El difícil camino a ninguna parte
Desde 2000 más de 22.000 personas han muerto en el Mediterráneo intentando llegar a Europa. Esta es la historia de Adams, uno de los muchos no encontraron lo que esperaban
Adams creía que en España su vida iba a mejorar. Creía que aquí encontraría las oportunidades que buscaba. Creía que iba a tener algo de dinero, una vida mejor, un lugar donde volver a empezar. Pero la realidad estuvo muy lejos de sus expectativas. Tras cruzar el desierto y jugarse la vida en el estrecho, después de haber sido desalojado dos veces y de haberle sido denegado el permiso de residencia y trabajo, llegó a la conclusión de que la vida en el lugar soñado era demasiado complicada.
“Lo que vemos en África de Europa es todo mentira: la vida aquí es muy difícil”, comenta este ghanés antes de irse a Estados Unidos, tras dos complicados años en España, y admite que si pudiese pensárselo mejor no volvería a hacer aquél largo y peligroso viaje. “Mis amigos me decían que estaban trabajando y que tenían dinero, así que pensé en hacerlo también”, relata. La Europa que él esperaba no fue la Europa que encontró al final de su viaje.
El viaje de Adams, como el de miles que arriesgan su vida para cruzar una frontera, fue largo, complicado y de un riesgo extremo. Desde el año 2000 más de 40.000 personas han muerto tratando de cruzar fronteras en todo el mundo, 22.000 sólo en el Mediterráneo, según un informe publicado por Organización Internacional para la Migraciones (OIM) el pasado 3 de octubre, coincidiendo con el aniversario de la muerte de 368 personas en el desastre de Lampedusa en 2013.
“El Mediterráneo se está convirtiendo este año en un enorme cementerio”, señala María Jesús Vega, de Acnur España, quien afirma que, a pesar de las escandalosas cifras, el número de muertes puede ser mucho mayor debido a la dificultad para registrarlas.
Adams, que cruzó a Málaga desde Marruecos, conoce muy bien los riesgos del viaje: “Antes de nosotros, salió otro barco y oímos que había naufragado y que 36 personas habían muerto, así que la gente estaba nerviosa”. Cuenta que durante el viaje uno de los que iban en el barco murió. “Estaba muy enfermo y se tiró él mismo al agua”, relata con la voz temblorosa, sin querer dar más detalles.
Su viaje había empezado mucho antes, muchos kilómetros más al sur. “Fui de Acra a Kumasi en bus, y luego a Burkina Faso entramos escondidos a través de unos arbustos”, asegura Adams. “En Burkina Faso un hombre con un camión lleno de ovejas nos llevó hasta Malí y nos cruzó a Níger, y allí nos cambiaron a otro camión más grande con gente de Malí, Burkina Faso, y otros países. El camión se rompió y tuvimos que esperar en el desierto 34 días hasta que vinieron a buscarnos para llevarnos en pequeños grupos hasta Libia”.
Los riesgos del viaje no acaban en que te dejen tirado: caer en manos de la trata, las mafias y la violencia está a la orden del día. “El viaje suele ser una pesadilla”, asegura María Jesús Vega, y añade que muchos “se dejan los ahorros de toda la vida”. “En la zona de Libia los inmigrantes pagan no menos de 2.000 dólares (unos 1.580 euros) y hasta 5.000 dólares (unos 3.950 euros), cualquier cifra entre medias. Los costes para los traficantes son mínimos, así que hay mucho que ganar”, afirma Joel Millan, de la Organización Internacional para las Migraciones, por teléfono desde Suiza.
Según el organismo en lo que va de año más de 3.000 personas murieron intentando llegar a Europa, un importante incremento con respecto a 2013, cuando fueron 700 los que perecieron en el mar. “Estamos ante flujos mixtos de inmigrantes económicos y refugiados”, dice Vega. “La mayor parte vienen de sitios como Siria, Palestina, Eritrea, Somalia y Malí. Podríamos decir que nos encontramos ante la cifra más alta de desplazamientos forzosos desde la Segunda Guerra Mundial”, añade.
Tras llegar a Barcelona y pasar varios días al raso Adams se fue a vivir a una fábrica abandonada en el barrio del Poble Nou, de donde fue desalojado. El parque de la Ciudadela, la playa y los bancos de la plaza le sirvieron de refugio hasta que se instaló en la famosa nave del Poble Nou desalojada por los Mossos de Esquadra en julio del año pasado. Aquí fue cuando entró en contacto con la Asociación de Vecinos del barrio, quienes le ofrecieron, como a muchos otros como él, apoyo de todo tipo, incluido el legal.
Pero desde la Asociación aseguran que después del desalojo muchos de ellos no pudieron regularizar su situación, y algunos perdieron la esperanza. Adams, ahora en Estados Unidos, fue uno de ellos. Tras recibir ayuda de la asociación para costearse el vuelo, se fue a Norteamérica, donde planea casarse. Otros de los que estaban en su situación han ocupado otra fábrica abandonada. Allí se quedarán hasta el próximo desalojo.
Si pudiese volver a elegir, Adams lo tiene claro: “Me arrepiento profundamente… nunca volvería a viajar a Europa de esta manera. Para estar así, pasándolo mal… nunca lo volvería hacer”. Desgraciadamente, para miles de personas en una situación crítica, quedarse no es una opción.
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