“Un niño debe saber que sea cual sea su terrible situación puede plantarle cara”
Ismael Beah vivió de cerca la guerra en Sierra Leona, su país, cuando era adolescente. Hoy, ayuda a niños soldado desde su cargo de embajador de Unicef
Ishmael Beah, ex niño soldado de Sierra Leona, habla con un joven en un centro de rehabilitación de menores combatientes en Sudán del Sur. HOLT (UNICEF)
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Me llamo Ishmael Beah. Soy escritor, autor de dos libros: uno de memorias (Un largo camino) y otro de ficción, una novela. Y estoy trabajando en el tercero. También soy activista a favor de los derechos humanos. Concretamente, soy embajador de Unicef para los niños afectados por conflictos armados. Convertirme en escritor fue en realidad resultado de la frustración porque, por desgracia, cuando era niño me reclutaron para combatir en la guerra. Tenía 13 años.
Cuando salí de aquella experiencia terrible, viví en Estados Unidos, donde una familia me acogió. Allí se desconoce el contexto de lo que le sucede a un niño soldado, cómo lo arrastran a la guerra y cómo sale de ella, así que mi primer libro respondía al deseo de poner rostro a una realidad muy ajena a la vida de otros. Y la mayoría de los que pasaron por una experiencia así, no suelen hablar de ello.
Me di cuenta de que había sobrevivido. Estaba vivo. En cierto modo, había salido indemne. Además, recibí una educación, residía fuera de mi país y necesitaba sentir que era útil. Como venía de un conflicto armado, podía aportar algún conocimiento al respecto. No todo es de color negro, no es verdad que cuando has sido niño soldado estás acabado para siempre, o que, como has tenido relación con grupos armados, ya eres inservible. Quería cambiar ese discurso.
QUIÉN ES ISHMAEL BEAH
Ishmael Beah nació en Sierra Leona en 1980. Cuando estalló la guerra en su país, en 1991, él era todavía un niño. Según su relato, ampliamente contado en su libro autobiográfico Un largo camino, en una de las oleadas de violencia, sus padres y hermanos fueron asesinados; él se salvó y huyó. Pero cuando tenía 13 años, según confiesa, el Ejército le reclutó como soldado y combatió durante casi tres años. Algunas informaciones periodísticas, sin embargo, han cuestionado las fechas y el tiempo que Beah participó en la guerra.
En 1996, fue rescatado por un equipo de Unicef y otras ONG. Tras un período en un centro de rehabilitación y en casa de un pariente en la capital, Freetown, cuando la violencia llegó a la ciudad, se mudó a Nueva York con su madre de acogida, la editora Laura Simms. Corría 1998. Desde entonces, Beah se implicó en la defensa de los derechos de los niños, especialmente de los que son víctimas de conflictos armados. Estudió y empezó a escribir.
En 2007, Unicef le nombró embajador de la organización para los niños afectados por la guerra. Ese mismo año publicó su primer título que ha sido traducido a 35 idiomas. Y uno después, fundó su propia ONG, la Red de Gente Joven afectada por la Guerra (NYPAW, por sus siglas en inglés), para sensibilizar sobre los efectos de la utilización de menores en los conflictos, así como para servir de modelo a otros que son víctimas y se estén recuperando.
Antes de la guerra, mi vida era muy sencilla y, en cierta medida, idílica. Crecí en el sur de Sierra Leona, en Matchu Yong, junto a un río en el que a veces me bañaba junto con mis dos hermanos. Iba a la escuela primaria del pueblo, allí todos nos conocíamos. Como Sierra Leona es una antigua colonia británica, en el colegio nos enseñaban la historia de Shakespeare, y me gustaba. Además, a mi padre le encantaba leer, siempre estaba con algún libro. Así que supongo que, ya desde muy temprano, en mí se creaban cimientos literarios. Entonces no sabía el futuro que me esperaba.
Cuando estalló la guerra en Sierra Leona, a principios de la década de los noventa, oímos decir que había empezado en la parte oriental del país, que había enfrentamientos en el sur, o en cualquier otra parte, pero no nos cabía en la cabeza de ninguna manera que nos alcanzarían a todos. En el país en el que habíamos crecido, la gente era muy buena. Cuando tenía seis o siete años, iba andando al pueblo de mi abuela, que estaba a unos 10 u 11 kilómetros del mío, sin ningún miedo. Así que no nos imaginábamos que la violencia se impondría.
Cuando la guerra acabó llegando a la parte del país donde yo vivía, tenía 12 años. Lo primero que hicimos fue huir de ella. Pero entre los 12 y los 13 años lo perdí todo: a mi familia más cercana; a mi madre, mi padre y mis dos hermanos los mataron en la guerra. Yo sobreviví por pura casualidad, porque no estaba con ellos. Si no, creo que probablemente también me habrían matado. Así que empecé a huir de la violencia junto con un grupo de chicos y acabamos en una base militar.
A los 13 años, el Ejército me reclutó y empecé a combatir como soldado. Así fue como la guerra irrumpió en mi vida, y también cómo mi vida se convirtió en parte de esa guerra de la que estaba huyendo.
Para empezar, ser un niño en la guerra era difícil. Antes que nada, aprendías muy rápidamente a desenvolverte en la locura. Tenías que adaptarte a tu nueva situación para sobrevivir y a menudo estabas expuesto a niveles extremos de violencia de los que ni siquiera habías oído hablar. Por eso, inmediatamente, incluso antes de empezar a combatir como niño soldado, ya estabas traumatizado por las cosas que veías, de las que eras testigo.
Crecí en el sur de Sierra Leona. Y antes de la guerra, mi vida era muy sencilla y, en cierta medida, idílica
Por otra parte, en un conflicto como el de Sierra Leona, o sea, una guerra civil, la verdad es que no necesitabas mucha preparación para empezar a luchar. La instrucción era entrar en combate real, así que la mayoría perdía la vida el primer día. Pasábamos muchas penalidades. Teníamos muchas armas y municiones, pero no comida, ni medicinas. Teníamos muchas drogas, pero nada de botas, ni ropa adecuada. Era muy duro.
Y cuando has perdido a tu familia, tu hogar ha sido destruido… Cuando lo has perdido todo como me pasó a mí, enseguida aprendes a pertenecer al grupo, porque es lo único que funciona. Pero pertenecer al grupo exigía violencia, ésta se convertía en la manera de demostrar lealtad. Antes lo era el amor de tu familia y tu comunidad. Si te pedían que hicieses algo y no lo ponías en duda, entonces te convertías en un buen chico.
Era difícil. No creía que fuese a salir vivo. Lo acepté porque era la única manera de sobrevivir; aunque la verdad es que no lo deseaba porque lo había perdido todo. No pensaba que mi vida fuese posible después de aquello.
Pero diferentes acontecimientos me dieron esperanza cuando estaba huyendo de la guerra, antes de participar en ella, e incluso después. Uno de ellos fue que, cuando era pequeño, mi padre solía decirme que si estás vivo, existe la posibilidad de que te pase algo bueno, y que si te mueres, ya no hay ninguna posibilidad de nada. Entonces no entendí bien el significado, pero cuando trataba de escapar de la violencia, cuando estaba en la guerra, cada vez que me herían y sobrevivía, me decía a mí mismo: "Bueno, todavía estás vivo, así que a lo mejor…"
También en la guerra había personas que, incluso en medio de aquella locura, eran extremadamente buenas y te daban muestras de ello de las maneras más increíbles o inesperadas. Por ejemplo, los niños con los que combatía. Nos cuidábamos mutuamente y dábamos la vida los unos por los otros. Los había que se ponían delante de una bala por ti; no eran mis guardaespaldas y no tenían por qué hacerlo. Pero hacían cosas que la mayoría de la gente no haría.
En mi huida de la guerra, a veces pasaba hambre y alguien en un pueblo me daba de comer sin que tuviese por qué hacerlo, solo porque era un niño y quería cuidar de mí. En medio del infierno, existían esos pequeños gestos. Me daba esperanza que los seres humanos tuvieran esa capacidad, incluso en medio de dificultades extremas, de ser buenos los unos con los otros, de demostrar algo de bondad. No todo el mundo lo hacía, pero existían esos momentos, sí.
Estaba expuesto a niveles extremos de violencia de los que ni siquiera había oído hablar. Por eso, inmediatamente, incluso antes de que empezase a combatir como niño soldado, ya estaba traumatizado
Esa clase de cosas son las que me mantuvieron vivo, la posibilidad de que hubiese algo en nuestra humanidad que no se derrumbase por completo. Siempre se producía alguna situación, sólo necesitábamos verla aunque fuese dos segundos, que nos daba fuerza para el día siguiente y el otro. Podía ser solo que, al llegar a una aldea, hubiera un mango con frutos que nadie había cogido. Entonces hervíamos los que aún estaban verdes y nos los comíamos. Y nos decíamos que, a lo mejor, en el próximo sitio encontraríamos mangos maduros. Cosas así de simples.
Participé en la guerra casi tres años, y al final perdí la esperanza. Se convirtió en algo que iba a hacer hasta morir.
Y entonces…
Resulta que teníamos unas cuantas bases. A veces, pocas, íbamos a la más grande a coger armas y municiones para volver y lanzar una ofensiva en algún sitio. En una de esas misiones, aparecieron algunas personas. Cuando estás en la selva combatiendo, puedes apreciar si alguien viene de la capital, o de algún lugar que no sea la selva, porque están muy limpios y los puedes oler a ocho mil kilómetros. Huelen mejor que tú. Total, que allí estaban ellos. Había sierraleoneses y extranjeros. Me acuerdo de que llevaban esa cosa en la que pone Unicef y el logotipo de la persona con el niño.
En la guerra había personas que, incluso en medio de aquella locura, eran extremadamente buenas y daban muestras de ello de las maneras más increíbles o inesperadas
Al principio, pensé que a lo mejor eran un nuevo grupo mercenario con el que íbamos a colaborar, porque nunca había oído hablar de Unicef ni de Naciones Unidas. Nunca.
Intercambiaron unas palabras con el comandante. Nos intrigaba mucho de qué estarían hablando. Y en un determinado momento, pusieron en fila a todos los niños, y, sin decir ni pío, empezaron a seleccionar a algunos. Luego hablaron con unos cuantos y, a continuación, con otros más. Y nos desarmaron. Cuando cogieron mi arma no me hizo ninguna gracia. La verdad es que me puso muy nervioso porque sabía lo que significaba no tener una en aquel contexto, y no sabía quiénes eran aquellas personas, ni si me iban a proteger realmente.
Luego nos metieron en un vehículo y nos dijeron que nos iban a llevar a un centro donde nos recuperaríamos de la guerra y volveríamos a ser niños. Fue un momento de mucha incertidumbre. Me preguntaba quiénes eran, y cómo y por qué iba a confiar en ellos.
Ese fue mi primer contacto con Unicef.
Luego nos llevaron a las afueras de la capital, a un sitio que se llama Approved School, que resultó ser el centro donde pasé ocho meses recuperándome. Así fue como empecé a salir de la guerra. No me fui voluntariamente por mi cuenta, para nada. Fue aquella intervención la que me sacó de ella y me dio otras posibilidades.
En Approved School, en la zona este de la ciudad, nos dieron enseres de primera necesidad como jabón, cepillos de dientes y algo de ropa para que nos quitásemos las prendas militares y nos lavásemos. Luego nos dieron algunas instrucciones y nos hicieron un reconocimiento médico.
En ese momento solo sabía de violencia, y creía que todo lo que quisiera conseguir sería a través de ella. Por eso, en el centro nos peleábamos mucho entre los chicos y con el personal que nos cuidaba. Pero aquel fue mi hogar durante ocho meses y en ese entorno aprendí a volver a comportarme como un niño normal.
Después me mudé a la casa de mis tíos
Mientras estaba en el centro, una de las cosas que hacían los trabajadores era lo que llamaban rastreo de la familia. Intentaban averiguar si quedaban parientes vivos con los que poder instalarte. Si no los había, buscaban a alguien que te acogiese. Consiguieron encontrar a mi tío, que vivía en la capital, en Freetown. Yo no sabía que estaba allí. Había oído hablar de él, pero nunca lo había visto. Le conocí y me fui con él y su familia. En aquel momento, la guerra aún no había llegado a la capital, por lo que la mayoría de la gente de la ciudad no entendía lo que pasaba en el campo, en la guerra. No tenían experiencia de primera mano.
Cuando me mudé a Freetown, fue difícil vivir en una comunidad en la que la gente sabía que volvías de la guerra, que habías luchado
Era difícil vivir en una comunidad en la que la gente sabía que volvías de la guerra, que habías luchado. Así que, al principio, mi tío decidió no decir nada a los vecinos. Pero algunos, de todas maneras, se enteraron. Pasé mucho tiempo en casa de mi tío. Todavía me estaba recuperando a pesar de haber estado ocho meses en el centro de rehabilitación. El trauma seguía allí, padecía muchos problemas psicológicos. Y, bueno, además mi tío era pobre --mi familia siempre fue pobre--, así que vivíamos en una especie de choza de zinc y yo dormía en el suelo.
Pasaba mucho tiempo detrás de la casa, sentado en una piedra desde la que había una buena vista de la ciudad. Salía y contemplaba la ciudad y el mar. Pensaba en mi vida, adónde iba a ir, qué posibilidades tenía. No podía ni imaginar las oportunidades que tendría. Pensaba que venía de la guerra, que estaba viviendo con mi tío... esas cosas.
Estaba contento de estar vivo. Empecé a ir al colegio, a la escuela de secundaria, también en Freetown. Solía bajar andando de la colina para ir hasta ella. Asistí durante un año y medio o dos. Aquello también fue difícil porque no sabía estar sentado y atender, era muy inquieto. Pero, poco a poco, aprendí a comportarme. Aunque a veces no era capaz concentrarme en clase, y me marchaba. Me estaba formando de nuevo. Estaba volviendo a poner los cimientos para una nueva fase de mi vida, para mi segunda oportunidad.
La labor de concienciación es increíblemente importante para mí
Después de haber salido de la experiencia de ser un niño en la guerra, y haber sobrevivido, haber recibido ayuda y haber tenido oportunidades, no solo de estar vivo, sino también de tener una educación, me preguntaba qué podía hacer para corresponder, para que la gente entendiese las posibilidades que hay después de haberlo sido. Mucha gente ha oído la historia de cómo te ves en una situación de violencia, cómo te enfrentas a las dificultades, pero quería que también comprendiera cómo puedes recuperarte de todo cuando te dan apoyo y cuidado adecuados.
Sobrevivir a la guerra siendo niño exige una inteligencia considerable, así que hay que ver cómo reenfocar esa inteligencia para algo útil para ti mismo, tu comunidad y tu país
Decidí ser útil, ser un ejemplo tanto para la gente que está saliendo de esa difícil experiencia como para aquellos que trabajan ayudándoles. Que todo el mundo entienda que el apoyo puede funcionar de verdad, que no es una situación que haya que dar por perdida. Es difícil, cuesta mucho trabajo, pero es posible. Por eso decidí colaborar con Naciones Unidas, y con Unicef en concreto.
Antes de que me nombrasen embajador de Unicef para los niños en conflictos armados ya estaba realizando esta labor porque pensaba que era lo mínimo que podía pagar por estar vivo. He visto el efecto de contar mi historia. Hace que los niños tengan esperanza, que piensen que sea cual sea la terrible situación de la que vengan pueden plantarle cara, pueden hacerle frente.
Una de las cosas que hago con Unicef es ir a contextos de guerra, junto con expertos en protección de menores, para negociar la liberación de niños de los grupos armados. En estas misiones, he conocido a críos que acababan de ser liberados, de dejar las armas. Y sé cómo se sienten, lo que piensan… Porque he experimentado su incertidumbre. Y puedo decirles que no pasa nada por sentir lo que están sintiendo. A veces me miran y me preguntan cómo lo sé. Entonces les cuento quién soy y por lo que he pasado. Ha habido momentos en lo que, realmente, he visto el impacto que tenía en ellos, porque no es habitual que conozcas a una persona que ha tenido vivencias parecidas a la tuya y a la que le va bien, que está ahí, de pie.
Muchas personas conocen la historia de cómo llegas a luchar en la guerra, pero quería que también comprendieran que puedes recuperarte de todo eso cuando te dan apoyo y cuidado adecuados
Lo más importante es que, cuando estoy con estos chicos, uno de los mensajes que intento compartir es algo que aprendí por experiencia: que cuando superas una dificultad, el impulso natural suele ser pensar que lo que has pasado es tan terrible que debes olvidarlo, debes intentar no volver a pensar en ello nunca más, solo seguir adelante. Pero, al principio, no puedes dejar de pensar en ello. Así que aprendí a encauzar aquella energía: porque lo que no te mata, fortalece tu espíritu. Y sobrevivir a la guerra siendo niño exige una inteligencia considerable, así que hay que ver cómo reenfocar esa inteligencia hacia algo útil para ti mismo, tu comunidad, tu país y otros.
Ese es el mensaje que transmito siempre a los jóvenes y hablamos de lo que significa. Así empiezan a darse cuenta de que tienen más fuerza para enfrentarse a la vida de la que creían, porque ya han hecho un trabajo muy difícil. No quiere decir que todo vaya a ser fácil, pero pueden superar lo que sea. Por ejemplo, conozco niños de 12, 10, incluso nueve años que han sido comandantes y han dirigido a grupos de 200 soldados que combatían contra jóvenes y adultos. Esos niños tienen capacidad de liderazgo. Si reorientan esa capacidad, serán útiles para sí y para su entorno.
Creo en la fuerza del espíritu humano para sobrevivir a cualquier cosa que se le cruce en el camino, pero también en la capacidad de no dejar nunca de querer reinventarse a si mismo de la mejor manera posible. Eso me da esperanza.
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