Tierras de labor transnacionales
Gobiernos y empresas han acaparado en los países en desarrollo un área mayor que México
La tierra quema en las manos. Entre 2001 y 2011, según el think tank californiano Oakland Institute, algo más de dos millones de kilómetros cuadrados de campo —una superficie ligeramente mayor que la de México— fueron vendidos o alquilados en Estados en vías de desarrollo a Gobiernos y empresas de los países ricos. En muchos casos, a expensas de la seguridad alimentaria y de los derechos adquiridos durante décadas por las poblaciones locales. En 2010, el Banco Mundial consiguió identificar (las transacciones se cierran con mucha discreción) negociaciones para hacerse con 450.000 kilómetros cuadrados, una superficie equivalente a la de Suecia. El 70% del total, en África.
El acaparamiento de tierras se ha convertido en una de las grandes preocupaciones que transmite este arranque de siglo. La tierra ha dejado de ser un bien que pasaba de padres a hijos, y que poseía un significado cultural, a convertirse en un instrumento financiero más.
De hecho, una nueva generación de inversores institucionales —hedge funds, instrumentos de capital riesgo, fondos de pensiones e incluso universidades de élite como Harvard o Vanderbilt— están utilizando los campos con el mismo afán especulativo que emplearían con el oro o las divisas. Al usar esta estrategia, el problema se ha globalizado. Empezó siendo algo casi exclusivo de los países en desarrollo (Liberia, Etiopía, Sudán, Camboya), pero ya alcanza también a Europa y EE UU. Y con jugadores poderosos.
Acorde con el relato del Oakland Institute, en esta carrera por la tierra participan colosos como TIAA-CREF (uno de los fondos de pensiones más grandes del mundo) o UBS Agroinvest (filial del gigante bancario suizo UBS). “Es una táctica a largo plazo. Saben que los precios de los alimentos suben o bajan en los mercados financieros, pero los campos están ahí y les ofrecen unos ingresos predecibles a medio y largo plazo”, reflexiona Henk Hobbelink, coordinador de la ONG Grain. Da igual que los inventarios de soja y maíz en el mundo estén en sus niveles más altos desde 2005, lo que tirará la cotización a la baja. Sin ningún reparo, Wall Street se ha metido a granjero. Pero ¿soportará la tierra la presión? Hay muchas fuerzas tensando la cuerda: la producción de biocombustibles (en 2040 alcanzará en el mundo los 2,8 millones de barriles diarios, el doble que durante 2010), el aumento en el consumo de carne, la especulación de las materias primas agrícolas en los mercados secundarios.
“El acaparamiento es un disfraz nuevo de una vieja codicia”, sostiene Gustavo Duch, coordinador de la revista Soberanía Alimentaria. “Si primero fueron los terratenientes (capitalismo feudal) y después las grandes corporaciones (capitalismo comercial), ahora, en esta fase (final) del capitalismo, son los consorcios financieros quienes hociquean la misma presa: la tierra fértil”.
Porque hace mucha falta. El Banco Mundial calcula que en 2050 habrá 9.000 millones de personas que alimentar, lo que supone que la producción agraria del planeta debe incrementarse al menos un 50%. Y justo vamos en dirección opuesta, ya que los campos escasean. Dice la Organización de las Naciones Unidades para la Agricultura y la Alimentación (FAO) que en los últimos 50 años el volumen de tierras cultivables per capita se contrajo un 45% y se espera que siga descendiendo —aunque de forma moderada— hasta 2050. “Nos enfrentamos a un futuro incierto para la seguridad alimentaria”, analiza Paul Braks, responsable de estrategia corporativa del fondo holandés Rabo Farm, un instrumento (maneja 315 millones de euros) que invierte en tierras de cultivo y granjas en Europa Central y del Este.
Resulta evidente, como observa Andre Wolfaardt, experto en agroindustria de la consultora Deloitte en Sudáfrica, que en un mundo donde los alimentos serán fundamentales, “los países tienen que asegurar los recursos disponibles pensando en esa futura demanda”. Al fin y al cabo, “la agricultura es el sector más fragmentado del planeta, con mucha capacidad para generar grandes economías de escala”, remarca Gertjan van der Geer, gestor del fondo Pictet Agriculture.
De ahí que la geopolítica también haya entrado en el delicado mundo de la alimentación humana. Los expertos calculan que existen unas 800 empresas chinas haciendo negocios en África, la gran mayoría en infraestructuras, energía y agricultura. El pastel es enorme. En 2030, el negocio de la alimentación en ese continente moverá un billón de dólares. Ahora bien, lejos de pensar en hacer caja, para países como China o Arabia Saudí es una razón de subsistencia, o sea, de asegurarse tierras con las que alimentar a una población que crece de forma exponencial. Por eso Arabia Saudí tiene previsto invertir en los próximos meses 13.000 millones de dólares (10.306 millones de euros) en Sudán, sobre todo en su minería y agricultura.
Sin embargo, la llegada de este dinero externo está generando una enorme tensión sobre la tierra. Etiopía —un país que todavía recuerda la hambruna de 1984, en la que murieron un millón de personas— ha basado parte de su prosperidad actual (su PIB creció un 108% en los últimos seis años) en un programa de arrendamiento de tierras a empresas extranjeras que provoca críticas. “Los beneficios para la población local son muy pequeños”, afirma en Al Jazeera Dessalegn Rahmato, un reconocido sociólogo etíope experto en seguridad alimentaria. “Se están llevando la tierra. Y con ella, los recursos naturales, porque estos inversores están esquilmando los campos, destruyendo los bosques y talando los árboles. El Gobierno sostiene que uno de los objetivos de las ventas era permitir que las comunidades se beneficiaran de inversiones en infraestructuras, servicios sociales… Pero estos beneficios no están incluidos en el contrato. Todo depende de la magnanimidad del inversor”.
Lejos de África, la voracidad resulta tan fuerte que incluso “tiene su lógica regional”, precisa Lourdes Benavides, responsable de relaciones internacionales de Oxfam Intermón. “Por ejemplo, Brasil y Argentina están comprando tierras de labor dentro de Latinoamérica”.
Lo cierto es que cada continente desarrolla su propio modelo de acaparamiento, del que, desde luego, no es ajena Europa. “Ahí se vive un proceso extremadamente rápido de concentración de los campos”, relata Martín Drago, miembro de la ONG Amigos de la Tierra Internacional. “Primero hay una privatización en marcha en los sistemas de propiedad de la tierra en los países previamente socialistas, que está alterando esos territorios y su forma de vida. Y segundo, el esquema de subsidios de la Política Agraria Común (PAC), que se halla vinculado a la producción, es un incentivo importante para que agricultores acomodados, agronegocios y especuladores acumulen tierras”.
Un trabajo del movimiento internacional Vía Campesina ha puesto números a esas palabras y cuenta que en la Unión Europea las grandes fincas (de 100 hectáreas o más), que solo suponen el 3% del total, controlan la mitad de las tierras de cultivo. Siguiendo esa dinámica, en España se vive el mismo proceso de concentración. Sobre todo en las fincas medianas, las que van de 70 a 500 hectáreas. “Ahí la tendencia es que crece la propiedad en manos de sociedades mercantiles, aunque ahora solo controlan el 12%”, apostilla el investigador Carles Soler. Preocupa la tendencia, no el valor absoluto. Quema la tierra.
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