el dispreciau dice: que te quede claro, la dignidad es patrimonio de la humanidad, no de una raza, tampoco de un continente, mucho menos del primer mundo, y la dignidad de los blancos es la misma que la de las personas negras, amarillas, rojas o azules... la dignidad que no se asume, se regala a los miserables, y cuando estos la toman, la desechan, porque antes de ser miserables de alma y de espíritu, han sido mezquinos de sí mismos. OCTUBRE 19, 2014.-
los dignos de nosotros mismos somos muchos... aún cuando no se note...
los miserables, son los menos, aún cuando parezcan ser muchos más...
O CUANDO EL SIGLO XIX RECUPERA SU PROPIA FICCIÓN EN EL BACHILLERATO
Todología africana
Alicante13/10/2014
(Hecho verídico)
Anoche recibo una llamada de mi amigo Joan. A su hija Clara, de dieciséis años, le han encargado en el bachillerato redactar un trabajo sobre (según él), «África». Como siempre que pasan estas cosas, me río en voz alta, y sólo por provocar le remito a la Historia General de África de la UNESCO –ahora mismo están elaborando el borrador del noveno tomo– y vuelvo a explicarle, aunque muy halagada porque piense que soy inmortal y he dedicado mi naturaleza sobrehumana para conocer absolutamente todo, sobre la historia completa, de un continente entero, que necesitaría algún detalle más.
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Y creo que él se da cuenta en ese mismo instante de su error o de mi ironía, y me aguanta como siempre el comentario: «¿A que si fuera un trabajo sobre las políticas económicas detrás de la Guerra de los Cien Años no llamarías a alguien que trabaja métrica en la poesía de la Generación del ‘27?». Y él lo entiende: nadie llama a nadie para pedirle ayuda para un trabajo sobre «Europa», siendo que ni yo misma tengo claro qué es ni cuándo empieza, y si lo supiera, apenas conocería algunos años y una parcela de conocimiento especializado sobre una época concreta. Que también parte de la gracia, radica en el debate sobre las entelequias infinitas que nos acosan o nos desafían sistemáticamente cuando hablamos de conceptos tan inabarcables, tan repartidos según áreas disciplinares, tan disipados en el tiempo, y tan guardianes de tantos fenómenos como grupos históricos o contemporáneos lo habitan desde el centro o lo anduvieron desde los márgenes.
- ¿Pero sobre qué de África? ¿Qué zona? ¿Qué aspecto? ¿Qué siglo? -digo yo, con déjà vu.
- Te paso con Clara -y sale del paso en el que me divierte poner a la gente con la que tengo confianza, y que ya me conoce una rebeldía más o menos amable ante la ignominiosa «Todología Africana».
Pero hablar con Clara resulta aún más gracioso: al parecer tiene que elaborar un trabajo de diez páginas sobre la música étnica y/o la música subsahariana, que según la consigna, son equivalentes. Y como sé que ella es brillante, me lo dice desconcertada y casi consciente de lo ridícula que suena la tarea. Le pregunto sobre qué siglo (no lo sabe), sobre qué zona histórica, grupo étnico o nación moderna (no lo sabe), sobre qué tipología secular/ritual musicológica (no lo sabe). Y ahora, soy yo la que no sé si en el curso de estos días tendremos que ponernos juntas y solemnes a escuchar recreaciones de recitativos de djélis del antiguo Imperio Malinké del siglo XIII o si no sería mejor meternos de lleno con el disco pirata del mejor hip-hop de Soweto compartiendo un cigarrillo a escondidas. Me comenta algo técnico sobre percusión (naturalmente, el tam-tam: el fetiche por antonomasia de la ciencia de los «todólogos» africanos), y son casi las once de la noche, y a esta hora no me queda corazón más que para decirle que se pase cualquier día de estos por mi casa, y que entre las dos elegimos juntas un área, una época, una tradición específica. Que a ver si a lo mejor buscamos rumbas congoleñas para bailar y reírnos o cantos religiosos que nos apacigüen la tardecita de otoño, y le explico la diferencia entre escuchar o hacer música por puro placer, o hacer o escuchar música porque ésta cumple una función social. Que igual para explicarle la diferencia, más me valdría llevármela cualquier noche de éstas a Sala Stereo y empalmar a la mañana siguiente con el coro de la primera misa en Santa Faz, y decirle «¿Lo ves? Ésa es la diferencia»). Tampoco tengo el coraje para explicarle a Joan, pero sobre todo a Clara, que es a la que me interesa hacer pensar bien fuerte (y lo haré la semana que viene cuando nos veamos), que yo me dedico a estudiar literatura africana contemporánea y que ni siquiera podría saberlo todo sobre esto. Que no por estudiar un aspecto de África en un período concreto, podré ayudarla en un trabajo que me queda igual de lejos que el folklore del noroeste argentino.
Tampoco tengo el coraje de preguntarle que si le pidieran un trabajo sobre «música europea», ella –igual que yo, igual que todos– nos preguntaríamos a carcajadas qué carajo es la música étnica en Europa (¿El flamenco? ¿La fanfarria balcánica? ¿Las rondas valencianas? ¿La doina rumana? ¿El fabuloso trabajo de compilación sobre música popular –sus famosísimos Spanish Recordings del ‘52– que hizo el gran etnomusicólogo Alan Lomax en la España rural, mientras demostraba con paciencia la mentira de esa España única y franquista? Un yanqui que de pueblo en pueblo, y de abuela en abuela confirmó que aquí había tantas Españas como el ingente número de culturas que aparecían en sus grabaciones). ¿Qué es la música europea? Pero sobre todo, ¿cómo decidimos qué es «música» en Europa? Y hete aquí el viejo debate entre alta y baja cultura: ¿Por qué Mozart o Stravinski y no el incendio en la garganta de un kyrie moldavo perdido en una iglesia derruida? Porque también me preocupa la indeterminación, la falta de responsabilidad en no asumir que aquí también se puede hacer «todología». El punk inglés, las sinfonías de Beethoven, el metal escandinavo, las polonesas de Chopin y el rap de Marsella son música europea y al mismo tiempo son muchas más cosas. Que las separan siglos, estilos, intenciones, funciones, pero ocurren bajo una misma premisa: expresar algo que está ocurriendo o que queremos precipitar. Lo convulsiva –históricamente– que fue, es y será la música, me conmueve.
Pero es que tampoco tengo el coraje de preguntarle sobre el siglo de su trabajo, porque siempre se asume que África es un continente atemporal, que todos los africanos tocan el tambor de forma transgeneracional y cuentan cuentos a la sombra de un baobab. Que cuando muere un anciano arde una biblioteca, que los negros son como fósiles contemporáneos, una muestra viva de quiénes son nuestros antepasados. En África no hay tiempo histórico, sólo hay tiempo mítico (que no es tiempo, que es lo que cada uno quiere que sea: que África no tiene Historia). ¿Cuándo África empieza a ser África? ¿Cómo le explico que en África también existe música clásica pero que allí la viola de gamba es una korá, que incluso el gran Tunde Jegede está haciendo música clásica contemporánea mientras Clara redacta su trabajo? ¿Cómo le explico que también en esos diez folios podríamos estudiar hip-hop, y que podría explicarle que académicos como Jimmy Briggs Jr. o la gran Patricia Yang están demostrando la relación entre esta métrica de protesta y de suburbios, y el arte recitativo medieval del oeste de África? ¿Cómo puedo contarle, para que ella también se estremezca como yo, que el patrimonio de una casta privilegiada que cantaba las gestas y epopeyas medievales de grandes emperadores africanos, llegó entre las costillas de algún barco negrero y mutó como sólo pueden mutar las criaturas volátiles y atrapadas, hasta convertirse en algo llamado rap? ¿Cómo no dibujarle un mapa en su mano pequeña y decirle que después el rap volvió a África, en un viaje de ida y vuelta («como un boomerang» decía el rapero senegalés Faada Freddy del grupo Daara J) donde somos y no somos nunca los mismos?
Pienso que le voy a decir a Clara que yo no sé sobre música africana, pero que podemos aprender juntas qué significa hablar sobre un sistema educativo que le pide hacer un trabajo imposiblemente planteado, apriorísticamente equivocado. Juntas, a lo mejor, poner en crisis las premisas de una redacción de diez folios que no tiene sentido porque su origen parte de una gran confusión eurocentrada. Le diría a Clara que ojalá pudiera transmitirle todo esto a su profesor: que África no existe como un todo, que la música étnica –a veces referida de manera mucho menos afortunada comoWorld Music cuando en realidad la discográfica sólo quiere decir Third-World Music: porque los «desposeídos chic» están a la última moda– es un concepto tan complejo como su atributo. Querría decirle a Clara que los adultos todavía estamos debatiendo qué es una etnia. Y que, pensándolo bien, no tengo la menor idea qué significa «música subsahariana».
Estoy asustada por la visita de Clara. Por no saber cómo explicarle que el trabajo que tiene que hacer es imposible sin cuestionar por qué le han pedido ese trabajo. Por pensar que a lo mejor la suspenden, no por el contenido (claramente, el contenido da igual), sino por plantarse como sólo se puede plantar alguien a su edad: una mano en la cintura, la media sonrisa de haberle ganado a un adulto mediocre, la satisfacción de sentirse precoz, de considerarse subversiva por el acto mínimo y enorme de contestar una fábrica de durmientes. Y exigirle a un docente que debería estar enseñándole a pensar en contra de las ideas, que ha fracasado estrepitosamente. Que ella no va a ser cómplice de perpetuar este peligro.
(Así me lo imagino yo. Aunque luego no ocurra, sonrío).
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