jueves, 7 de septiembre de 2017

DESTRUIR NO CONSTRUYE ▼ EL PRECIO DE LAS NECEDADES Y LOS EMPECINAMIENTOS ▼ Destruir el sistema, destruir la democracia | Opinión | EL PAÍS

Destruir el sistema, destruir la democracia | Opinión | EL PAÍS

Destruir el sistema, destruir la democracia

La creencia en que un cambio brusco de las instituciones va a llevar a un mundo mejor sigue viva a pesar del desastre de las experiencias históricas

El Parlament de Cataluña, durante el pleno en el que se aprobó la ley del referéndum.

El Parlament de Cataluña, durante el pleno en el que se aprobó la ley del referéndum. 





Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) se han convertido en la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC) después del largo proceso de paz. Tras 50 años de guerra, unos 200.000 muertos y unos siete millones de desplazados, la incorporación de los antiguos guerrilleros a la vida política es una buena noticia. Lo que resulta extraño es que, tras su monumental fracaso, sigan reivindicando la revolución. Curioso cambio: renuncian a la violencia contra las personas para aplicar la violencia contra las instituciones (si es que terminan siguiendo el modelo que reivindican, el chavista). Los expertos sabrán si a ese proceso hay que seguir llamándolo revolución o si sirven mejor otros términos, como golpe de Estado o autogolpe. Es lo que ha hecho Maduro en Venezuela con la Constituyente o el bloque secesionista en Cataluña a través de las leyes que van a amparar el prometido referéndum del 1 de octubre: masacrar la democracia desde el corazón de la democracia.
El proyecto es el mismo: dinamitar un sistema para alumbrar uno nuevo. Quizá la revolución sirvió para liquidar el Antiguo Régimen; igual no debería utilizarse para fulminar la democracia. Esa forma de gobierno imperfecta y aburrida, pero que garantiza la pluralidad, las libertades y el respeto a las minorías, y en el que los representantes políticos son elegidos en las urnas.
“Hay personas fantasiosas en cuestiones políticas y sociales”, escribió Nietzsche en Humano, demasiado humano, “que incitan con ardor y elocuencia a una revolución de todas las instituciones, en la convicción de que a continuación surgiría por sí mismo el templo más soberbio y bello de la humanidad”. Nietzsche, que fue radicalmente crítico con el antisemitismo y que abominaba de la deriva militarista y nacionalista de Bismarck, sigue siendo el pensador que mejor supo adelantar las contradicciones de nuestra época. Observa, en ese texto, que en los “peligrosos sueños” de los revolucionarios “resuena aún la superstición de Rousseau, que creía en una originaria y milagrosa bondad de la naturaleza, que ha sido sepultada, y atribuía toda la culpa de semejante entierro a las instituciones de la cultura, la sociedad, el Estado y la educación”. Así que, frente a “las locuras apasionadas y medias verdades de Rousseau”, Nietzsche prefería “la naturaleza mesurada de Voltaire, tendente a ordenar, depurar y reconstruir”.
El gran conflicto es, pues, entre los creyentes en ese “mundo bello” que traerá la revolución (o, ay, el golpe de Estado) y los que quieren ir arreglando las cosas bajo las reglas de juego de la democracia. “Desgraciadamente”, anota Nietzsche, “gracias a la experiencia histórica se sabe que todas esas revoluciones hacen resurgir las energías más salvajes, las que derivan de los horrores y excesos, hace tiempo enterrados, de las épocas más oscuras”. Y en ésas estamos: regresando a las tinieblas. Menos mal que ya no se reclama la violencia, pero no conviene engañarse demasiado: también sangran (o terminan sangrando) las heridas que se infligen a la democracia.

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