IDEAS ANÁLISIS
Brasil y su crecimiento anémico
Los éxitos en la lucha contra la desigualdad se han frenado. El país no se recupera de la mayor crisis económica de su historia
El expresidente Lula junto al exalcalde de São Paulo Fernando Haddad durante una manifestación el pasado mes de enero. AFP/ GETTY IMAGES
Lejos quedan los días en los que Brasil era por todos admirado. El país de Fernando Henrique Cardoso y, sobre todo, de Lula, el presidente obrero que declaraba que su principal objetivo sería que todos los brasileños “pudieran desayunar, comer y cenar”. El mismo presidente que aplicó los programas de Bolsa Familia —la más eficiente innovación mundial en medio siglo de políticas sociales—, que venció a la inflación y apaciguó con políticas financieras sostenibles a los mercados. El país que recibía más de un 4% del PIB en inversión extranjera directa. El país que en apenas una década sacó de la pobreza a 35 millones de sus ciudadanos y los aupó a una inédita nueva clase media. El país en el que Gilberto Gil era ministro de Cultura y Fernando Meirelles dirigía la película Ciudad de Dios.
Brasil ha dejado de ser aquel país modélico. La violencia se ha desbordado: 31 homicidios por cada 100.000 habitantes, la mayor parte jóvenes varones negros y pobres, una tasa superior a las que padecen países como el México de la guerra del narco (25 por 100.000) o Estados Unidos (5 por 100.000). La Operación Lava Jato es un emblema mundial de la corrupción no de Brasil, sino de la región. Se ha testado la solidez del equilibrio de poderes de la democracia brasileña y, probablemente, la clase media del país ha confirmado su atávica convicción de que el Estado y las élites no solo no se preocupan por ellos, sino que conspiran para robarles.
Las consecuencias en Brasil no son distintas a lo que hemos visto en otros países: aparición de líderes populistas, fragmentación de la estructura de partidos tradicionales, erosión de las instituciones democráticas y polarización social. Quizás esto explique por qué los candidatos de partidos tradicionales de centro-izquierda y centro-derecha no han despegado en las encuestas de las elecciones del 7 de octubre, y, sobre todo, por qué quienes las lideran —el militar en la reserva y diputado Jair Bolsonaro y el heredero político de Lula, Fernando Haddad— tienen en torno al 25% de apoyo y cerca del 60% de rechazo (según la última encuesta de XP Investimentos). En Brasil, también las elecciones han dejado de jugarse en el centro político para desplazarse a los extremos.
Nada de lo anterior resulta tranquilizador, porque este panorama lo complica aún más el hecho de que Brasil no haya conseguido recuperarse de la peor crisis económica de su historia. Desde 2008 su renta per capita apenas ha crecido (un 3,7%) y en los últimos cinco años ha caído un 7% y un 16%, en dólares. Los indicadores de desigualdad y pobreza ya no mejoran porque el desempleo de los más pobres sube y sus salarios reales caen. Por otra parte, el déficit público se ha enquistado en torno al 8% del PIB y la deuda pública bruta se acerca ya al 90%, un nivel no solo temerario en términos macro, sino un mecanismo de generación de desigualdad: el pago de intereses de la deuda es, tras el gasto en pensiones, la segunda partida más importante del presupuesto: absorbe un 16% del gasto total frente al 12% que se gasta en educación o salud. Salir de este bucle destructivo de crecimiento anémico e insostenible gigantismo estatal requiere reformas profundas que solo serán irreversibles si hay consenso político y social. Justo lo que parece que no se va a conseguir.
Nunca, los que siempre lo quisimos, hemos deseado más que las encuestas fallen por goleada. Aunque, si no es así, como consuelo podremos recordar el aforismo del expresidente de la Secretaría General Iberoamericana Enrique Iglesias: Brasil es el único país del mundo en el que la distancia más corta a un punto (o a un acuerdo) no es la línea recta.
José Juan Ruiz es economista jefe y director del departamento de investigación del Banco Interamericano de Desarrollo.
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