Peligros de la desglobalización
La globalización tiene un precedente en el siglo pasado que no sobrevivió
a la Gran Depresión
Desempleados a las puertas de un café en Ohio, durante la Gran Depresión. GETTY IMAGES
Para los historiadores el abuso de paralelismos es un riesgo laboral. Y no hay ninguna analogía más trillada que comparar cualquier evento con “los años treinta”: así todo el mundo puede ser comparado con Adolf Hitler: Barack Obama, Marine Le Pen, Vladimir Putin o Donald Trump. El problema con los paralelismos es axiomático: la historia no se repite. El “eterno retorno” de Nietzsche es difícil de encontrar fuera de las novelas de Kundera. Ahora bien, la rápida sucesión del voto por el Brexity la elección de Trump sí remiten a un fenómeno no menos importante de esa época: la desglobalización. Es un fenómeno que debería quitar el sueño.
El proceso globalizador que tanto odian los populistas a ambos lados del Atlántico tiene precedentes: una primera era globalizadora existió entre las décadas de 1880 y 1930. Aún con tecnologías simples, esos tiempos eran incluso más libres que los nuestros: las inversiones no conocían fronteras y los viajantes no tenían pasaportes. Una proporción de trabajadores mucho más alta que ahora escapó a la pobreza europea para “hacer las Américas” en los puertos de Nueva York y Buenos Aires. El imperio británico, con sus leyes comerciales y su impresionante Marina Real, garantizaba el comercio. Y el patrón oro estaba en el centro del sistema.
Esta globalización sobrevivió a la I Guerra Mundial, pero no a la Gran Depresión. Empezó a deshacerse a partir del crash de 1929, un guion que seguimos muy de cerca tras el colapso de Lehman Brothers hasta que Ben Bernanke, un historiador de los treinta, intervino. La crisis se convirtió en depresión cuando infectó a Europa y a sus bancos; los despilfarradores de la época no eran los griegos, sino los alemanes. En 1930, Berlín tuvo que hacer lo que nosotros hicimos en 2008-2012: salvar a la banca y a los banqueros. El nazismo solo comenzó a importar electoralmente tras esta calamidad. Pero lo que fácilmente se olvida es que el primer país en abandonar la arquitectura económica globalista fue su máximo sponsor: Reino Unido. En 1931, los británicos devaluaron la libra esterlina unilateralmente, desatando una “guerra de monedas”. Londres priorizó su recuperación económica a costa de un sistema que ellos mismos había construido y sostenido. El mercado devaluó la libra, tal como ocurrió con el Brexit.
Subiendo los decibelios, Londres simultáneamente abandonó el libre comercio, erigiendo barreras comerciales para productos que no provinieran del imperio. Lo llamaron “libre comercio imperial” pero otras naciones lo vieron como lo que era: proteccionismo. Desde Japón a Argentina, este proceso dañó a los países más abiertos al comercio e invitó a militares politizados a inmiscuirse en instituciones democráticas. “Ningún país ha administrado un shock más severo al comercio internacional”, escribió el propio Tesoro inglés en 1931. El sistema se tambaleaba. El golpe de gracia vino de Washington. El magnate neoyorkino Franklin Delano Roosevelt hizo campaña denunciando el establishmenteconómico; apenas empezó su mandato, Roosevelt denunció “los fetiches de los banqueros internacionales” y devaluó el dólar unilateralmente. Este era un sistema que el Reino Unido no podía y Estados Unidos no quería mantener. El caos comercial global que sobrevino a la devaluación americana permitió al ministro de economía nazi, Hjalmar Schacht, construir un imperio informal germano sin temer sanciones. Y la crisis convirtió al autoritario Benito Mussolini en el conquistador de Abisinia, un mal augurio sobre el futuro.
La elección de Brexit y Trump en rápida sucesión cuestionan nuestra globalización. Si deshacemos el sistema, los mayores perdedores serán aquellos países pobres a los que la integración internacional ha ayudado a salvar de la extrema pobreza, desde la periferia europea (que hoy es Eslovenia pero en el pasado fue España) a una Latinoamérica que por el populismo llega tarde a la globalización. Además, es imperativo entender que lo que demolamos hoy puede tardar décadas en reconstruirse, tal como Roosevelt aprendió durante la II Guerra. Finalmente, el comercio nunca es solo comercial: el ocaso de la primera globalización terminó dañando la seguridad global; la falta de sistemas globales puede fomentar a Gobiernos autoritarios con ambiciones regionales.
Tal como el poder, los sistemas nunca son para siempre. La historia no termina ni se repite. Los movimientos unilaterales nos pueden hacer a todos más pobres y menos seguros. Reformemos la globalización en vez de condenarla a la historia.
Pierpaolo Barbieri es director ejecutivo de Greenmantle y autor de La sombra de Hitler: el imperio nazi y la guerra civil española (Taurus).
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