a arder de inmediato, y las quemaduras de primer grado se extendieron hasta el 50% de su cuerpo. “Lo llevamos al hospital inmediatamente, pero el tratamiento que le dieron durante cinco días fue caro e inefectivo. Un médico del mismo centro nos recomendó venir aquí”, añade el padre, que sujeta al pequeño en sus brazos para calmarle. Sabe que el proceso que se avecina va a ser extremadamente doloroso.
A pesar del continuo crecimiento del gasto sanitario en India, el país solo invierte el 4,7% del PIB en este sector, algo menos de la mitad de España
PADRE DE UN NIÑO QUEMADO
Uno de los dos voluntarios que hace las curas, Gopinath, comienza retirando las telas que tapan las quemaduras. “Como muchas veces las vendas se pegan a la carne, utilizamos agua de coco para ayudar a separarlas y refrescar al paciente”, cuenta mientras Krish hace una mueca de dolor cada vez que le tocan la pierna. Las lágrimas saltan en cuanto Gopinath tira de la tela para dejar al descubierto la venda. Aquí y allá, las llagas todavía sangran. Aunque el niño suplica para que el tormento cese, Gopinath aumenta la velocidad de sus movimientos. “Cuanto más lento vaya, más daño te voy a hacer”, le explica de forma contundente. Los padres de Krish tratan de calmarle, pero su sufrimiento es superlativo.
Afortunadamente, Gopinath retira rápido los vendajes. Recuerda perfectamente dónde están las peores quemaduras, y trata de provocarle el menor dolor posible. La leche de coco otorga cierto alivio, y Krish finalmente se relaja, exhausto, mientras le ponen el ungüento. Mientras tanto, su padre explica la situación. “No somos pobres. Los dos tenemos trabajo y diría que pertenecemos a la clase media de India. Pero en este país parece que no hay espacio para nosotros. Los hospitales privados son demasiado caros, y los públicos muy ineficientes, están saturados, y en ellos se ha generalizado la corrupción. Es triste decirlo, pero en un país que se cree una potencia mundial muchos estamos obligados a visitar este tipo de establecimientos para salvar a nuestros seres queridos”, denuncia. A pesar del continuo crecimiento del gasto sanitario en India, el país solo invierte el 4,7% del PIB en este sector, algo menos de la mitad de España según datos del Banco Mundial.
La tienda de dulces de Jawahar no cobra ni una sola rupia a sus pacientes. El único requisito que les pone es que traigan sus propias vendas. Pero quienes pueden hacen una donación. “Nosotros que nos lo podemos permitir damos varios miles de rupias (en torno a 60 euros) para evitar que les queden secuelas de por vida a otros que no tienen dinero. Es algo que debería hacer el Gobierno, pero la realidad es diferente”, afirma Samita, la madre de Krish. Gopinath vuelve a tapar las quemaduras del crío con vendajes nuevos y le cita para dentro de dos días. “La mejoría se debería ver pronto”, trata de calmarles. A Krish, no obstante, lo único que es capaz de cortarle el llanto es el caramelo que el enfermeroamateur le ofrece en compensación por su sufrimiento.
Desde el banco más cercano, Mayauk observa la escena en silencio. Sabe bien lo que siente Krish. Este niño de tres años es el siguiente de la lista, y ha pasado varias veces por el mismo calvario. Pero su tortura está a punto de acabar. Se quemó la pierna con té hirviendo y, diez días después, Gopinath le anuncia que ya no es necesario que vuelva. Sus heridas han sanado y las curas que sus familiares deben hacerle a partir de ahora no requieren desplazamiento alguno. “Les damos varios botes con la fórmula —cuyo contenido específico no revela— y pueden concluir el tratamiento en sus casas”, explica Bhura, el voluntario que se responsabiliza de crear el ungüento medicinal desde hace seis años, cuando una tragedia familiar le llevó a la tienda de dulces de Jawahar.
Desde las nueve hasta las tres de la tarde, cuando el improvisado hospital cierra sus puertas, Bhura y Gopinath atienden una media de cien pacientes
“Mi hija tenía 18 años y decidimos casarla. Pero hubo una disputa por la dote [que continúa siendo habitual a pesar de estar prohibida, de forma que la familia de la novia paga a la del novio para que la acoja tras el matrimonio] y en venganza le prendieron fuego. En los hospitales la desahuciaron, pero en la tienda de Jawahar no se negaron a tratar de salvarle la vida”. No lo consiguieron y su hija murió, pero desde entonces Bhura la ve en cada paciente que entra por la puerta. “Comprendí la necesidad de prestar ayuda a alguien como Jawahar, que hace una encomiable labor social”, explica.
No en vano, hasta las tres de la tarde, cuando el improvisado hospital cierra sus puertas, Bhura y Gopinath atienden una media de cien pacientes. “En invierno suelen ser más por las hogueras que la gente enciende para mantenerse caliente. Y en torno al festival del diwali los casos se disparan porque el fuego se mezcla con el alcohol. La mayoría de los pacientes son niños, pero los hay de todas las edades”. Buen ejemplo de ello es Dinesh, un hombre de mediana edad que llega con la mano convertida en un globo.
“La ha metido en el carbón ardiendo y parece que se le ha infectado muy rápido”, comenta uno de los compañeros que lo ha traído a la tienda. “Ni siquiera hemos ido primero al hospital, porque unos amigos nos han dicho que aquí es donde mejor lo van a tratar”. Gopinath echa un vistazo a la mano ennegrecida y coge un pequeño palillo de madera. “Esto te va a doler, aguanta”, le avisa a Dinesh. “Tenemos que agujerearte la piel para que salga el pus y poder tratar las quemaduras”. Apenas el paciente ha asentido cuando Gopinath propina cuatro rápidos pinchazos. Otros tantos regueros disparan el líquido y lo extienden por la sala. “No pasa nada, no es en absoluto contagioso o dañino”, calma al resto de los presentes, que presencian la escena con una mueca mezcla de sorpresa y disgusto.
“Dinesh ha hecho bien en venir aquí directamente sin echarse ningún potingue antes, pero uno de los principales problemas con el que nos encontramos son los remedios caseros que muchos aplican a las quemaduras. Hay un desconocimiento total sobre qué se debe hacer en estos casos, y muchas veces son los propios familiares o amigos quienes empeoran la situación cuando tratan de ayudarles. Es habitual que les unten con pasta de dientes, aceites, ¡o incluso con una pasta de especias que pica como un demonio!”, comenta Bhura sin poder contener una carcajada. “Eso puede provocar infecciones, complicar su recuperación, y acentuar las cicatrices”, añade ya con el rostro serio que le caracteriza.
Es lo que le sucede a Nandini, de ocho años. Tuvo la mala suerte de caer en un barreño lleno de agua hirviendo. “No tenemos calentador de agua, así que en invierno hervimos agua en un balde para luego mezclarla con agua fría y poder lavarnos. La niña tropezó y cayó dentro de culo”, relata su madre. En un principio, los progenitores no le dieron excesiva importancia, aunque ya era evidente que Nandini sufría quemaduras importantes. Le echaron aceite por las piernas y los genitales, y embadurnaron las peores heridas con pasta de dientes. “Nos lo recomendaron los vecinos y les hicimos caso. No queríamos ir al hospital porque las condiciones allí son horribles. Hay quien va con un problema leve y sale con uno grave”, añade.
Pero, finalmente, el remedio fue peor que la enfermedad, y tuvieron que visitar al médico. Nandini había sufrido también quemaduras internas en el ano y la vulva, razón por la que el caso se agravó. “Nos dijeron que el tratamiento costaría entre 15.000 y 20.000 rupias (entre 215 y 300 euros), demasiado para lo que ganamos. Así que, al final, el propio doctor del hospital nos habló de esta tienda. Nos sorprendió que sea un local de pasteles, pero estamos muy agradecidos y creemos que el tratamiento que Nandini ha recibido es magnífico. No solo porque mejora, también porque la tratan con humanidad”, apostilla la madre poco antes de que Bhura comience a retirar el vendaje para certificar que, efectivamente, la evolución es positiva.
Sin duda, la tienda de Jawahar no parece el mejor lugar para instalar esta espontánea unidad de quemados: la limpieza del lugar deja mucho que desear, todo se apila en un caos muy característico de India, los medios son escasos, y el personal suple la carencia de formación con ganas y mucha dedicación. Pero basta con visitar cualquier hospital público para confirmar que los centros oficiales no son mucho mejores. “Sufrimos una crónica falta de recursos, a pesar de que el Gobierno asegura aumentar el presupuesto de Sanidad cada año. No sabemos dónde se queda el dinero, pero a los pacientes no llega”, denuncia un médico de un hospital de la sureña ciudad de Bangalore que prefiere mantenerse en el anonimato. “Es verdad que muchos aceptan algunos sobornos para dar un trato preferencial”, reconoce.
“El modelo actual de salud es un buen reflejo de la gran división de clases en la sociedad: mientras los pobres se hacinan en hospitales como el nuestro, donde todavía muchos mueren por causas que se pueden evitar con relativa facilidad, las élites económicas acuden a clínicas privadas que cuentan con los mejores medios tecnológicos y humanos. El primer ministro Narendra Modi, con su política neoliberal, está fomentando esto”, subraya el médico.
Jawahar no entra a valorar temas políticos. Las creencias religiosas de los pacientes, la casta a la que pertenecen y el partido al que votan no le incumben. Su único objetivo es paliar el sufrimiento de los desheredados. Eso y vender dulces, claro. “Ahora mi hijo mayor, Rakesh Kulbushian, ha abierto un pequeño taller mecánico para poder mantener a la familia. Porque nosotros no recibimos ninguna ayuda de ONG o del Gobierno, y las donaciones de los pacientes y de nuestros amigos no son suficiente para mantener el centro abierto. Somos gente humilde, no grandes mecenas millonarios”, sentencia el anciano. Pero, a pesar de las dificultades económicas, no tiene ninguna intención de cerrar su clínica. Y, detrás del mostrador, Rakesh asegura que aquellos que necesiten tratar sus quemaduras podrán contar con él incluso tras la muerte de su padre. “Somos gente de palabra”.
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