Lucha contra la fuerza del viento
La formación es primordial para reducir los riesgos ante desastres naturales
Desarrollar mecanismos de alerta o saber dónde resguardarse salva vidas
ÁNGELES LUCAS Tacloban 10 ABR 2015 - 10:02 CEST
Tacloban. Filipinas. 8 de noviembre de 2013. Siete de la mañana. Viento de 200 kilómetros por hora y tres grandes olas. La primera llegó hasta las rodillas, la segunda hasta el pecho, la tercera por encima del brazo levantado. Ya no podía respirar. Miró hacia arriba, cogió a dos de sus tres hijos desde el fondo del agua, se impulsó y salió a flote. Quería dar las gracias a Dios por sobrevivir, pero olvidó como se rezaba, así que entendería si la llevaba al cielo. No fue ella la que falleció, fue su hijo pequeño. Evelinda Somo-oc, de 36 años, sigue llorándole. “Es duro sobrevivir”, lamenta. El devastador tsunami que arrasó Filipinas ese noviembre fue provocado por el paso del tifón que ha tocado la tierra con más intensidad en la historia, se le denominó Haiyán y, a pesar de que los científicos alertaron de su llegada, sorprendió desprevenido al país.
Tras una carretera sin apenas arcenes, flanqueada por chabolas construidas con maderas, hojas, chapas, escombros y lonas, todo húmedo por la lluvia, enfangado y resbaladizo, las camionetas portan decenas de personas por Tacloban encaramadas de pie agarradas a cualquier saliente del vehículo. Tierra adentro aparece un descampado con cerca de 2.000 cruces blancas que recuerdan a los fallecidos identificados. Sobre las maderas están escritos sus nombres: Rubén, Catalina, Fedelina, Antonio, Hilaria… Después de tres siglos de colonización española, la herencia permanece viva en la onomástica. Los apellidos García, Zambrano, Toboso, Labrador se leen en una enorme lápida negra colocada en otra parcela en la que hay sepultados 400 cuerpos más. Y todavía quedan mil desaparecidos, que se los tragó el Pacífico, que quedaron sepultados... El viento arrasó casas, campos, barcas, palmeras, animales y medios de vida de 44 provincias de Filipinas. Dejó 6.200 fallecidos en el país, 28.700 heridos y cuatro millones de desplazados, según los datos del Gobierno. Pero los censos no son exactos, podrían ser centenares de afectados más…
Son números tras los que se esconden miles de dramas, de soledades, de ausencias, de traumas. Como el de la hija superviviente Somo-oc, de siete años, que desde aquel día no distingue los colores, todo es marrón. “Antes podía diferenciarlos, y también contar los números, pero ya no sabe”, asegura la madre mientras pide perdón por sus lágrimas. Prosigue tranquila y se excusa: “los psicólogos me han dicho que es bueno que comparta mis sentimientos...”. Cuenta pausada que su hija tiembla cuando llueve y le tiene miedo al viento. Ella, embarazada de nuevo, se inventa soluciones para aliviar su sufrimiento. “Hago cometas para jugar con el aire”, dice ahora con media sonrisa. Busca la conciliación y la diversión con el viento sobrevolando sus cabezas, con lo que antes fue el infierno.
El asesoramiento psicológico a las víctimas se une a la creación de refugios, comida, agua, saneamiento, medicinas y medios de vida de los programas de reconstrucción para afrontar las pérdidas ocasionadas por el Haiyán, que ascendieron a 12.300 millones de euros, según datos de la ONU. El Gobierno de Filipinas —un país con una renta per cápita de 2.200 euros al año— estimó en 7.500 millones de euros el plan de reconstrucción. Pero los fondos del Gobierno no siempre han llegado con la inmediatez que requería la población, y por los conflictos entre las dinastías que imperan en el país tampoco se han ejecutado en igualdad de condiciones en las zonas en las que gobiernan los opositores al Gobierno central, como en Tacloban. En estos casos, la cooperación internacional se hace más imprescindible.
Las instituciones no solo deben reconstruir lo arrasado, además tienen que reducir el impacto de las futuras catástrofes
Además, la lucha de las instituciones no se enfoca solo en reconstruir, de forma simultánea deben reducir el impacto de los futuros desastres naturales. El desafío es considerable en un país con más de 7.000 islas y situado en el llamado anillo de fuegopor la incidencia de cerca de 20 tifones al año, terremotos, descorrimientos de tierras, erupción de volcanes e inundaciones, fenómenos que se repiten cada vez más por el cambio climático. Este mes se pueden enfrentar a la llegada del tifón Maysak, que alcanzaría ráfagas de 240 kilómetros por hora en las islas. “El objetivo primordial es actuar antes de las embestidas, prepararnos y formar a la población. Uno de los problemas en Tacloban fue de nomenclatura. Se dijo que iba a ser una tormenta, si se hubiese mencionado tsunami, la población habría reaccionado mejor”, reconoce Alexander Pama, director del Consejo nacional de reducción de riesgos de desastres naturales, una entidad para la que se destina el 5% del presupuesto del país.
El Banco Mundial ha concluido que invertir antes de los desastres en infraestructuras de los países en desarrollo conllevaría un ahorro de hasta el 50%. A mediados de marzo, Naciones Unidas celebró la tercera conferencia mundial de Reducción del Riesgo de Desastres en Sendai (Japón), donde se redactó un nuevo marco para la reducción de desastres. El evento coincidió con el paso del tifón Pam en Vanuatu, que provocó la muerte de 24 personas y registró 3.300 desplazados. “Por cada euro invertido en prevención se pueden ahorrar hasta siete en ayuda humanitaria” se lee en los informes de la Dirección General de Ayuda Humanitaria y Protección Civil (ECHO) de la Comisión Europea, que sufragó un viaje a Filipinas para un grupo de periodistas de 10 medios europeos entre los que se encuentra El País. “El argumento para invertir en preparación para desastres es sencillo. Invertir tiempo y recursos en prepararse salvará vidas y protegerá a las comunidades de otras pérdidas”, describe Helen Clark, administradora del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)
Por cada euro invertido en prevención se pueden ahorrar hasta siete en ayuda humanitaria”, calcula la Comisión Europea
Como premisa, la formación de la población es una herramienta principal para evitar muertes, pero en la isla de Samar, cuya provincia del este se ha convertido en la región más pobre del país tras el paso del Haiyán, aún quedaban personas que desconocían cómo evacuar sus chabolas. Un año después del tifón han aprendido más detalles. Elvira Declaro, de 15 años, enumera desde un colegio de la isla cómo actuar ante una emergencia. “Si suena la campana de la iglesia ya sabemos que tenemos que ir a prepararnos para evacuar. Debemos coger las partidas de nacimiento, los documentos de propiedad de las tierras, agua, comida y un kit de emergencia”, detalla la joven uniformada mientras asienten sus compañeras de clase. Hay personas que no se atreven a abandonar sus casas por miedo a los robos, pero Declaro tiene la lección bien aprendida. “Hemos hecho un simulacro de terremoto y en ese caso, debemos ir a la plaza, a lugares abiertos”, matiza tímida. Si es un tifón, el consejo es que vayan a los colegios, las iglesias, las casas privadas construidas de cemento, los centros de evacuación...
En una cueva de la isla Samar, donde abundan las copas de las palmeras arrancadas de cuajo por el viento, se resguardó Evelinda Somo-oc con sus dos hijos y su marido durante los dos días que tardó en pasar la tormenta Hagupit el pasado diciembre, con vientos que alcanzaron 140 kilómetros por hora. “Fue duro estar ahí, sin luz, con los niños”, recuerda ahora. Pero ellos se salvaron. Aunque, a pesar de las medidas tomadas, por este último temporal murieron 18 personas y 4.000 se vieron afectadas. El paso del Hagupit ha sido visto por la comunidad internacional como una prueba para evaluar la respuesta de Filipinas ante un fenómeno similar al del Haiyan un año después. Entre otras medidas, el Gobierno ha desarrollado un programa para dar los partes desde Manila hasta el último barangay (distrito) de la última isla del país. “Las autoridades locales operan con alertas de móvil, aplicaciones, redes sociales, la televisión, la radio y los periódicos para prevenir a las instituciones y la población”, destaca Pama. “La rápida y eficaz respuesta salvó muchas vidas, pero es importante destacar que no fue una reacción imprevista, sino parte de un esfuerzo bien planificado. Esta experiencia puede servir de ejemplo”, revela Clark.
Hagupit también ha puesto a prueba las viviendas levantadas tras el Haiyán. “Este año construimos 8.000 casas desmontables, y a pesar de los últimos vientos, no se ha caído ninguna”, asegura satisfecho Roger Alonso, delegado de la Cruz Roja española en Filipinas, una entidad que es beneficiaria junto a una decena de ONG de parte de los 30 millones de euros que ECHOdispensó en Filipinas tras el Haiyán. “Las casas están fabricadas con materiales locales y son los beneficiarios los que las construyen con nuestro asesoramiento”, detalla Roger, que explica así por qué tardan dos meses en levantarlas. La entidad procura ofrecer además cursos de construcción, pero se enfrenta a la complejidad de conseguir financiación para formación. “La correspondencia de fondos va más allá de una foto con la inauguración de un edificio. Pero cuando tenemos la oportunidad de formarles, expedimos certificados para que vayan progresando ellos solos. A veces es más importante una persona con un certificado que acredite que sabe reconstruir casas a la casa en sí”, considera. Es así como toma más fuerza la palabra resiliencia, —entendida como la capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas—, uno de los términos más repetidos entre la comunidad internacional sobre los filipinos.
La resiliencia se hace tangible en Tacloban. Donde hace 15 meses la naturaleza les atacó, dejó cuerpos flotando sin extremidades, personas sangrando sin sentir dolor y supervivientes hablando en voz baja tras el impacto del tifón, ahora jóvenes y niños sacan agua de un pozo público que aparece bajo el suelo, otros juegan al baloncesto en una pista de cemento y uno tiende la ropa para que se seque al viento. Han aprendido a la fuerza cómo actuar en caso de evacuación y en un muro con letras grandes está escrita una declaración de principios: “hay esperanza”. Es en Tacloban. Filipinas. 2015. A las siete de la mañana. Con sol y calma frente a la proa de un barco encallado en la tierra.
Viviendas lejos de la costa
El Gobierno filipino ha prohibido construir viviendas a 40 metros de la costa en zonas vulnerables, por lo tanto, la población que reside en esas áreas, en las que desarrollan labores de pesca, ha quedado desamparada para reconstruir sus casas sobre su propiedad. Tampoco las ONG pueden instalar las instalaciones de viviendas desmontables cerca del Pacífico. La familia de Flocertina Macabocsit cumple los requisitos para que la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) haya podido instalar una casa temporal en su parcela de la isla Samar. Es a cuatro aguas, fabricada con maderas, clavos, y chapa, está bien ordenada y varias macetas bien cuidadas lucen en la puerta.
“Somos ocho en la familia: cuatro niños duermen dentro de la casa, y los otro fuera”, dice mientras señala un habitáculo de cuatro metros cuadrados con colchones amontonados, una hamaca y una ventana con cortinas verdes de encaje. Cuenta que su casa anterior, construida con cemento, desapareció por completo con el paso del tifón Haiyán. “Primero se levantó el techo y después se derrumbó todo”, recuerda con gesto amargo. Se queja de que esa casa era más grande, aunque reconoce que más insegura, y se angustia cuando piensa que no va a tener dinero para comprar una vivienda definitiva en décadas. “La plantación de cocos y plátanos que teníamos quedó destrozada y no tenemos barca para pescar. Apenas ganamos dinero”, asegura. Ahora fabrica collares de conchas que vende al peso.
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