De las cervecerías al búnker
Nunca debemos dejar de pensar cómo Adolf Hitler, el vulgar oportunista que encarnó el mal absoluto, pudo seducir a tanta gente. Hay que estar vigilantes para que jamás pueda volver a repetirse algo similar
NICOLÁS AZNÁREZ
Qué personaje, este Adolf Hitler, de cuyo suicidio se cumplen ahora 70 años. Un número redondo, que no significa nada ni tendría por qué hacernos hablar de él. Pero cualquier pretexto es bueno para reflexionar sobre Hitler.
Y es así no porque su personalidad tuviera interés, porque fuera un “gran hombre”, bueno o malo, según gustos, pero dotado, en todo caso, de alguna cualidad extraordinaria. Solo creerá que fue grande quien equipare grandeza con popularidad, impacto mediático, influencia sobre su época. Porque influyó, sin duda, sobre el curso de la historia mundial como pocos seres humanos lo han hecho en el tiempo en que vivieron. El siglo XX sería, sin duda, muy distinto de no haber nacido él.
Desde cualquier otro punto de vista, careció por completo de grandeza. Fue un tipo inculto, aunque él creyera, desde luego, saber mucho (otra prueba de su ignorancia). En el cenit de su poder, pensó que eran tan importantes las conversaciones mantenidas en sus almuerzos por él y su grupo cercano que instaló a unas taquígrafas para que tomaran notas y se conservaran así para la historia. Se publicaron, hace unas décadas; miles de páginas, de una pobreza difícil de imaginar, llenas de simplezas, en un tono siempre rotundo y dogmático.
Si de las ideas pasamos a los principios morales, sus móviles nunca fueron “nobles”, cualquiera que sea el significado que demos a esta palabra. Y si a las ideas y los principios añadimos su atractivo personal, no era un tipo sociable, nunca tuvo verdaderos amigos y su vida sentimental fue anodina; de él no se recuerda una anécdota interesante, una frase ingeniosa, pese a la inventiva que suele adornar estos anecdotarios de hombres célebres. Como pintor, su única profesión, fue mediocre; y cuando le tocó ser gestor se levantaba tarde, era vago y desorganizado, le aburría leer informes y eludía la toma de decisiones (o las tomaba de forma temeraria). Por no inventar, no inventó ni el antisemitismo. Fue un oportunista vulgar, un megalomaniaco vacuo, un don nadie fanático y simplón, un charlatán desprovisto de cualquier idea de interés, un ambicioso cuyo único norte fue la conquista de un poder absoluto sobre sus semejantes.
Alguien me objetará que aportó novedades, aunque fueran perversas; que construyó y dirigió un régimen totalitario modélico, ideal para otros muchos dictadores; que enseñó a otros criminales políticos cinismo, brutalidad, manipulación de la prensa y la radio, justificación de los medios por el fin, crímenes contra la humanidad a gran escala. Pero en todos estos aspectos le había precedido Stalin. Y aquí me parece escuchar voces de protesta: cómo se me ocurre compararlos, este lo hizo por motivos idealistas, quería establecer una sociedad justa e igualitaria, aunque esto le llevara a cometer “excesos”. Dejemos ese tema para otro día. Lo indiscutible es que utilizó todos los medios imitados luego por Hitler para instalarse en el poder y que lo ejerció, como él, sin límites morales; y su modelo totalitario fue aún más perfecto que el nazi. Hitler, la verdad, tampoco inventó nada en ese terreno.
Alguna grandeza demoniaca se le podría atribuir. Nadie, quizás, ha encarnado el mal absoluto de forma tan pura. Fue la quintaesencia de la perversión, y por eso es útil como ejemplo para describir lo que debe evitarse a cualquier precio. Pero Hannah Arendt arguyó, con buenas razones, que los nazis ni siquiera tenían grandeza en este terreno, que incluso su maldad era “banal”, que cometieron los mayores crímenes sin plantearse siquiera los dilemas morales que se le ocurrirían a cualquier mente reflexiva.
Todo lo dicho, pensándolo bien, apenas tiene importancia y no responde a la pregunta de por qué escribir sobre él. La verdadera cuestión, la difícil de contestar, es cómo pudo un personaje tan mediocre alcanzar el poder absoluto sobre una sociedad tan culta, avanzada y moderna como la alemana. Cuál fue su atractivo, ese es el misterio sobre el que se han escrito miles y miles de páginas. Porque Alemania no era un país cualquiera. Hay que recordar lo que significó para los españoles que estudiaron allí, empezando por Ortega y Gasset, o la elevación del nivel de las universidades estadounidenses gracias a los alemanes que se refugiaron allí, o la calidad de las vanguardias artísticas alemanas. ¿Cómo pudo una sociedad tan sofisticada, una de las cimas de la civilización moderna, hundirse en la barbarie, en la brutalidad, en el genocidio, siguiendo las pautas de este Adolf Hitler?
Claro que la pregunta simplifica las cosas, pues no todo debe atribuírsele a él. Hubo colaboradores, fuerzas sociales que le apoyaron, estructuras de poder que se pusieron a su servicio. Pero él fue crucial, su personalidad fue clave en el asunto. Como resumió Ian Kershaw, Hitler no fue la “causa primordial” del “ataque nazi a las raíces de la civilización”, pero sí su “agente principal”.
Para entender su éxito, hay que referirse a las circunstancias en las que surgió: la amarga derrota alemana en la Gran Guerra, la inflación galopante de los años veinte y el paro masivo tras la crisis de 1929, los miedos que suscitaba en toda Europa la revolución bolchevique… Todo ello, en el tránsito de la sociedad del antiguo régimen al mundo moderno, con el desplome de las jerarquías tradicionales, el avance de la secularización, el paso de la política de élites a la de masas, de la sumisión de la mujer a la igualdad de géneros. Todo era novedoso, conflictivo, nunca visto. La sociedad, tal como se había conocido durante siglos, se hundía; y eso provocaba inseguridad y temores comprensibles.
En esa situación, Hitler —con una capacidad oratoria, esa sí, excepcional— supo levantar esperanzas. Identificó de manera nítida al culpable de todas aquellas crisis: los judíos, padres del capitalismo y del marxismo, los dos males de la modernidad. Y prometió, en tono apocalíptico, eliminar a aquel culpable. Con ello, aseguró, llegaría la redención, la superación de las divisiones, el reingreso en el paraíso, una nueva unión fraternal (de los elegidos, claro). Y aquella solución tan sencilla sedujo a muchos. Aunque sin mayoría absoluta, ganó elecciones —cosa que no hizo nunca Stalin—. A partir de ahí, unos colaboradores sin escrúpulos construyeron el andamiaje efectista que le rodeó de un halo carismático. Montaron un espectáculo grandioso, que compensaba la falta de participación política real. Y casi todos, incluidos muchos visitantes inteligentes, se dejaron impresionar por el resultado.
Hay quien explica el atractivo de Hitler a partir de la cultura alemana, del famoso Sonderweg,camino especial seguido por aquel país. En él contrastarían la modernidad en los aspectos económicos y técnicos con el atraso en la estructura política, basada en el paternalismo estatal heredado del “socialismo” conservador de Bismarck y dominada por los Junkers, élites de mentalidad muy tradicional, nacionalistas, militaristas y antisemitas, muy distintos a las aristocracias francesa o inglesa. El nazismo sería el producto de esa tradición y por tanto específicamente alemán. Pero, frente a esta visión, otros ven el fenómeno como una aberración atribuible a la situación de crisis económica, política y moral en la que surgió y creen que la aparición de aquel grupo de hooligans, dirigidos por un loco, interrumpió el acceso a la normalidad que iba siguiendo la historia alemana. El nazismo sería un caso de totalitarismo, como el soviético, típico del siglo XX europeo, no de la cultura alemana. Una cultura, hay que recordarlo, que produjo a Hitler pero produjo también a un Stefan Zweig, por mencionar solo un nombre, europeo lúcido si los ha habido, crítico y víctima del nazismo.
En conclusión, Hitler como persona importa poco. No evoco su muerte, desde luego, porque fuera, en ningún sentido, una pérdida para la humanidad. Lo que importa es preguntarse cómo pudo un tipo así seducir a tanta gente. Sobre eso es sobre lo que nunca deberíamos dejar de pensar. Como no deberíamos dejar de estar vigilantes, para que jamás se repita nada similar. En cuanto a él, como ser humano, ni siquiera el pistoletazo final, hace ahora 70 años, le otorgó la menor grandeza.
José Álvarez Junco es historiador. Su último libro es Las historias de España (Pons / Crítica).
el dispreciau dice: Hitler no murió en atentado alguno, lo hizo muchos años después de concluída la segunda guerra mundial en algún lugar de la Argentina y/o de Paraguay, adecuadamente resguardado por los aliados... que eran finalmente tan nazis como él... tan cínicos como él... tan hipócritas como él... pero no tan inteligentes como él... ni tampoco tan hábiles como él... y todo ello con el guiño implacable de Israel como potencia de dos caras... los años pasaron, no muchos... y ahora el mundo descubre que Hitler ha reencarnado, al modo de un Lama, y reside en Bruselas organizando las huestes de nuevas fuerzas depredadoras que desprecian a la raza humana por no arrodillarse ante las condiciones del imperio sionista que es dominado por hipotecas y deudas, así como por monedas y economías quebradas... fabricando conflictos por doquier y alentando los mesianismos enloquecidos de políticos devenidos en salvadores de nadie y condenadores de la condición humana denigrada hasta las últimas consecuencias, pero siempre con rostros de feliz cumpleaños dispuestos a mentir y reirse cínicamente de cualquier víctima de sus fechorías, manipuladas y gestadas por el FMI como mentor global de las tragedias ajenas...
es evidente que Europa aliada medieval y nazi no ha aprendido nada... pero el resto del mundo, tampoco lo ha hecho, pretendiéndose una nueva edad de piedra donde la involución del pensamiento mediocre es la peor evidencia de que las neuronas han dejado de ser tales, para expresar todos los males que afecten a los indefensos, a los marginados, a los aislados y a los que tienen voto pero nadie los escucha...
y es curioso, porque este nuevo Hitler oculto es Bruselas está protegido por el periodismo mediocre que integra a las corporaciones de medios, siguiendo instrucciones editoriales precisas donde el pensamiento no guarda valor alguno, y mucho menos el genio de los prójimos, a los que hay que descalificar para luego borrarlos de la historia, del mismo modo que los cristianos fundamentalistas hicieron con la escuela ptolomeica y sus hallazgos científicos, los que luego de borrados dieron lugar al gran negocio vaticano de la pobreza ajena cultivada para beneficio de pocos... dando base y fundamento al pensamiento hitleriano prolijamente endosado a la inocencia social alemana...
que otra vez la humanidad esté viendo la misma película demuestra cuán retrógrado es el pensamiento político europeo actual... lo peor de este punto, es que el final... ya es conocido, y no es para nada bueno... al menos no para los anónimos y mortales que componen la parte importante de la sociedad humana. ABRIL 26, 2015.-
No hay comentarios:
Publicar un comentario