La sombra islamista sobre Argelia
En la protesta argelina pesa el recuerdo del círculo vicioso de revuelta popular, recuperación del islamismo y guerra civil. El islam está desprestigiado y sin líderes, pero tiene implantación local y apoyo internacional
NICOLÁS AZNÁREZ
Buteflika no va a ser candidato a un quinto mandato presidencial y quiere administrar una transición rápida, pero la calleargelina rechaza esa prórroga. Argelia afronta un futuro desconocido y suscita ya la pregunta que inquieta en Occidente: “¿Cree usted que los islamistas van a adueñarse de esta rebelión?”. Esta es la obsesión oculta de numerosos medios extranjeros, sobre todo los europeos. Es fácil adivinar que el síndrome de Egipto, Siria y Libia ha dejado huella en las opiniones. Mientras millones de manifestantes siguen esperando el gran cambio que el régimen intenta negociar de manera ventajosa, la opinión pública occidental se resiste a utilizar la palabra “primavera” y parece estar tan pendiente, desde lejos, de los flujos migratorios como de los gritos de los islamistas.
“Primavera” ha dejado de designar el entusiasmo ante las democracias incipientes. El fervor de Occidente, que quiere ser modelo universal de desarrollo y gobernanza, se ha enfriado desde que los levantamientos del denominado mundo “árabe” en 2011 acabaron fracasando. Ahora, la palabra “primavera” significa caos, flujo migratorio, represión, guerra y recuperación islamista, ISIS y náufragos en el Mediterráneo. Pero, de pronto, parece que en Argelia hay una “primavera” retrasada, y nos lo pensamos un poco antes de aplaudir. ¿Es legítima esta prudencia?
El círculo vicioso de revuelta popular, seguida de recuperación islamista y guerra civil, es ya viejo. Nació precisamente en Argelia. El 5 de octubre de 1988, dentro de la marea que llevó a la caída del muro de Berlín y el bloque soviético, cientos de miles de argelinos salieron a las calles para exigir reformas, pluralismo, el fin del partido único y del control de la policía política sobre la vida pública. La represión militar se tradujo en centenares de asesinados en una semana. Pese a todo, hubo una breve apertura política y un principio de democratización que, al final, benefició a un partido: el Frente Islámico de Salvación (FIS), una gran nebulosa islamista y yihadista. Ese es el origen de Al Qaeda e ISIS. La formidable ola de rebeldía argelina se convirtió en un proyecto de califato y provocó dos tragedias: el golpe de Estado militar en 1992 y una guerra civil atroz. Doscientos mil muertos, millones de desplazados, “desaparecidos”, torturados y exiliados. Durante un decenio, Argelia sufrió en soledad lo que el resto del mundo no comprendió hasta los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos: el yihadismo.
“Estaremos vigilantes”, dicen los jóvenes. “En el 90 nos tendieron una trampa, pero hoy no será así”
Este círculo vicioso se reprodujo en Egipto, en Yemen, en Libia. En Siria, Bachar el Asad dejó que los islamistas actuaran a sus anchas entre la muchedumbre y así acentuó la islamización de la revuelta, para poder criminalizar la protesta y reproducir el escenario ganador. De ahí nació un monstruo, el ISIS, hijo a la vez de la guerra de Irak y Arabia Saudí. Esta fatalidad influye todavía más en el ánimo actual y hace que las simpatías internacionales respecto a lo que ocurre en Argelia sean vacilantes. De ahí esta pregunta que se oye una y otra vez: “¿Volverán los islamistas a adueñarse de esta revolución, aunque el régimen quiera administrar y controlar la transición como ha anunciado?”.
Son millones los argelinos que se han manifestado contra Buteflika, asentado en el poder desde hace casi 20 años. Anciano y enfermo, gobierna exclusivamente por medio de una familia en la que incluye a sus hermanos, el jefe del Estado Mayor del Ejército y varios empresarios. El anuncio de que buscaba un quinto mandato provocó una inmensa ola de protestas que aún no encuentra salida, a pesar de las promesas del presidente saliente. Durante esta revolución suave hemos visto desfilar por las calles a mujeres, jóvenes, familias, hombres, niños. En la multitud se distingue a hombres de la cultura, algún que otro rostro de la oposición tradicional rechazada por la calle y líderes estudiantiles o mediáticos. Ninguna figura del islamismo. “Estaremos vigilantes”, repiten muchos jóvenes. “En 1990 nos tendieron una trampa, pero hoy no será así”, aseguran otros. Es la referencia a la espiral militares-islamistas de la época de la guerra civil. La calle ha mantenido al margen a los islamistas, sospechosos de connivencia con el régimen, considerados culpables de los cientos de miles de muertos durante la guerra. Las jóvenes generaciones recorren las calles con el recuerdo prudente de los años noventa y de lo sucedido en los demás países denominados “árabes” desde 2011. Este cordón emocional puede impedir hoy que los islamistas se presenten como salvadores. Uno de los eslóganes esgrimidos es significativo. “No queremos ni barbudos (islamistas) ni kamis (sus túnicas) ni policía”. La guerra civil dejó un trauma que no va a facilitar el regreso de los islamistas.
A este factor pueden añadirse otros: en Argelia, los islamistas ya no son un partido único, grande y poderoso como en los años noventa o como los Hermanos Musulmanes en Egipto. El régimen ha conseguido fraccionarlos, dispersarlos y dividirlos en una decena de micropartidos que rivalizan por un ministerio, un bloque parlamentario o cualquier beneficio social y económico. El dinero del petróleo ha servido para acallar las posibles primaveras desde que Ben Ali huyó de Túnez, pero también para comprar a los islamistas. La supuesta política de reconciliación nacional llevada a cabo por el régimen desde el fin de la guerra civil en el año 2000 ha sido sobre todo una política clientelar para con los islamistas. Estos se encuentran hoy divididos, desacreditados y carentes de líderes influyentes. La revuelta de Argelia puede prescindir de ellos, y los islamistas no parten como favoritos en esta ocasión, pese al apoyo de la Turquía de Erdogan a la rama local de los Hermanos Musulmanes y el firme y tradicional respaldo de las monarquías del Golfo a los salafistas e islamistas radicales.
La crisis está abierta a un final entre la fórmula de Al Sisi, la represión de El Asad, el fin de Gadafi y la transición tunecina
¿Tienen perdida la batalla, entonces? ¿Habrá democracia en Argelia? Puede que no. Para empezar, el régimen sigue siendo rico y poderoso y tiene un sistema de regencia eficaz. Enfrente hay millones de manifestantes, pero “no son más que eslóganes”, dirá algún político. A la larga, la falta de liderazgo será fatal. Y esa es la brecha que los islamistas locales pueden ahondar. Son la familia político-religiosa más implantada en las zonas rurales de la Argelia profunda, y utilizan los espacios de las mezquitas y las redes de los predicadores, los medios islamistas conservadores a los que el régimen ha dejado vivir para inmovilizar a la sociedad y paralizar a los progresistas demócratas. Los islamistas cuentan además con el beneficio de la experiencia, con redes internacionales, con abundantes recursos humanos y con el prestigio de la ortodoxia religiosa en Argelia. Son una familia prudente que nunca se sitúa en primera línea durante las revoluciones, sino solo cuando el equilibrio de fuerzas favorece ya a los manifestantes. Es posible que los islamistas secuestren la revuelta por estos motivos, pero también eso beneficiaría al régimen, que los enviaría de nuevo a la clandestinidad y se presentaría como el salvador del país, igual que en Egipto y en Siria. La crisis argelina está abierta a un final entre la fórmula de Al Sisi, la represión de El Asad, el final de Gadafi y la transición tunecina.
De momento, permitámonos tener la esperanza de que Argelia llegue a una conclusión diferente a la de ese círculo vicioso y fatal de los “árabes”. Pero seamos prudentes. Esta primavera es joven y está encerrada entre el invierno islamista y el otoño del viejo régimen.
Kamel Daoud es escritor y periodista argelino.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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