Bolsonaro Times
Un análisis en profundidad de algunos de los temas de la actualidad internacional a través de artículos publicados en medios globales seleccionados y comentados por la revista CTXT
Jair Bolsonaro, el 11 de octubre de 2018 / En vídeo, las frases más polémicas que ha pronunciado Jair Bolsonaro MAURO PIMENTEL AFP
El terremoto ultraderechista de Jair Bolsonaro ha sacudido los cimientos de la democracia brasileña. Su onda expansiva recorre América Latina y se hace sentir también en Europa y Estados Unidos. ¿Quién es Bolsonaro? ¿Por qué ha arrasado en la primera vuelta de las elecciones brasileñas? ¿Quién le apoya y qué intereses representa? ¿Qué consecuencias tiene su victoria a escala regional y global? Son algunas de las preguntas que sobrevuelan la prensa internacional desde que se terminaron de contar los votos en la primera ronda de la contienda presidencial.
Lo que trasluce es un movimiento político construido desde los rechazos —a las minorías, a los pobres, a las mujeres, a la izquierda, a la democracia— y de un indisimulado gusto por la violencia. Pero, escarbando un poco, se encuentra un proyecto con tres cimientos claros: la total sintonía con el mercado, la pleitesía a los altares de las iglesias pentecostales y la inquietante conexión con ciertos sectores oscuros de las Fuerzas Armadas.
La cadena de noticias alemana Deutsche Welle ofrece en su web en español un autorretrato del victorioso candidato de la extrema derecha en 15 frases pronunciadas por el propio Bolsonaro. Aparece el artista como un misógino desinhibido ("Es muy fea, no es de mi gusto, jamás la violaría. Yo no soy violador, pero si fuera, no la violaría porque no lo merece”); enamorado de la violencia de las dictaduras de la derecha latinoamericana (“Pinochet debió haber matado a más gente”); su coqueteo con el uso de la violencia como arma política (“El error de la dictadura fue torturar y no matar"); y contra los pobres ("Defiendo la pena de muerte y el rígido control de la natalidad, porque veo la violencia y la miseria que cada vez se extiende más por nuestro país. Quien no tiene condiciones de tener hijos, no debe tenerlos"); además de reacio a la idea misma de la democracia (“una mierda”) y convencido de la necesidad de acabar con ella (“si fuera presidente, sin la menor duda cerraría el Congreso y daría un golpe el mismo día”).
¿Cómo pudo un hombre así llegar hasta las puertas del Palacio de la Aurora? La web estadounidense The Intercept llevaba a sus lectores en vísperas de las elecciones al corazón de un país dividido. Coincidiendo con la salida del hospital del candidato ultraderechista, acuchillado en un mitin al arranque de la campaña, el reportero Sam Cowie recorría las calles de un São Paulo convulsionado por protestas del movimiento feminista contra Bolsonaro y contra los partidarios del candidato. Allí, el reportero británico encontraba un electorado en frenesí tras una campaña estrambótica marcada no solo por el acuchillamiento del a la postre vencedor a manos de un desequilibrado mental, sino también por la purga de más de tres millones de votantes del registro y la polémica inhabilitación del máximo favorito: el expresidente, del Partido de los Trabajadores (PT), Lula da Silva, a quien el ilustre lingüista y disidente Noam Chomsky visitó en la cárcel días antes de las elecciones, para relatarlo también en The Intercept.
Entre los acólitos de Bolsonaro, contaba Cowie, circulaban como la pólvora las noticias falsas en grupos de WhatsApp, aireadas por la ansiedad de soluciones rápidas para la crisis de delincuencia de uno de los países más desiguales del planeta. Sólo así se entiende el apoyo incondicional de líderes sindicales camioneros o trabajadores de la construcción, en otros tiempos organizadores de huelgas en defensa de sus colectivos: "Le votaré por sus propuestas sobre seguridad”, contaba uno. "¿De qué sirve tener trabajo si no sabes si llegarás a él vivo?". Bolsonaro ha prometido "luchar con violencia contra la violencia" y su discurso ha calado hondo entre quienes más la sufren. También prenden —en especial entre el cada vez más pujante, organizado y radicalizado electorado evangélico radiografiado por el diario argentino Página 12— los rumores sobre políticas “de género” supuestamente propugnadas por el partido del expresidente, cuya sucesora, Dilma Rousseff, fue destituida por un juicio parlamentario con intenso aroma a golpe ‘blando’. Entre los acólitos de Bolsonaro abundan quienes creen que el candidato del PT se dispone a distribuir biberones con forma de pene para combatir la homofobia o a financiar “operaciones sexuales” a niños de tres años. Sobre ese sustrato ha crecido el candidato ultra, espoleado por una legión de sabuesos paramilitares aparentemente dispuestos a imponer su programa a toda costa, a los que se acerca para el noticiero de Vice en HBO David Noriega.
Lo que subyace de la victoria avasalladora de Bolsonaro es, según Pablo Stefanoni, algo mucho más profundo y con lecciones que traspasan las fronteras de Brasil: el rechazo frontal a “la lucha de clases soft” propugnada por el PT. El editor de la revista Nueva Sociedad habla de un fantasma que recorre América Latina, al que denomina “antiprogresismo”. En Brasil, esa corriente se manifiesta en forma de censura al PT, que “mejoró la situación de los de abajo sin quitarles a los de arriba” y terminó siendo devorado por las élites con las que quiso acomodarse. Entre quienes votaron a Bolsonaro, así, había mucho de antipetismo. Precisamente por eso se vertebró en forma de revuelta contra los avances logrados por Lula y Rousseff, con arietes como “el racismo frente a una visión racializada de la pobreza” y el conservadurismo “frente a los avances del feminismo y las minorías sexuales” de un movimiento antiprogresista cada vez más virulento y ascendiente desde Costa Rica a Chile, que cristalizó primero en Brasil. La del 7 de octubre fue pues la primera vuelta de una contrarrevolución.
Quizá eso explique los ojitos que le ponen los banqueros de dentro y fuera de Brasil —los mismos que saludaron con satisfacción el turbio uso del instrumento constitucional del impeachment contra Dilma y la polémica condena e inhabilitación de Lula— a Bolsonaro. El Financial Times describe el entusiasmo que ha despertado en las élites financieras brasileñas la posibilidad de un Gobierno de Bolsonaro que, confían, “implementará un programa económico de liberalización” y pondrá fin a “décadas de políticas estatalistas”. El diario británico se detiene en la figura de Paulo Guedes, el banquero de inversión formado en la Escuela de Chicago que asesora en asuntos económicos a Bolsonaro y que ya está buscando otros “financieros de altos vuelos” para unirse al equipo de transición si el candidato se impone en la segunda vuelta a Fernando Haddad, ungido por Lula como 'plan B' del PT. “Hay una sensación de entusiasmo contenido”, le cuenta el “alto ejecutivo de un banco” al diario londinense. “Quizá Bolsonaro no sea el catalizador del cambio que yo hubiera elegido, pero es lo que ha proporcionado la democracia brasileña. Muchos de mis colegas se preguntan cómo pueden ser de ayuda”.
El general Bolsonaro tiene, pues, mucho de su admirado Pinochet, y llegaría al poder bien flanqueado por sus militares reservistas y sus Chicago Boys. Y ante la tesitura de volver a un Gobierno de centroizquierda gradualista, la oligarquía brasileña ha apostado fuerte por la ultraderecha.
Desde el corazón de las finanzas globales tampoco disimulan su apoyo al candidato del Partido Social Liberal. En un editorial triunfalista publicado a la mañana siguiente de su rotunda victoria, el Wall Street Journal se felicitaba por el resultado electoral: “Los progresistas globales están sufriendo una ataque de ansiedad sobre la victoria casi absoluta del domingo del candidato conservador a la presidencia de Brasil, Jair Bolsonaro”, señalaba el diario neoyorquino. “Después de años de corrupción y recesión, al parecer millones de brasileños piensan que un outsider es exactamente lo que el país necesita. Quizá sepan más del asunto que los gruñones del mundo”. La versión Wall Street del cervantino “ladran, Sancho…”.
La extrema derecha crece incluso donde menos se la espera. El Financial Timesponía el foco un par de días antes de las elecciones brasileñas en una expresión particularmente sorprendente del fenómeno: la de los judíos que se adhieren, con cada vez más frecuencia, al partido ultraderechista alemán Alternative für Deutschland. Es difícil vislumbrar una alianza más contra natura, al menos en lo superficial. Pero el corresponsal del diario en Alemania, Guy Chazan, señala que el odio al islam y la defensa de Israel sirven de sutura suficiente para que el colectivo no se desmadeje en sus contradicciones. El enemigo de mi enemigo es mi amigo.
El ‘efecto sutura’ de Brett Kavanaugh
El ‘efecto sutura’ ha funcionado también en el proceso de confirmación del juez del Tribunal Supremo estadounidense Brett Kavanaugh, acusado de abusos sexuales por tres mujeres. Los republicanos apenas podían perder un voto de entre sus 51 senadores para aupar de por vida a la corte suprema a Kavanaugh y cambiar el equilibrio de poder de una de las instituciones más importantes del país, que tendrá mayoría conservadora durante décadas. Ante tamaña empresa los líderes republicanos y Trump, tan a menudo enfrentados o incapaces de entenderse, “marcharon a la trinchera juntos”. Así lo cuenta el redactor jefe en Washington del Wall Street Journal, Gerald Seib, que apuntilla que “no es ninguna coincidencia que lo hicieran en búsqueda del único objetivo en el que siempre han estado de acuerdo: llenar el Supremo de jueces conservadores”. Kavanaugh le fue señalado a Trump por el ala más conservadora del partido, que asintió a regañadientes y ha visto como el político más implacable y astuto de la derecha estadounidense, Mitch McConnell, sostenía su nombramiento contra viento y marea.
De nada sirvieron las históricas movilizaciones del movimiento feminista que tomó Washington en las semanas previas al pleno de confirmación del juez. Tampoco las inconsistencias en el testimonio encendido y desbocado que el juez profirió ante la comisión judicial del Senado después de que compareciera una de las mujeres que le acusó, la psicóloga Christine Blasey Ford. El director de la revista Current Affairs, Nathan Robinson, repasa en un monumental análisisforense los testimonios y acusa a Kavanaugh de mentir hasta la saciedad ante el Senado, lo que supondría un delito de perjurio.
Pero Kavanaugh, un juez acusado de acoso por al menos tres mujeres y nombrado por un presidente acusado de acoso por veinte mujeres, ya está en la corte suprema. Allí podrá quedarse durante tres o cuatro décadas, hasta que se muera o se canse, para decidir sobre asuntos como si las mujeres tienen derecho a abortar después de ser violadas. Derecho que el propio Kavanaugh negó a una refugiada de 17 años cuando era juez de una instancia menor.
El aparatoso nombramiento de Kavanaugh, que llega un año después de la exclusiva del New York Times que inauguró el movimiento #MeToo, no puede resultarle más emblemático de la existencia del patriarcado a Mehdi Hasan, presentador del podcast Deconstructed. El programa dedica un episodio fundamental a explicar la naturaleza sui generis del Tribunal Supremo estadounidense, y las líneas de batalla política que se dibujan tras la confirmación de Kavanaugh. (Hasan, por cierto, publicó hace unos días un maravilloso videoensayo: Breve Historia de las intromisiones en elecciones extranjeras por parte de EEUU. No se lo pierdan).
Para el crítico Hamid Dabashi, profesor iraní de la Universidad de Columbia, la declaración de la mujer que acusaba a Kavanaugh —y la reacción del a la postre juez del Supremo— “expuso cómo la supremacía de clase del dinero y el poder blancos recurre al enfado y la furia vengativa para silenciar y desdeñar a cualquiera que se atreva a poner en duda sus privilegios institucionales”. En un artículo publicado en la web de Al Jazeera, Dabashi disecciona la imagen de una mujer declarando con precisión clínica ante 11 senadores blancos y la de un hombre desaforado, negándolo todo “como el chico de 17 años de la mañana siguiente a la borrachera”. Eso, señala Dabashi, es lo esencial del asunto: “La masculinidad blanca estructural en el corazón de la política de la derecha estadounidense”, que circula desde los neonazis de la marcha Charlottesville “al espectáculo del privilegio blanco y masculino unido en banda ante una mujer vulnerable”, como “dos polos que conectan el mismo espectro de poder masculino”.
La cuestión de la responsabilidad en asuntos de abusos sexuales ocupa a la ensayista Lauren Oyer en su artículo para la revista dominical del New York Times. “¿Quién o qué tiene la culpa del acoso sexual? ¿Es el individuo que lo comete? ¿O son las condiciones atmosféricas que hacen que ese individuo se crea que puede actuar impunemente?” Oyer examina desde su raíz etimológica el concepto de la toxicidad, en especial de la toxicidad masculina, a la que, dice, “se invoca como causa principal de todo, desde el acoso sexual a la violencia contra las mujeres, pasando por la popularidad de David Foster Wallace”.
El concepto es equívoco y tiende a errar el tiro, sostiene Oyer, que recurre a ejemplos sugerentes, como la crisis financiera: “En lugar de clarificar la causa de un asunto turbio, lo tóxico a menudo logra lo contrario. El epíteto concentra la crítica estructural en el síntoma, no en la causa, sugiriendo que un poco de limpieza será suficiente para arreglarlo”. Si quieren lograr algo más que sentirse satisfechos con su pureza, apunten a la causa, sostiene; no a sus síntomas. Algo parecido sucede con el fascismo.
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