El limbo después de la catástrofe
Más de 3.200 inmigrantes aguardan en Mineo a ser expulsados o aceptados en la UE
PABLO ORDAZ Catania 21 ABR 2015 - 21:52 CEST
Desde la carretera parece una urbanización de lujo en medio de un naranjal, casas pintadas de colores, un parque infantil, un campo de fútbol donde por la polvareda se ve que esta tarde hay partido. Pero enseguida aparecen las alambradas, las tanquetas del ejército, los agentes de policía y, convirtiendo de pronto en invisible todo lo demás, las historias. Las historias de los 3.240 residentes —sobre todo hombres, sobre todo jóvenes, sobre todo de piel oscura— de una urbanización que fue diseñada para los estadounidenses de la base siciliana de Sigonella y que se ha convertido en el mayor centro de internamiento de inmigrantes de Europa. La historia, por ejemplo, de un joven eritreo de 24 años: “Éramos cinco de familia. Mis padres, mi esposa, mi hijo pequeño y yo. Todos murieron en el naufragio”.
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Mientras Sebastiano Macarrone, el director del CARA (centro de acogida y petición de asilo) de Mineo, hace restas y multiplicaciones para explicar lo difícil que es gestionar un lugar así —404 casas de 160 metros cuadrados cada una, 3.240 personas de 35 nacionalidades—, resulta muy difícil concentrarse. Desde la orilla de las calles, bajo el dintel de las puertas, sin hacer nada porque no hay nada que hacer, ni ir a ningún sitio porque no hay sitio adónde ir, fijan la mirada en los visitantes —un grupo de periodistas en una inusual visita guiada— 3.240 personas que en los últimos meses han cruzado el Canal de Sicilia dejando atrás, los que menos, su pasado; y los que más, como el joven eritreo que cuenta su historia, todo, absolutamente todo. “No me gusta hablar de aquello”, se confía, “aquí de aquello no solemos hablar. Sabemos que ya no los encontrarán. Que ni siquiera los buscan”.
Así que, siempre bajo la atenta mirada de los celadores, los pocos que se atreven prefieren borrar el pasado e incluso el futuro —este es un limbo en el que los inmigrantes permanecen una media de 12 meses hasta que son expulsados o aceptados en el paraíso— y dedicarse al presente. Jugar al fútbol, darse una vuelta por los naranjales cercanos —tienen permitido salir siempre que fichen con unas tarjetas de plástico— o, ahora que hay ocasión, quejarse de un menú en el que la pasta es omnipresente o de unas casas bonitas por fuera, pero ruinosas por dentro. “Eso”, tercia Macarrone, “no es culpa nuestra, aquí viene gente de todo tipo y dentro de las casas vive como le da la gana. Muchos se tendrán que ir acostumbrando al orden y a las costumbres de Europa”.
Suena a broma pesada: en las últimas semanas, el centro de acogida de Mineo ha sido noticia por sus presuntas conexiones con la organización mafiosa Roma Capitale, una de cuyas fuentes de financiación era la explotación de albergues para nómadas y centros de acogida para inmigrantes. Pero todo ello —incluso la despreciable explotación de los inmigrantes— resulta soportable en comparación con los sufrimientos que estos hombres jóvenes envuelven cuidadosamente en su silencio. Solo algunos como el nigeriano Ali (que prefiere no dar su verdadero nombre), apoyado en la valla exterior del recinto, admite que a veces sueña con que volverán. “Algunas noches”, cuenta, “me despierto feliz pensando que mi hija de dos años, que se me escapó de los brazos, está de nuevo durmiendo junto a mí. Los días que me pasa eso ya no tengo ganas de más, pierdo hasta el interés de salir y de encontrar a mi familia en Holanda. Después de aquello la vida para mí perdió todo el sentido”. A la pregunta de si se arrepiente de haberlo intentado —tal vez en nombre de todos— responde: “Ninguno de nosotros se jugó su vida y la de los suyos por gusto”.
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